miércoles, 17 de enero de 2024

CUANDO LAS BICICLETAS ERAN PARA LOS OBREROS





Félix Población

Me habría hecho muy feliz que mis padres me hubiesen regalado una bicicleta, aunque fuera vieja, usada, de segunda o tercera mano. Pero durante mi niñez las posibilidades de tener una bicicleta eran casi tan pocas, entre las familias modestas, como las de andar con las de los pocos amigos que la tenían y que apenas te la prestaban unos minutos, y eso asegurándose de que tenías la soltura suficiente para pedalear y no golpearla con un trompazo. Sobre todo si la bici era nuevecita como la de mi amigo Carlos aquel Día de Reyes. Yo me aferraba al manillar de su flamante bici azul en el Paseo de Begoña, para que me dejara probarla, pero él se mantenía pegado al sillín impasible el ademán. En aquellos tiempos la única bicicleta que tenía al alcance, más de las manos que de las piernas, era la de mi tío Germán, el que trabajaba en la Fábrica de Aceros. Pero era tan vieja y desvencijada que había dejado de utilizarla. La mayoría del tiempo estaba como muerta, con la cadena medio corroída por el óxido, contra la pared de la galería trasera de la casa que daba a un huerto con tres higueras cincuentenarias y un pozo con el brocal lleno de calderos rotos en los que florecían los geranios por primavera. Tuvieron que pasar algunos años para que me atreviera a mover aquella bici, de pesada y alta como era. Cuando mi estatura y mis fuerzas me permitieron sostenerla por el manillar, empecé a pensar que a lo mejor podría subirme a ella algún día, una vez reparada, si es que antes no acababa definitivamente en la chatarra. Para entonces quizá tuviera una novia, como las de los obreros de la Fábrica de Aceros, que pedaleaban al paso de sus mujeres cuando salían del trabajo, maravillándome del portentoso equilibrio con el que se sostenían en el sillín a velocidad de transeúnte, manteniendo incluso el manillar con una mano y fumando con la otra. Aquellas imágenes del atardecer, con los ciclistas y sus acompañantes bajo una vaporosa neblina de invierno, con el humo oscuro de las chimeneas fabriles al fondo, hicieron mucho por mis afanes de bicicleta. La de mi tío Germán era similar a cualquiera de esas cientos de bicis que vemos colgadas en el aparcamiento de la fábrica en 1959 y que, a medida que fue pasando la década siguiente, se fue quedando obsoleto porque cada año eran menos los ciclistas obreros y más los que acudían motorizados al trabajo. Puede ser que fuera entonces cuando mi tío me regaló su bicicleta porque él ya se había comprado una vespa blanca. Lo cierto es que cuando me dio la bici y dijo que me la llevara, fue más por quitarse un trasto de la casa que por la ilusión que pudiera causarme, que tampoco fue mucha. Pudo más el hecho de que ya podía tener por fin una bicicleta que por la posibilidad de arreglarla y pedalear con ella para ir a bañarme a las playas de oriente. Sucia, oxidada, rota y demasiado pesada para un adolescente delgaducho y de precaria musculatura, llegué a prever su destino mientras llevaba la bicicleta de la mano por la carreterilla que bordeaba la fábrica en la que había trabajado también mi abuelo, al que no conocí por morirse joven, de tan cerca como tuvo los altos hornos. Me costó bastante transportar aquella bici porque las ruedas estaban deshinchadas y la trasera rozaba con el guardabarros. Una vez en mi casa, fue pasando el tiempo sin posibilidad de que alguien me arreglara aquel trasto viejo, que se hizo aún más viejo e inútil en mi habitación, debajo de la lucera que tantas lluvias hizo sonar en mis sueños, aunque yo la tocara de vez en cuando y sintiera cierta lástima por su abandono y el mío. Para dejar de hacerme daño con la impotencia cada vez que la miraba desde la cama, opté por hacer de ella un objeto ausente, como si formara parte del hueco vacío que dejaron las bicicletas de los obreros en el aparcamiento de la fábrica por los años sesenta. Fue así como acabó la época en la que las bicicletas eran para los obreros y yo tuve una de ellas totalmente inútil aparcada en mi cuarto hasta que nos hicimos los dos ausencia. Si ha vuelto a mi lado es por la imagen que ilustra lo escrito y la ha hecho rodar en mi memoria. 

DdA, XX/5.543

1 comentario:

JOSÉ IGNACIO dijo...

Mi güelu, tornero en los talleres del antiguo Ferrocarril de Langreo en El Humedal gijonés, siempre fue a trabajar en bicicleta... Y vivíamos en Los Caleros, en Roces. ¡Qué recuerdos!.

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