Desconozco si alguien en Francia tuvo a bien escribir esta historia, pero si es tal como se cuenta aquí, resulta obvio que es una historia merecedora de recrearse con todo el respeto y admiración debidos sus protagonistas, sobre todo a la gran Edith Piaf, cuyos restos mortales descansan en el cementerio parisino de Père Lachaise, donde cobra vida el olvido.
En 1962, cuando ella tenía 46 años, la cantante francesa Edith Piaf se enamoró locamente de un joven de origen griego que era 20 años menor que ella. Lo rebautizó como Théo Sarapo y cambió su profesión de peluquero por la de cantante y actor. Pese a que se le puso la etiqueta de aprovechado, ella no se cansó de decir que no, que él la amaba, y costaba poco creerlo cuando se les veía a los dos cantando o en momentos cotidianos, los breves momentos cotidianos que le permitía vivir su organismo cada vez más deteriorado.
Un año después de su matrimonio Edith Piaf murió y el mundo supo que, efectivamente, Sarapo era su heredero universal. Lo que nadie supo entonces, por qué él se ocupó de ocultarlo, es que lo que en realidad había heredado era cuantiosas deudas. Durante siete años se ocupó de saldarlas una a una para que el buen nombre de su mujer no se empañara, para lo cual hubo de retomar su carrera en solitario. Y una vez que lo consiguió, y sin permitir nunca que el nombre de Edith Piaf cayera en el olvido (algo muy difícil ya que Piaf fue y es un mito), se suicidó siete años después estrellándose con su automóvil en 1970.
DdA, XIX/5.483
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