Iris Mir
De mi bisabuelo sólo queda su firma. Ni recuerdos ni memorias. Nadie hablaba de él, de las cosas que con él habían compartido. Se lo llevaron en plena posguerra, en octubre de 1939, a golpe de bala contra uno de los muros del cementerio de Barbastro. Sucedió antes de que sus hijos tuvieran la edad suficiente para poder empezar a conocer el tipo de persona que era mi bisabuelo, quedándome yo sin la oportunidad de saber más de él a través de las historias que mis antecesores podrían haberme contado.
Mi bisabuelo pagó el precio de su compromiso por la libertad que yo ahora disfruto. Gracias a muchas personas como él yo nací en democracia. La firma de mi bisabuelo es clara. Nombre y apellido aparecen sin tachar. La última letra se alarga casi hacia el infinito onduladamente y de forma curvilínea y acaba ahí donde mi bisabuelo decidió que se acabara. Su firma es también el único testimonio que tengo de su determinación y coraje. La trazó sin temblar en el expediente del juicio sumarísimo que se elaboró en su contra.
En ese momento, en la comarca de Somontano más de quinientos republicanos fueron acusados de adhesión a la rebelión durante la Guerra Civil española. Localizar todos los documentos vinculados al consejo de guerra que decidió ajusticiarlo ha sido una ardua tarea. La falta de protocolos y procesos claros y simplificados para que los descendientes de los represaliados republicanos podamos localizar información sobre nuestros antepasados, solicitar su amnistía y exhumar sus fosas comunes es irrespetuoso por parte de un país que ya suma más de cuarenta y ocho años de democracia. La frialdad con la que en España se nos ha impuesto recordar nuestra amarga historia y el legado del dictador Franco es espeluznante. En el colegio, a nosotros la primera generación nacida en democracia, nos explicaron la Guerra Civil y la dictadura como algo del pasado.
Resulta irónico si tenemos en cuenta que fuimos los primeros en beneficiarnos plenamente de un estado del bienestar y de los mismos valores democráticos que le costaron la vida a mi bisabuelo y sus compañeros. Nosotros, las terceras generaciones, deberíamos ser los más interesados en guardarlo en la memoria y proteger el valor que la democracia tiene para nuestras sociedades y para nuestro futuro. En su lugar, se nos presentó nuestra libertad como una especie de moneda de cambio para que dejásemos de preguntarnos por qué gente como mi bisabuelo no descansaban en nichos donde poder ser recordados y por qué todavía hoy se nos niega el derecho a llorar a nuestros muertos.
Hará unos dos años que empecé a buscar información sobre el fusilamiento de mi bisabuelo. He leído todo tipo de documentos en los que se detallan cosas horribles. Entre ellas un papel totalmente machacado por el paso del tiempo donde aparece la lista de los siete “rojos”, incluido mi bisabuelo, contra los que abrieron un consejo de guerra conjunto. Al lado de sus nombres escritos a máquina, aparece una cruz marcada con lápiz de color rojo. A su lado, escrito a mano con tinta de color negro, se verifica que las órdenes de ajusticiarlo se han cumplido: ejecutado.
Es poco democrático que uno tenga que navegar solo documentos de este calibre como si personas como mi bisabuelo ya no tuvieran alma alguna. Como si sus vidas ya no pertenecieran a nadie. He perdido la cuenta de cuántos correos electrónicos he enviado pidiendo ayuda y solicitando información y documentos de archivos, personas y organismos con la capacidad de proporcionar algún tipo de pistas. Es un auténtico trabajo de arqueología que tiene como único propósito desenterrar los restos de personas que, como mi bisabuelo, yacen todavía bajo tierra en una de las fosas comunes del Somontano.
Sus hijos fallecieron antes de poder recuperar el cuerpo de su padre y darle sepultura. Yo, como tercera generación, espero poder devolverle a mi bisabuelo la dignidad que él plasmó en esos documentos al negarse a firmar esa hoja en la que se confirmaba su sentencia. A veces, es mejor no pasar mucho rato imaginándose cómo fueron esos eternos días que compartió con miles de presos en el calabozo de la Prisión de las Capuchinas, en condiciones inmundas. Fue detenido el día 1 de abril de 1939, justo cuando Franco dictó que la Guerra Civil había terminado y esperó entre rejas, durante seis meses a que llegara su hora.
Ahora somos las terceras generaciones las que estamos esperando que la España democrática nos devuelva a todos nosotros los cuerpos de nuestros familiares olvidados. Llegados a este punto a mi personalmente, lo que menos me importa es entrar en debates sobre ganadores y perdedores, víctimas y verdugos. Tampoco me interesan los juegos de odio. Quizá hay algo de cierto en eso de dejar de mirar atrás para poder seguir adelante. No lo sé. Pero cuando pienso en el futuro, lo que más me urge es poder dejar de avergonzarme de cómo el país que me vio nacer ha sido incapaz de implementar mecanismos de reparación humanos, dignos y propios de un lugar que tiene la madurez democrática suficiente para construir una memoria histórica y un futuro con sentido para todas las partes implicadas. Y así darle a la memoria de gente que como mi bisabuelo lucharon por la libertad algo más que una firma en el expediente que les condena a pena de muerte. Todos esos hombres y mujeres que yacen bajo tierra y sobre cuyos cuerpos nosotros paseamos a diario merecen el derecho a una sepultura digna. También para que nosotros podamos finalmente honrar su muerte y recordarles con flores que lleven su nombre.
Ronda Comunicación DdA, XIX/5.404
No hay comentarios:
Publicar un comentario