lunes, 29 de mayo de 2023

SIN MEMORIA DE FÉLIX SUÁREZ POLA

 


Félix Población

En la imposición de la Cruz de Alfonso X el Sabio al maestro Manuel Martínez Blanco, me apuntan que en la foto están el cura don Félix, el alcalde de Gijón Cecilio Oliver y la concejala Carmina Manjón. Corren los primeros años de la posguerra, como se puede advertir por una de las imágenes más habituales del dictador en los centros oficiales, situada a la espalda de los protagonistas de la instantánea, cuando gastaba capa para fotos oficiales del régimen, por aquello de por el imperio hacia Dios.

Al cura don Félix Suárez Pola lo reconocerán en la instantánea muchos de los alumnos del instituto Jovellanos que bastantes años más tarde asistirán a los últimos cursos del clérigo antes de su fallecimiento. Ejercía entonces, además de como profesor de Religión, de jefe de estudios del citado centro, ubicado en el viejo edificio de la Plaza del Parchís, llamada por entonces del Generalísmo en honor a quien la iglesia católica de don Félix aclamó como Caudillo por la gracia de Dios.

Todo ese alumnado que lo soportó coincidirá en el rigor y severidad con la que este sacerdote, que medio ocultaba su mirada inflexible tras los cristales oscuros de unas gafas de pasta, trataba al personal discente, hasta el punto de ser él quien estaba al frente del encierro dominical vespertino con el que eran castigados, en un aula de la primera planta próxima junto al lugar en el que él mismo presidía la izada de bandera semanalmente, aquellos que durante los días lectivos se habían mostrado más indisciplinados.

Alguna vez estuve entre esos alumnos, cuyo único deber consistía en mantener un religioso silencio, hincar los codos en el pupitre y mantener la vista fija en las páginas de un libro sin ningún provecho, pues de lo que se trataba era del castigo por el castigo, manteniéndonos inmóviles y callados. En ocasiones, a ese castigo se sumaba un encuentro previo con el cura en su sombrío despacho, situado en una esquina interior del claustro y cuya sola penumbra acongojaba a quienes debían presentarse dispuestos a ser abofeteados por sus infracciones, al tiempo que el sacerdote los amonestaba verbalmente, haciendo sonar los tortazos al compás de su reprimenda. Creo recordar que sobre la mesa del despacho de don Félix había una calavera, quizá por aquello de mantener en su memoria que polvo somos y en polvo nos tornaremos. Esto último es algo que, si bien creo recordar, dejó a consulta de quienes hayan frecuentado el instituto por esos años.

Tengo un borroso recuerdo de que aquellas escenas con la puerta del sombrío despacho abierta, al objeto de amedrentar al resto del alumnado que pasaba por esa zona a la hora del recreo, provocaban en mi natural timidez y comedimiento una chispa interior de rabia y rebeldía. Tampoco sabría decir qué me encorajinaba más, si la fría actitud de sacerdote abofeteando a uno de mi compañeros o la obligada mansedumbre de éste recibiendo unos tortazos que en mi caso nunca sufrí.

Al tratar de buscar en Google referencias sobre este fosco sacerdote que durante muchos años presidió las izadas de bandera en el patio porticado del instituto los lunes y sábados, mientras coreábamos los himnos patrióticos propios de la dictadura, no encuentro más que una sola alusión muy de pasada en la que se le califica escuetamente de cura nacional-católico. Soy consciente, sin embargo, de que este personaje fue una personalidad local de renombre -según refleja fa fotografía que ilustra este artículo-, muy vinculada a la vida escolar de cuantos niños y adolescentes estudiamos en aquel centro, por lo que no deja de extrañarme el silencio histórico cernido sobre su ejercicio docente.

Fue estudiando cuarto de bachillerato, una vez trasladados al nuevo edificio en la avenida Fernández Ladreda, actualmente de la Constitución, cuando don Félix falleció de repente, al día siguiente de que nos hiciera el examen escrito trimestral, cuyos papeles quedaron encima de su mesita de su última noche, según comentó alguien. Recuerdo haberme sentido impresionado por la inesperada noticia, como todos mis compañeros, pero también tengo la convicción de no haber sentido la más mínima tristeza por su muerte.

Tampoco puedo decir que la celebré, pero sí que cuando todo el alumnado asistió masivamente al funeral celebrado en la iglesia de San José, próxima al piso en el que residía en la calle Asturias, en lugar de recitar las oraciones propias de la ocasión, no dejé de pensar en aquellas adustas admoniciones con las que nos obsequió un día en clase, referentes a la pecaminosa actitud de las alumnas del centro, por entonces separadas de las aulas masculinas, en cuyas tentadores enredos lascivos podíamos caer si nos dejábamos llevar por sus embelecos.

Habría dado algo por cometer alguno de aquellos pecados de la carne con los que nos hostigaba de continuo el clero y seguir los impulsos vitales de mi naturaleza, más que nada porque entre el alumnado femenino estaba quien había hecho despertar mi sexualidad. Aquel cura sombrío y obstinado en redimirnos del sexo no podía tener razón -pensaba quizá durante la homilía laudatoria en su honor-, porque las sensaciones que había provocado aquella adolescente asomando a mi vida desde la ventana del reloj, una maña de mayo, fueron de lo más hermoso que me ocurrió en aquellos años.

Ni siquiera una autoridad como la eclesiástica, tan principal y efectiva en sus proscripciones durante aquellos ominosos años, pudo manchar nunca aquellos sentimientos vitales que afloraron en mi pubertad.

DdA, XIX/5.359

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