Félix Población
A cualquiera de las mujeres que encontramos en esta imagen la pudimos conocer los de mi generación con ese mismo vestuario de andar por casa, mandil incluido, y esa misma y decidida apostura para varear la lana de los colchones con resuelta determinación. Esto era algo que se hacía en nuestros pueblos, en el patio o en el campillo junto a la casa familiar, hasta bien entrados los años sesenta. Los sueños de toda mi niñez tuvieron su acomodo en colchones de lana, más acogedores y más cómodos cuanto más vareada estuviera esa apreciada materia que los conformaba.
Esta labor solía hacerse una vez al año, llegado el verano, para que el trabajo pudiera realizarse a la intemperie sin riesgo de lluvia y favorecer la expansión por el aire del modesto polvillo que se levantaba y que a mi me hacía estornudar repetidamente. Entonces, cuando fallecía un familiar en la casa -generalmente los abuelos-, si se quería reutilizar el colchón de la cama en la que habían muerto, era requisito imprescindible lavar la lana del colchón y proceder a su vareado.
El cochón de lana, que fue sustituido de una manera creciente a mediados de los años sesenta por los colchones Flex (dijo Flex y se durmió, según la propaganda al uso), solía estar compuesto por una funda con rayas rojas o azules y blancas, o también con flores blancas difuminadas. El de lana era el colchón más habitual, aunque entre las familias más modestas se llegaba a usar el colchón de paja, que en Asturias también podía ser de hojas de panoja de maíz. También los había de algodón y miraguano, fibra esta última muy ligera, suave e impermeable, que solía emplearse más para rellenar almohadas y cojines.
Para varear los colchones de encargo estaban los vareadores, oficio practicado mayoritariamente por mujeres y por entonces bastante solicitado, si bien en las familias con menos posibles se evitaba ese gasto, haciendo las mujeres de la casa la faena, que se iniciaba con el descosido de la funda para sacar la lana del apelmazado colchón, cuyo lisura daba a entender lo incómodo que debía de ser para el durmiente conciliar el sueño. Después de lavada y secada al sol la lana, se procedía al vareado con largas varas de mimbre o de avellano, que al cortar el aire emitían un sonido vibrante muy peculiar. A mayor destreza de la vareadora, mejor se rompían las pelotas de borra y más suelta quedaba la fibra con el consiguiente y necesario esponjamiento de la materia.
Recuerdo haber intentado esta tarea de guaje con el mismo desacierto que advierto en el niño de la fotografía, muy lejos de la pericia que se percibe en el proceder de varias de las mujeres. Se trataba de un trabajo duro que tenía como consecuencia un mejor y reparador descanso en la cama, por lo que una vez terminado causaba la correspondiente satisfacción en quienes lo hacían, al comprobar hinchada la lana y la vedija suelta. Lo siguiente consistía en distribuirla de modo igualado y regular por el interior de la funda, procediendo a su cosido. Para que la lana quedara estable en el interior, la última labor consistía en atar las trenzaderas con largas agujas de embastar que se ensartaban por los los ojales de metal superiores e inferiores de la funda. Había quien antes de cerrar el colchón introducía bolitas de alcanfor para preservar de insectos la lana. El resultado, en comparación con el colchón liso anterior a la tarea, era un colchón mullido y tentador que invitaba a los pequeños de la casa a tirarse encima tomando carrerilla.
Todo esto, que he consultado previamente para cerciorarme con datos de la borrosa imagen que guardo en mi memoria, solía hacerse en el norte cuando los días eran azules y despejados, sin riego de lluvia. Asocio la imagen de las mujeres vareando con sus rostro mojados por el sudor, por lo que, además, muy posiblemente esos días hiciera calor y fueran los que, de vez en cuando, pasaba en la casa de mi abuelo en La Braña, con la abuela Encarna protagonizando el vareado con más enérgica pericia.
No tengo certeza ahora de si en alguna ocasión coincidieron esas actividades con el uso por mi parte del colchón limpio y mullido, pero posiblemente sí porque tengo la sensación retrospectiva de que eso es algo de lo que disfruté alguna de aquellas noches en las que solía acostarme con las imágenes de lo vivido. En este caso las de una mujeres recias y sudorosas, con pañuelos en la cabeza, vareando con preciso y persistente denuedo en el campillo próximo a la casa familiar la lana apelmazada y haciendo vibrar el aire azul y cálido del verano con sus varas de avellano, en un entorno muy similar al de la fotografía.
Vaya para ellas el recuerdo de mi gratitud, extensible a todas aquellas que contribuyeron a que los sueños de los niños de mi generación fueran más amables y acogedores en un tiempo que todavía arrastraba demasiadas carencias y orfandades.
DdA, XIX/5.495
2 comentarios:
Gracias por el recuerdo.
Gracias por tu lectura, Covadonga.
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