Enrique del Teso
Leer la crónica de Almodóvar sobre los Óscar es lo más parecido a ver un documental. Sus palabras agolpan gente, encuentros rápidos, frases sueltas, nombres, murmullos, sofás, cuartos o manos que te peinan. Escribe como llevando una cámara a cuestas. Y al final hizo notar que no había hablado del puñetazo de Will Smith. No sé si decir eso redobla su silencio sobre la cuestión o lo contrario. Seguramente hizo bien en no enredar la mundanidad del cine con el incidente. Pero esta semana, además de la gala de los Óscar, fue el cumpleaños de la Ley Mordaza, nos llegó la primera factura de luz de la guerra, siguieron cayendo bombas y también supimos que el principio neoliberal de que cada uno pille lo que pueda manda más que la Constitución en tiempos de calamidad. El amor de Will Smith fue como una flor entre tanto infortunio. Almodóvar prefirió no hablar de él, pero es humano oler el amor y dejarse llevar por sus vahos en medio de la adversidad.
Porque fue amor. Comparto la intención y el mensaje de quienes escribieron sobre este asunto, pero no su empeño en desligar el amor de la conducta de machito descerebrado de Will Smith. De hecho, lo más dañino de la escena, aparte de la bufonada machista en sí, es el refuerzo del tópico cultural de que donde hay amor no cuenta la ética, como si en brazos de esa «dulce renunciación» no existiera el bien y el mal. La serie Chernóbil muestra las caras del desastre nuclear trenzando varios hilos argumentales. Uno de ellos es el de un bombero joven afectado por la radiación, su agonía inconcebible y la desesperación de su mujer embarazada por acompañarlo y estar con él. Vemos a esa mujer en el asalto al hospital, mientras el personal intenta desesperadamente contener el alud de gente llena de tanto amor que no puede evitar provocar aún más caos dentro de un hospital en lágrimas. La vemos, pese al ruego dolorido de las enfermeras de que no tocara a su marido para no coger la radiación, ocultando su embarazo y abrazándolo, porque estaba enamorada; luego, tras una noche de aullidos de su marido al límite de todo lo imaginable, la vemos encarándose y ofendiendo a la enfermera que no había estado allí, porque era tanto su amor que no podía oír que todo el hospital estaba lleno de aquellos aullidos y que no daban abasto, ni podía ver que esas enfermeras estaban agotadas y morirían pronto por atender desesperadamente a quien podían y como podían; el amor, ya se sabe. Yo no la tragaba.
El primer resorte para afear a Will Smith es negar que su conducta fuera de amor. Se entiende que si fuera amor no habría violencia y no habría una manifestación machistorra de posesión. «El amor te hace hacer locuras», dijo Will Smith, con el sobreentendido de que siendo amor hay algo de justificación, incluso de belleza o nobleza. En una película rutinaria y del montón de Michael Douglas, hay de repente un segundo de inteligencia concentrada que pincha como un alfiler. Su antagonista le dice para explicar la situación: «nos queremos, señor». Y Douglas se le encara irritado: «¿y ya está?». No se puede decir con menos palabras que el amor es irrelevante para la responsabilidad de las conductas.
El amor es como la búsqueda de la felicidad. Todos entendemos que la gente se ponga en forma, lea, estudie y se divierta para ser más feliz. Pero también entendemos que no se justifican robos o daños porque el perpetrador buscaba la felicidad con el botín. El amor es una emoción dulce o amarga, que mueve a la protección o a la agresión, que estimula el desarrollo de la persona amada o su anulación. Muchos maltratadores y asesinos aman a la persona que asesinan. Es dañino pretender que el amor solo endulza y empeñarse en que donde hay maldad es que no hay amor, porque eso mantiene el tópico tóxico de que las conductas enamoradas no admiten sanción ética. Y así el enamorado interioriza que no hay nada moral ni inmoral en lo que se haga con amor. Sí hay amores que matan.
