domingo, 31 de diciembre de 2023

MALDITO AÑO


Alejandro Céspedes

Sabemos que todo es una pura convención, que los hombres necesitan un mundo que esté ordenado. La humanidad no puede soportar la incertidumbre, por eso cataloga, hace de cualquier cosa una taxonomía. Da igual que los cajones que se inventa revienten por las lógicas impuestas. El ser humano necesita explicarse y entenderse y, para ello, en lugar de aceptarse con sus incertidumbres, obliga a que el resto del mundo se coloque y el universo se ordene a nuestro antojo. Así inventa el Big Bang, o los dioses, el tiempo y el espacio y lo que sea, con tal de que sea medible y de que salgan las cuentas.
Aceptamos que el año tenga 365 días por culpa de los sumerios, que usaban un sistema de medida sexagesimal porque contaban con las falanges de los dedos. Pero según la NASA, un año tiene 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos. ¿Qué hacemos con el sobrante? Pues que cada cuatro años no inventamos un día algo más corto que el resto (23 h 15 min y 4 seg.), se lo añadimos a un mes y queda todo arreglado. ¡Y ya tenemos bisiesto, le ponemos un día más al calendario y tan campantes! Hay que cuadrarlo todo y si hay que ir dejando en una caja aquello que no acepta nuestras cuentas, pues se deja. ¡Qué más da, si en realidad es un tiempo que ya ha pasado hace tiempo! Si siguiéramos estrictamente con la "lógica" de nuestras propias medidas ese es un tiempo que hoy ya no tenemos, nos lo hemos gastado sin siquiera darnos cuenta.
Por eso no importó que de repente, en el Concilio de Trento un papa decidiera quitar 10 días al prójimo y pasar del juliano al gregoriano. Así que el 5 de octubre de 1582 los humanos de occidente se despertaron al día siguiente y vieron que era 15 de octubre. Y todo porque otro papa en el Concilio de Nicea, celebrado mil doscientos y pico años antes, había fijado el momento astral en que debía celebrarse la Pascua: el domingo siguiente a la luna llena del primer mes lunar después del inicio de la primavera. Y a partir de esta el resto de las fiestas religiosas. Pero eso obligaba a ubicar el principio de la primavera en una fecha fija a lo largo del año: en el equinoccio de primavera para el hemisferio norte. Aquel año 325 el equinoccio había ocurrido el día 21 de marzo.
Pero fallaron las cosas -al tiempo le gusta ser travieso- y a causa de "los desfases" -y de querer tenerlo todo ordenadito, resulta que en 1582 el equinoccio ya se había adelantado al 11 de marzo y, por tanto, también la Pascua. De seguir así, según vio el papa Gregorio, la Semana Santa se iría celebrando cada vez antes y, al cabo de algunos años, cambiaría incluso de estación. ¡Y eso sí que no. No podía ser. Dónde vamos a parar! Según la Biblia, Jesucristo murió en el mes judío de nisán (en primavera). Así que el Papa, para no andar con tontadas, tomó la decisión de fijar un día inamovible para el equinoccio de primavera, el 21 de marzo y santas pascuas, nunca mejor dicho. Por fin la Pascua siempre caería en primavera. Todo ordenado otra vez. Porque en realidad eso es lo único que importa: que haya un orden, por más ficticio que sea.
Celebramos el arreglo, el engañito, la convención que nos dé un poco de certidumbre. ¡Y que luego haya gente atragantada con uvas por ir al ritmo de un golpe…!
Nos han acostumbrado a aceptar sin pensarlo que todo lo que ocurre obedece a los ciclos: que la vida es un ciclo. Pero a los ciclos les pasa igual que a las leyes de la física: no funcionan en mundos subatómicos. Nosotros, cada uno, somos únicamente un minúsculo punto subatómico que no se rige nunca por la idea del ciclo. Cuanto más descendemos en la escala hacia lo mínimo es imposible hallar nada que se repita; incluso en las acciones más repetitivas, como son en mi caso, por ejemplo, la preparación del desayuno. Cada acto es distinto, cada día también. Demos gracias a los dioses, a la física o a la mecánica cuántica, aunque yo prefiero dar las gracias a la incertidumbre. Sé