Félix Población
Le tengo en mucha estima y consideración a Jerónimo Granda. Bien está por eso, pero sobre todo porque se lo merece, que la Sala Galileo de Madrid tenga en cuenta por fin a uno de los cantautores satíricos con más gracia e inspiración de este país, donde tan poco se da ese talante creativo que tanto necesitamos. A los 78 años de edad muy bien llevados, y con no pocos también de canturía con su guitarra, es hora de que don Jerónimo debute en Madrid y lo haga con buena voz y talante.
Como no podía ser menos en quien tan bien afina a la hora de componer sus letras sobre la actualidad patria, Granda aprovechará la ocasión para estrenar en la capital de este reino en declive su última canción, dedicada a un tal Rubiales, a la que acompañarán otras que de seguro serán bien acogidas por el respetable, entre ellas probablemente las concebidas respecto a toda la saga borbónica, siguiendo la satírica tradición que la acompaña.
El debut matritense de Jerónimo Granda en la Sala Galileo Galilei tendrá lugar el próximo domingo, día 10 de septiembre. No estaremos allí, como quisiéramos, pero sí esperamos estar representados para saber qué tal le fue a Granda en la villa y corte. Ignoro si la memoriosa anécdota del fornicu estará entre las que suele contar el cantautor para amenizar su concierto, aunque puede que por deslocalización territorial no la tenga en cuenta. Sí lo hizo en 2013, no se si por vez primera, en un recital ofrecido en el Ateneo Obrero de Villaviciosa (Asturias) entre el general regocijo de quienes lo disfrutaron.
Allí glosó Granda, según vídeo adjunto, el pecado de la carne durante el nacional-catolicismo a cuenta de aquella vieja cocina de carbón made in Vasconia que nos dio no sólo de comer a las generaciones septuagenarias, sino también algo de calor en la húmeda y desapacible frialdad de aquellos nublados inviernos preñados de lluvia. Jerónimo Granda consigue con su peculiar humor narrativo a la gijonesa lo que no había humor que pudiese combatir en aquel ominoso tiempo de silencio: hacernos reír a costa de los que nos costó a muchos miedo y lágrimas.
De la edad de mi hermano mayor, educado entre jesuitas durante su adolescencia en el mismo colegio que sirvió de escenario literario a Ramón Pérez de Ayala para su novela A.M.D.G. (excelente la edición de Cátedra), los dos nos criamos acongojados por las llamas del infierno que sermoneaba obsesiva la clerigalla desde los púlpitos y también a la oreja demasiado cercana de nuestros tiernos tímpanos en la oscuridad de los confesionarios, en el momento de las admoniciones absolutorias que daban instantánea pulcritud a nuestras almas extraviadas.
Sus todavía privilegiados herederos reclaman en nuestros días libertad de enseñanza, sin haberse disculpado apenas por su decidida contribución para acabar con la de todo un país durante decenios y sembrar de contriciones y pesadumbres la niñez de varias generaciones. Ignoro si Jerónimo Granda le ha dedicado al asunto, guitarra mediante, alguno de sus cánticos, porque lo del fornicu bien merecería copla alusiva.
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