miércoles, 17 de julio de 2024

EL MÁS QUE POSIBLE ASESINATO DE UNAMUNO POR ORDEN DE FRANCO

Félix Población

Tiene en cuenta Gerardo Pisarello en lo que se refiere a la muerte del autor de Paz en la guerra, en un largo artículo que también se extiende a la personalidad política de Miguel de Unamuno, un libro cuya última edición he leído recientemente, referido al posible asesinato del escritor vasco, rector de la Universidad de Salamanca, que habría tenido lugar en el domicilio de don Miguel el 31 de diciembre de 1936 y que oficialmente fue diagnosticado como una muerte repentina. Esta versión la puso en entredicho hace unos años el cineasta Manuel Menchón  con un excelente film documental (Palabras para un fin del mundo) que vino a cubrir la deuda que Alejandro Amenábar dejó con el suyo (Mientras dure la guerra) al eludir ese capítulo final de la vida de Unamuno.

El libro, del que su autor me ofreció hace un par de meses una copia que leí con detenimiento y subrayé con mucho interés, lo firma el escritor Carlos Sá Mayoral y lleva por título Miguel de Unamuno: ¿muerte natural o crimen de Estado? Henry Miller y Francisco Franco en la desaparición del escritor (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2023). 

En poco más de 200 páginas, su autor analiza, entre otros documentos, esa carta de don Miguel al escritor Henry Miller -fechada el 7 de diciembre de 1936-, en la que, además de lamentar su inicial apoyo a la sublevación militar, afirma que hay orden de asesinarle si trata de salir de Salamanca, algo que también aseguró una hija del escritor, Felisa, a la primera periodista (la norteamericana Margaret Rudd) que puso en duda la versión oficial de la muerte de Unamuno. Esa información se la había facilitado al escritor un amigo suyo que era fraile dominico.  Carlos Sá sostiene que la eliminación de Unamuno, después de su intervención en representación de Franco en un acto oficial con motivo del llamado Día de la Raza en el paraninfo de la Universidad el 12 de octubre de 1936, pudo haber sido ordenada con suma discreción por el propio general. 

 Desde que fue arrestado en su domicilio por cuestionar en ese acto la sublevación militar ("Venceréis pero no convenceréis"), don Miguel se había mostrado con los periodistas  y escritores que le visitaban en su casa igual de disconforme con la violencia ejercida por los sublevados, a los que en principio había respaldado. El suyo podría ser, por eso, un testimonio que podía contribuir -como el asesinato de de García Lorca poco antes- al desprestigio internacional del que sus promotores  llamaron "alzamiento nacional". 

El artículo de Gerardo Pisarello en CTXT (Los asesinos de Unamuno) glosa muy por encima lo que en el mencionado libro desarrolla su autor, subrayando el hecho de que en el certificado de defunción extendido por un médico -represaliado y luego premiado por los sublevados- se hiciera constar que falleció de una hemorragia bulbar, sin que se hiciera como es del caso la pertinente autopsia. Carlos Sá Mayoral afirma en su obra que fueron dos las personas que visitaron a don Miguel aquella tarde y no una, como se asegura en la versión oficial, y que hay evidencias para pensar que una fractura de vértebras cervicales altas pudo ser la causa real del fallecimiento del escritor. 

Si así fuera, su muerte habría sido similar a la que se produce cuando se ejecuta a los reos a garrote vil, algo muy habitual en la dictadura de Franco y que se prolongó hasta un año antes de la muerte del generalísimo con la ejecución del anarquista catalán Salvador Puig Antich. Una revisión de los restos mortales de don Miguel podría dilucidar incluso ahora, casi noventa años después, si ese fue en realidad el final de Unamuno. Según Carlos Sá sus descendientes se negaron a tal investigación. 

De haber sido asesinado violentamente el autor de Vida de don Quijote y Sancho, no estaría muy descaminada la versión que en su día dio la revista Estampa al afirmar que había muerto por los golpes  ocasionados por un grupo de falangistas. Dice Gerardo Pisarello al respecto, siguiendo el libro de Mayoral, de lectura muy aconsejable:

Entierro de Unamuno

"Lo cierto es que ese 12 de octubre en Salamanca Unamuno sellaría su destino. El propio Franco tomó nota de lo ocurrido y decidió que no había vuelta atrás. Al llegar esa noche a su casa, Unamuno se encontró con una guardia militar a la entrada, que ya nunca dejaría de vigilarlo. Poco después fue destituido como rector de la Universidad. A partir de entonces, y desde el recientemente creado Servicio de Inteligencia Militar, conocido como SIM, Franco ordenó espiarlo e intervenir su correspondencia. Sabía que fusilar a Unamuno, como se había hecho con Lorca, provocaría un daño considerable a la reputación internacional del régimen. Tampoco podía permitir que el filósofo expresara abiertamente sus críticas, como había ocurrido en el acto del 12 de octubre. Optó por urdir un plan más avieso: recluir a Unamuno en su domicilio, ponerle vigilancia las 24 horas, espiar su correspondencia, y buscar el momento para deshacerse de él, con el menor ruido posible. 

“Si me han de asesinar, como a otros, será aquí en mi casa”

A pesar de las amenazas veladas y directas que le comenzaron a llegar a partir del 12 de octubre, Unamuno no se amilanó. Por escrito o de manera oral, no cejó en su intento de dar a conocer, al interior y al extranjero, la desatada crueldad de los valedores de la “España nacional”.

Cuando el periodista polaco Roman Fajans, de inclinaciones conservadoras, lo visitó en su casa a comienzos de diciembre, Unamuno le dijo que Franco dejaba hacer a Falange (“el mayor de los peligros que amenazan a España”) y que seguía a pie juntillas las indicaciones de Mussolini y Hitler. Pocos días después, el 11 de diciembre, envió una carta al ABC de Sevilla en la que desmentía una noticia sobre una presunta crítica suya al “Gobierno rojo de Valencia”.

“Eso es mentira y usted lo sabe”, escribió Unamuno. “Y ahora debo decirle que por muchas que hayan sido las atrocidades de los bandos rojos, de los hunos, son mayores las de los blancos, los hotros. Asesinatos sin justificación. A dos catedráticos, a uno en Valladolid y a otro en Granada por si eran… masones. Y a García Lorca […] Y todo esto lo dirige esa mala bestia ponzoñosa y rencorosa que es el general Mola”.

El final de la misiva revela que Unamuno era consciente de que lo vigilaban y del riesgo que corría: “Le escribo esta carta desde mi casa donde estoy hace días encarcelado disfrazadamente. Me retienen en rehén no sé de qué ni para qué. Pero si me han de asesinar, como a otros, será aquí en mi casa”.

En una de las últimas cartas en vida, dirigida al escritor Henry Miller, e interceptada por los servicios de inteligencia, Unamuno volvía a mostrar su plena consciencia de que era “seguido a cierta distancia por un policía para que no salga de Salamanca […] con orden, si intento salir de ella, hasta de asesinarme”. Décadas más tarde, Felisa Unamuno, hija del autor de El Cristo de Velázquez, confió a la escritora norteamericana Margaret Rudd que su padre había sabido por un sacerdote dominico que había soldados con orden de dispararle si le veían subirse a un automóvil. 

Una orden de esta relevancia no podía venir de Millán-Astray. Tampoco de un falangista de segundo orden. De ahí que el escritor Carlos Sá Mayoral, en su excelente trabajo Miguel de Unamuno: ¿muerte natural o crimen de Estado? (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2023), apunte al superior de todos ellos: Francisco Franco, probadamente informado de manera directa por sus espías de cada paso de Unamuno.

Los indicios de una muerte violenta

La desautorización pública que el filósofo vasco realizó de un fascista despiadado como Millán-Astray precipitó su reclusión y su ostracismo interior. Su insistencia en criticar a Falange y en denunciar los crímenes del nuevo régimen tendrían una respuesta más drástica. Unamuno era entonces un hombre de 72 años. Aunque padecía algunos achaques, podía considerarse cualquier cosa menos un anciano frágil. Conservaba su carácter enérgico, estaba plenamente lúcido, y diez días antes de su fallecimiento había dado muestras de querer huir de Salamanca. Solo por eso, resultaba demasiado peligroso para un régimen cada vez más interesado en acallarlo. A día de hoy, el principal sospechoso de haber participado en una actuación violenta contra Unamuno ordenada por Franco es un militar falangista con ínfulas intelectuales: Bartolomé Aragón. Fue la última persona, de hecho, que visitó a Unamuno en su casa el día de su muerte, el 31 de diciembre de 1936.

