Somos una conversación.
Hölderlin
Felipe Alcaraz
El viaje a Granada desde Sevilla es largo, sobre todo un día de lluvia y viento. Pero da tiempo a planificar los dos días que vamos a pasar en la tierra de la “malafollá”, ese especial sentido del humor, descarado y tierno a la vez, tímido pero algo insolente a la hora de atreverse a decir lo que se siente de verdad, por encima de la convención. Da tiempo, por ejemplo, a investigar el camino que hay que coger, haciendo los arabescos necesarios, para llegar a la casa del pintor Andrés Vázquez de Sola, en Monachil, un pueblo enclavado en las faldas de Sierra Nevada, que se derrama en cuestas y nieblas hasta la cercana ciudad. Da tiempo también a prepararse para la explosión constante de carcajadas de un pintor genial que combina como nadie la chirigota gaditana con la malafollá granadina.
Preparamos bien la irrupción en la casa-estudio de Andrés, sabiendo que tenemos que sustituir la extensión por la intensidad, ya que él no quiere perder un minuto, a sus 96 años, y necesita encerrarse todos los días en su estudio, para pintar o escribir. Es algo que no va a declarar, pero nosotros lo sabemos y pretendemos no robarle demasiado tiempo. Eso sí, planificamos los regalos: vino, libros y pasteles de la confitería más antigua de Granada, que nos ha dicho por la mañana temprano que los pasteles salen a eso de las once. A las doce intentamos aparcar el coche en una de las cuestas imposibles de Monachil, con la tentación no solo de echar el freno de mano sino de atarlo a algún árbol. Y nos acercamos con los paquetes, a través de una lluvia benigna, Pepa, Joaquín y yo.
Está muy delgado. Es como si abrazaras un paraguas cerrado. Conserva su desparpajo, justificando su delgadez: “No estoy mal comido, sino mal follado”. Y su explosión de risa. “Pasad, pasad y sentaos, poneos cómodos, romped algo”. Angélica, su compañera, enciende todas las luces a esculturas, dibujos, cuadros de distintos tamaños, molduras antiguas y juncos modernos. Decenas de cuadros, pero ninguno suyo, que no ha colgado jamás en la casa, por un extraño pudor. Los suyos están arriba, perfectamente “archivados” en paneles y correderas. “A ver si se los llevan”. En principio unos quinientos, la tercera parte, porque han llegado a un acuerdo con el Ayuntamiento de San Roque, nos comenta Angélica, para instalar el Museo Vázquez de Sola en una casona cuyas obras de acondicionamiento están muy avanzadas. “Por fin”, dice él. “Han sido más de veinte años de perseguir la idea. Pero ahora la madre madrastra, esta patria nuestra, empieza a portarse algo más soportablemente con este hijo irreverente, que cada día es más rojo. Y eso que al actual alcalde, que iba en una lista, le opusimos otra candidatura que cerraba yo. Pero en fin, al final comprendió. Yo no podía hacer otra cosa”.
Hablamos de política, de cultura y de todo lo demás. Nuestras intervenciones parecen prolongaciones, como un discurso único, una conversación a coro. El intento de exterminar lo que queda de Palestina nos quita el sueño. No valen silencios ni equidistancias. El programa de las “cositas” no puede sustituir una posición contundente, o seríamos otra cosa. O quizás somos otra cosa, aun incipiente. Nosotros, los de antes, no somos los mismos; como si ya no esperásemos la revolución. Han cambiado las cosas. En el futuro de Europa crece el neofascismo, y, a la vez, cosa impensable, decrece y aun desaparece la izquierda. La izquierda, ¿eh? No somos progres, somos rojos. Como si se impusiera el fetichismo de la mercancía. Ahora el fetichismo de la política. No son ya proyectos, sino algo así como performances, sin programas ni militantes, sin lucha ideológica. Todo es mercado. Aquel grito de los coetáneos de Marx: ¿qué es más importante el agua o los diamantes? Y decae el concepto de organización. Así estamos. Como quien contempla la autopsia de una derrota cultural. Pero desde la resistencia. Sí, no cedemos. Derrotados, pero no vencidos, porque no queremos sentir y pensar como los vencedores. Por eso la resistencia. Por eso la irreverencia. Como quien no acata. Como quien se atreve. Como quien sigue defendiendo el valor de uso. ¡El agua es mucho más importante que los diamantes! Y hay pobres, aunque no se vean, muchos pobres, aunque las políticas, en forma de mercado electoral, se dirijan fundamentalmente hacia ese centro de las capas medias.
Un silencio. Una pausa. Tomamos una copa de tinto que se cuela como el terciopelo. Andrés está exponiendo cuadros en Almería, hasta marzo. Son caricaturas. No, etopeyas. Ahora, nos dice Angélica, las llamamos etopeyas, porque hay un contexto, una ética, una pintura donde se juntan la persona y el personaje, lo exterior también, y un sentido ético, y los colores y las líneas tienen entonces otra dimensión, y no hay que separar una imagen de, por ejemplo, mil palabras. Hay un tono distinto. Y como una explicación, como quien mira al otro lado del espejo, o al espejo deformante. Concluye Andrés: Quien quiera realismo que se compre una máquina de fotos.
Fuera llueve, algo más fuerte. Los forasteros nos miramos pensando que el tiempo ya se ha acabado. Andrés se pasa mucho tiempo pintando. No es como antes, pero hay que aprovechar el tiempo. A partir de los noventa tienes prisa. Un cierto tipo de prisa. Sin miedo, pero sabiendo que queda poco. La vejez no es para cobardes, dijo la mejor Bette Davis. Nos vamos. El ruido de los cuerpos poniéndose de pie. Despedidas austeras, pero sentidas. Abrazos. Miramos atrás un par de veces, mientras avanzamos hacia la puerta atravesando un pequeño patio forrado de plantas. “A ver si no es la última vez que nos vemos”, dice Andrés.
MUNDO OBRERO DdA, XIX/5.497
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