Pedro Luis Angosto
Cuando a finales de la década de los años veinte del siglo pasado se
comenzaron a construir los primeros edificios de la Ciudad Universitaria de
Madrid, Manuel Azaña escribió la profunda
desazón que le producía la atávica costumbre española de cortar árboles antes
de iniciar cualquier obra. La Ciudad Universitaria se proyectó sobre unos
terrenos boscosos situados en Moncloa que pertenecían a la Corona y al Estado:
Antes siquiera de que se hubiese acometido la construcción de la primera
Facultad, se procedió al desmonte y tala de una enorme cantidad de árboles que
para nada impedían la ejecución de las obras. Sería, bastante después
cuando Juan Negrín, secretario de la Junta de Edificación,
prohibiera las talas injustificadas.
Aquello sucedió durante la dictadura de Primo de Rivera siguiendo una
costumbre ancestral de los gobernantes españoles, que desde antiguo pretendían
demostrar su poder agrediendo de forma irracional e insensible a
uno de los seres vivos más bellos y necesarios de la Naturaleza. Muchas veces,
hablando con mi padre de ese odio inexplicable en un país tan árido como el
nuestro, me decía que además del desprecio de los poderosos, los árboles también
tenían un enemigo popular, porque las gentes del pueblo que trabajaban
de sol a sol por dos perras gordas, veían como en lo alto de la finca,
los amos pasaban los veranos solazándose a la sombra de olmos, almeces y
plátanos mientras ellos se rompían las espaldas segando bajo un sol
impenitente.
Manuel Azaña escribió la profunda desazón que le producía la atávica
costumbre española de cortar árboles antes de iniciar cualquier obra
Un día, ya lejano, caminaba por una senda entre árboles frutales. Era una
ruta que solía hacer con mucha frecuencia, una huerta frondosa, surcada por
acequias de aguas cristalinas, rodeada de montañas azules. Pese a que la
conocía como si fuese mi casa, siempre me detenía bajo un hermosísimo avellano
que me sorprendía como si fuese la primera vez. Al cabo de un tiempo, me
encontré al dueño de la casita, del bancal y del avellano, un buen hombre de la
huerta que había trabajado toda su vida como un mulo. Hablamos un largo rato y
al final le dije que estaba enamorado de su avellano. Me dijo, sí
es muy hermoso, pero no da frutos y no va a vivir mucho más. Y era cierto, era
un avellano borde, aunque su belleza no estaba en los frutos sino en su
frondosidad, en su porte, en su sombra, en su amistad. Llegado
septiembre, el árbol fue convertido en leña. No puedo negar que
cuando volví a pasar por aquel camino sufrí un enorme disgusto, tampoco que
intenté comprender a mi amigo que tenía un trozo pequeño de tierra y quería
sacarle provecho, pero desde entonces en el lugar en el que reinaba aquel árbol
majestuoso no hay nada, como no hay nada en los cientos de hectáreas de mi
pueblo en los que se han arrancado miles de árboles esperando a que llegue
el urbanizador privado que convierta los bancales en hormigón,
sueño con el que viven cientos de personas que maltratadas por el dios mercado
no saben qué plantar o sembrar en sus predios.
Hace unos días asistí por enésima vez a una tala salvaje de árboles
urbanos en la ciudad de Alicante. El Ayuntamiento regido por el Partido
Popular y Ciudadanos con el apoyo imprescindible de Vox, había decidido
peatonalizar una de las calles más bellas de la ciudad, la de la Constitución.
Es una calle no muy larga llena de bellos edificios de finales del siglo XIX y
principios del XX que parte del monumental Mercado Central y acaba en el no
menos espléndido Teatro Principal, una calle que seguía los planeamientos
urbanos del gran arquitecto Guardiola Picó, quien quiso hacer de la ciudad un
pequeño París bañado por el Mediterráneo, dejando para ello muestras del tipo
de construcción que debería hacerse en las esquinas del ensanche y que el
franquismo destrozó con un urbanismo consistente en destrozar la ciudad para
siempre.
Cientos de hectáreas de mi pueblo en los que se han arrancado miles de
árboles esperando a que llegue el urbanizador privado que convierta los
bancales en hormigón
Cualquier proyecto de peatonalización de una calle es un avance para la
ciudad, para el disfrute de los ciudadanos a los que se libera de humos, ruido
y atropellos. Durante el franquismo se dio patente de corso a los constructores
del régimen, permitiéndoles demoler calles y edificios emblemáticos, destruir
bulevares, edificar en lo que era de todos y transformar ciudades pobres y
hermosas en otras también pobres pero horrendas. El resultado fue, sobre todo
en el Mediterráneo, la aparición de ciudades caóticas, carentes de
personalidad y de difícil recuperación. La democracia rescató la tradición de
jalonar las calles con arboledas y cierto deseo de reverdecer la ciudad, que
sucumbió cuando Aznar y Rato volvieron
a dar barra libre a especuladores, promotores y constructores, hecho muy
constatable en Alicante y su litoral.
La remodelación de la Avenida de la Constitución de Alicante -es un ejemplo
que se repite en cientos de ciudades españolas- está siguiendo la tradición
palurda del pasado más patán. Adornada desde hace décadas por melias -árbol de
origen japonés muy bien aclimatado del que se desprende un fruto con el que se
hacían santos rosarios-, que proporcionaban sombra y belleza, el Sr. Alcalde y
sus concejales decidieron que para acometer las obras no había nada más
adecuado que arrancarlas, de manera que el cemento armado brillase en
todo su esplendor. Ahora, pese a las protestas de miles de ciudadanos, la
calle está desierta, ayuna de verde, descarnada, desnuda, como la mayoría de
las calles de la ciudad, donde se sigue pavimentando sin consideración a la
belleza, sin amor a la ciudad, sin el deseo de hacerla cada día más agradable a
los de dentro y a los de fuera, sin pararse a pensar ni un sólo segundo
que el cambio climático está
convirtiendo a las ciudades de España en lugares difícilmente habitables
durante los cinco meses de crudo verano en los que no es nada difícil alcanzar
los cuarenta grados con porcentajes de humedad altísimos.
La remodelación de la Avenida de la Constitución de Alicante -es un ejemplo
que se repite en cientos de ciudades españolas- está siguiendo la tradición
palurda del pasado más patán
Está comprobado científicamente que las calles bien arboladas, es decir
aquellas que cuentan con árboles frondosos bien cuidados, llegan a tener una
temperatura 10º menor que las que carecen de ellos. También que la
forma más eficaz de combatir el calor creciente con que la naturaleza premia
nuestros desafueros, aparte de reducir las emisiones de gases contaminantes, es
plantar árboles, convertir las ciudades en bosques, eliminar el cemento y el
asfalto en la medida de lo posible, romper con el urbanismo depredador que ha
convertido nuestras ciudades en hornos de combustión infinita. Sin embargo, hay
quienes desde el poder municipal piensan que el cambio climático no
existe, que las temperaturas cada vez más extremas del estío no son reales,
que el mejor árbol es el árbol caído o el que está en el aserradero, olvidando
que las ciudades más bellas del mundo no existirían sin ellos, que el hombre no
podría respirar en su ausencia y que ni los pintores ni los poetas del futuro
tendrán dónde inspirarse si los depredadores siguen imponiendo la ley de la destrucción
y la fealdad.
Nueva Tribuna DdA, XIX/5.372
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