Aragón no era amigo ni discípulo de Unamuno. Que abandonara el frente de combate para visitarlo en Salamanca un día de fiesta, no parece una casualidad. Cuando llegó a casa de Unamuno solo estaba Aurelia, la criada. Aragón era un admirador de Mussolini y dirigía un periódico falangista en Huelva. Cuando intentó mostrárselo a Unamuno en su estudio, este lo rechazó enérgicamente. Según Aurelia, hubo un momento en que se escucharon discusiones fuertes. El filósofo, visiblemente enfadado, llegó a dar un puñetazo sobre la mesa junto a la que estaba sentado. De pronto, el joven falangista notó que las zapatillas de Unamuno se quemaban en el brasero que tenía debajo de la mesa. Al dirigir la mirada a Unamuno, lo vio hundir la barbilla en el pecho: entendió que estaba muerto. Desencajado, abandonó la habitación gritando: “¡Don Miguel, don Miguel!... ¡Yo no he hecho nada!... ¡Yo no lo he matado!”

En todos los relatos del final de la vida de Unamuno hay varios extremos que llaman la atención. Uno, que Aragón aclarara que no lo había matado cuando la muerte supuestamente obedecía a causa natural. Dos, que no hubiera noticia del soldado que vigilaba constantemente a don Miguel con orden de dispararle si este pretendía huir. Tercero, que no se realizara autopsia alguna y que el único certificado médico proviniera de Adolfo Núñez, un exconcejal republicano amigo de Unamuno, que ya había padecido duras represalias del nuevo régimen y que en ese momento seguramente se encontraba amenazado.

Formalmente, Núñez dejó escrito que Unamuno había muerto de una hemorragia bulbar, un traumatismo que según los expertos no puede certificarse sin una autopsia. No obstante, existen suficientes evidencias para pensar que un acto violento precedió a la muerte y que Unamuno se resistió, golpeando su escritorio y luchando por su vida. Este forcejeo, según los expertos médicos, pudo acabar en una dislocación del cuello o en una fractura de vértebras cervicales altas. La mano homicida pudo ser la de Aragón o la de algunos de los soldados que vigilaban a Unamuno. Siempre, eso sí, con la aquiescencia de Franco.

Volver a matar a Unamuno

Sea como fuere, lo cierto es que tanto Falange como la Universidad de Salamanca se apresuraron a conjurar cualquier sospecha. Rodearon a Unamuno de honores, intentaron presentarlo como uno de los suyos, y salieron airados a desmentir una supuesta acusación de “los servicios de propaganda roja” de que Unamuno había sido envenenado (la única hipótesis de todo punto improbable ya que no se encontraron tazas o rastros de bebidas).

El relato de la “muerte natural” de un Unamuno amigo de Falange y del “bando nacional” fue dominante durante la dictadura franquista. Al menos hasta la aparición del excelente libro de Margaret Rudd, The Lone Heretic, publicado por la Universidad de Texas en 1963. Durante mucho tiempo, el trabajo de Rudd fue uno de los pocos que probaba que Unamuno se había convertido en un crítico insobornable del régimen y que había buenas razones para pensar que lo habían matado. Actualmente, las voces que sugieren que el autor de Vida de Don Quijote y Sancho acabó asesinado por orden de Franco han crecido notablemente. El libro de Luis García Jambrina y Manuel Menchón, La doble muerte de Unamuno (Capitán Swing, Madrid, 2021), y muy señaladamente, el de Sá Mayoral, son ejemplos solventes de ello.

La cuestión de fondo, a casi noventa años del golpe de 1936, es cómo evitar que Unamuno vuelva a ser asesinado con un relato plagado de falsedades y calumnias. O si se prefiere, cómo evitar que siga habiendo representantes institucionales como el alcalde del Partido Popular de Madrid, José Luis Martínez Almeida, que en pleno 2022 se atrevió a homenajear a uno de los principales responsables de su final: el golpista y criminal Millán-Astray. 

Desde luego, si lo que se quiere es que la muerte de las víctimas de la dictadura franquista no se recree una y otra vez, es fundamental dar la batalla cultural contra la mentira y la desmemoria histórica. Pero también es imprescindible realizar acciones materiales, concretas, que desarmen y quiten poder a quienes las promueven. Solo así podremos rescatar con eficacia para las generaciones presentes y futuras, la voz insobornable, de trueno, de Miguel de Unamuno. Para mirarnos autocríticamente, desde luego. Pero también para evitar que los herederos de aquel fascismo desalmado no solo pretendan convencernos, sino que aspiren a vencer". 

CTXT  DdA, XX/5.708

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