EDITORIAL
Al quedarse sin nada más que destruir en Gaza, Israel ha extendido su furor bélico a Líbano, donde toma todos los pasos para convertir su conflicto de baja intensidad con el grupo armado Hezbollah en una guerra a gran escala. Al igual que en el enclave palestino, usa de pretexto la presencia de una milicia islamita hostil para lanzar ataques devastadores y absolutamente desproporcionados cuyas principales víctimas son mujeres, niños y civiles en general que nada tienen que ver con la lucha armada.
Sólo ayer, una oleada de bombardeos ordenada por Tel Aviv dejó al menos 492 muertos y más de mil 600 heridos; a los que deben sumarse las 37 víctimas del lanzamiento de misiles sobre edificios residenciales de la capital, Beirut; los 39 asesinados y más de 3 mil heridos por la operación terrorista en la que miles de dispositivos de comunicación estallaron al mismo tiempo (con el sadismo adicional de detonar una segunda serie de explosiones durante los funerales de quienes murieron en la primera), así como las incontables agresiones diarias de menor escala. En contraste, los anticuados misiles con los que Hezbollah trató de responder a dichas matanzas sólo dejaron, hasta donde se ha informado, tres heridos.
Contrariamente a la versión reduccionista que ubica el inicio de las actuales hostilidades en el ataque llevado a cabo por Hamas el 7 de octubre del año pasado, el acto de violencia que dio origen a todos los que se han sucedido desde entonces fue perpetrado en 1948, cuando los grupos paramilitares del sionismo israelí expulsaron a más de 600 mil palestinos de las tierras donde habitaron durante generaciones, se apoderaron de ellas y comenzaron una ocupación colonial que no ha cesado. Año tras año, Israel construye nuevos asentamientos ilegales que dividen los territorios palestinos y exponen a la población árabe a permanentes agresiones de los soldados israelíes y de colonos fanáticos de gatillo fácil, siempre a la busca de una oportunidad para descargar su odio racista sobre los desplazados y oprimidos. La negativa rotunda de Tel Aviv a devolver los territorios conquistados, en la peor lógica colonialista, el desprecio y la deshumanización con las que se conduce hacia quienes subyuga, y a emprender una salida negociada en los términos que marca la legalidad internacional, son lo que alimenta el fanatismo y pone en peligro a la población civil del propio Israel.
En este contexto en que una de las partes es una potencia ocupante con un arsenal nuclear, los llamados a la moderación de ambos bandos suenan como un cruel sarcasmo y como una revictimización de los millones de palestinos que sobreviven en los jirones de tierra que les quedan, convertidos por Israel en campos de concentración, si no es que de exterminio. Por ello genera indignación, aunque ya no asombra a nadie, que Washington, Bruselas y el resto de Occidente –así como los gobiernos de naciones en desarrollo sometidos a ellos– no sólo no pongan un alto al régimen de Benjamin Netanyahu, sino que lo provean de armas y de un escudo diplomático en su obcecación por llevar a Medio Oriente a una guerra total.
La única manera de frenar la barbarie consiste en cortar los envíos de armamento a Tel Aviv y, en el marco de Naciones Unidas, imponerle sanciones comerciales, financieras y diplomáticas que lo convenzan de que se terminó la paciencia global con sus prácticas genocidas. Lamentablemente, tal escenario se ve hoy más lejano que nunca.
La Jornada DdA, XX/5.779
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