que este año maldito que se acaba -según la "lógica" impuesta de los ciclos, los días, los años, los inventos que pretenden que nos sintamos seguros- no puede repetirse. El año que viene, si así queremos llamarlo, será otro, sin ciclos predispuestos, sin todas esas muertes que me han asediado este maldito año que hoy dicen que termina, sin el horror que ha sido el 2023. A la realidad le importan una mierda los deseos. Desear no modela, ni cambia o determina. En la indeterminación no hay nada cierto ni falso, y no por ello el mundo es peor. La certidumbre no es más que otra engañifa, lo mismo que los días, el tiempo y su arbitraria medida.
No son pocos los que olvidan que algo tan aparentemente ingenuo como los conceptos de verdad y falsedad, únicamente humanos, solo pueden darse en –y con– el lenguaje. Y en este sentido las palabras de Heidegger cuando dice que las leyes de Newton, antes de ser descubiertas, no eran ni verdaderas ni falsas, son de una lucidez abrasadora.
Solo la poesía, nuevamente, vuelve a ser irrefutable. Sin embargo, sus certezas nos llenan de incertidumbre. Parafraseando a Parménides, el ser es una negación del devenir. Pero, ¿qué otra cosa es el ser sino el vivir? ¿Dónde se expresa la vida sino en el acontecer? Y sin embargo hasta la poesía, al menos en mi vida, incluso en su cualidad irrefutable, conduce a los abismos de la irrelevancia. Desde qué cataratas habrá de despeñarse… En qué agua sabrá calmar mi sed. Hoy voy a brindar a solas por toda esta incertidumbre y, luego, contradiciéndome, desear… Desear profundamente que el ciclo no se repita y que este maldito año estalle como un Big Bang. Aunque yo haya dejado de creer en el tiempo y el espacio.
Aquí os dejo un poema que quiere hablar de estas cosas:
31 DE DICIEMBRE
«Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir».
FRANCISCO DE QUEVEDO
Esta noche millones de personas
–sin saber muy bien por qué ni para qué–
se van a amontonar a comer fruta.
Dirán que se celebra que este universo temporal se acaba
y se inflamarán viendo cómo un fugaz instante
deviene en otro igual de efímero y absurdo.
Exactamente igual.
Hace apenas dos meses que cambiamos
de una forma arbitraria la hora que giraba en los relojes.
Eso que se llama humanidad se fue gestando paulatinamente, sin organización, ni partición,
y sin horarios.
A lo largo de nuestro corto tiempo
–la humanidad no es más que un microinstante
en el incógnito vagar del universo–
hemos cambiado tal cantidad de veces la forma de medirlo
que esta parafernalia se convierte
en un relativismo más bien ñoño.
Y seres que a sí mismos se llaman racionales
se congregan en el gran aquelarre
de un pueril animismo que los hace creer que comer fruta
al ritmo de unos golpes arbitrarios
les cambiará la vida en el imaginado
–y también arbitrario– tránsito que comienza.
Y todos los periódicos y las televisiones
contribuyen a esta pantomima con el mismo fervor.
«Hacemos el balance de lo bueno y malo
cinco minutos antes de la cuenta atrás».
Quizá tenga razón toda esa barahúnda
y sea mejor vivir en la ilusión. Para burlar la muerte
se les ha construido este inmenso entramado.
¡Quién pudiera vivir en el engaño!
Tal vez tengan razón y la vida sea eso:
creer el propio engaño, crear el propio engaño.
Juro haberlo intentado.
He hecho mi balance de lo bueno y malo.
Incluso muy atrás, retrotrayéndome
hasta un tiempo perdido.
Lo único que encontré –y es verdadero–
es esta luz del sol en los objetos.
El sol, nuestro cronómetro…
Pero es posible que el sol, ya desde entonces,
esté formando parte de mi engaño y solo queden
«cinco minutos más para la cuenta atrás»,
para que la felicidad nos sobrecoja
y la vida, otra vez, recomenzando
se postre ante nosotros, nos conceda hoy sí, por fin, lo que hasta hoy siempre nos ha negado.
El cielo estalla en fuegos de artificio.
Un año entero más para la cuenta atrás.
Nunca nadie ofrece tanto
como el que no va a cumplir.

DdA, XIX/5.528

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