El amor a la familia está en casos sonados de corrupción y nepotismo. El amor cierra círculos (pareja, familia, nación, …) de altruismo hacia dentro y hostilidad potencial hacia fuera y hay que dejarlo brincar libre en nuestras vidas (y que prediquen púlpitos), pero domesticarlo en la convivencia, como se domestican todos los demás componentes del interés propio para la convivencia. Algunos amores vienen cargados de explosivos ya de fábrica, como el amor a la patria. El compromiso con la patria y la identificación con la gente son una virtud. Pero el amor a la patria suele consistir en el odio e intolerancia a compatriotas (contra quiénes, si no, se agita tanta bandera de España). Seguro que Putin actúa lleno de amor a la madre Rusia. El acto de Will Smith fue posesión machista y violencia machista (y ojo, que los puñetazos que vuelan hacia fuera por amor, vuelan hacia dentro por lo mismo) y seguro que hubo amor, pero qué más da eso.
El amor es una faceta de un convencimiento general de que las conductas movidas por credos compulsivos son de suyo inocentes y hasta indefensas. En el comedor escolar no aceptarían una lista de cosas que a mi hijo no le gustan, pero sí una de alimentos prohibidos por religiones. Parece que el sujeto que no come ciertas cosas por algún credo tiene una debilidad de la que hay que hacerse cargo. Por lo mismo, como el rechazo al aborto se basa en un credo religioso, toleramos como debate legítimo si algunas vecinas nuestras son criminales o no. El problema es que con la corrosión neoliberal del estado y la globalización, los amores y credos de toda condición se mueven como remolinos. Si cultivamos el convencimiento de que amores y credos anulan referencias éticas comunes y hacen inocentes a las conductas, tendremos cada vez más una convivencia de trincheras. «La inocencia es una culpa». Pasolini puso esta sentencia en boca de un personaje especial: nada menos que Dios. Alimentar la permisividad, inocencia y hasta belleza de conductas compulsivas en la convivencia pública, sea por amor, por religión, por arrebato patriótico o por variantes naturistas, desvertebra la sociedad y la lleva al tipo de desorden donde medran las peores oscuridades. Lo de Will Smith es el extremo de un hilo muy largo.
Este tipo de incidentes y sus oscuridades se ahogan con otro tópico: reafirmación en principios básicos. Las constituciones democráticas no fueron ocurrencias, hay muchas mentes, estudios, luchas, sacrificios, logros y doctrina detrás de ellas. Reafírmense sus principios. Ya que estamos con esta semana de cine, un principio básico es que un policía te puede detener, pero no decidir tu inocencia o culpabilidad. Para eso hay unas leyes, hay letrados que las estudiaron y hay un sistema judicial con garantías para decidir tu inocencia o culpabilidad. Fue el séptimo cumpleaños de la Ley Mordaza, que establece que te pueden caer multas y penas gravosas solo por lo que diga el policía, sin proceso judicial. Hace siete años que la UE expresó su preocupación y hace uno que insistió en su potencial represivo. Y ahí sigue.
Acabamos de recibir facturas de más de 400 euros de luz por el abracadabra de unos pocos gandules a los que se les entregan nuestras necesidades básicas como oligopolio. Y no dejan de dar vueltas sobre si se puede intervenir el precio y si se les puede requisar parte del botín. Se están santiguando por la impiedad de la chusma que se forró a costa del sufrimiento del COVID. ¿De verdad creen que el mercado y la rapacería neoliberal iba a regular debidamente las cosas en momentos de calamidad o guerra? Se intentan medidas fiscales raras para paliar precios y ni se habla de tocar los impuestos de los más ricos. ¿Serán Biden comunista? O se afirman con contundencia los principios básicos y se lee la Constitución más allá de donde dice el color de la bandera, o la vida pública consistirá en conductas movidas por el amor o por la devoción, cada uno por su amor y por su devoción, y no habrá más referencia común que Trancas y Barrancas.
La Voz de Asturias DdA, XVIII/5127
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