Benjamín Prado
Siempre
me ha llamado la atención la tendencia de los políticos al disfraz, a buscar
votos no a través de la seducción sino de la imitación, queriendo convencer a
quienes los escuchan o miran de que son uno de ellos, alguien en quien confiar
por su cercanía. Luego, ganan las elecciones de turno y, si te he visto, no me acuerdo. Lo que
no puedo saber es qué pensarán hoy los taxistas que se paseaban por Madrid con
la fotografía de Isabel Díaz Ayuso en el parabrisas, casi a modo de santa,
cuando la hayan visto posando para la competencia, en este caso Uber, y dándola
su apoyo; y lo que no puedo entender es que cualquier trabajador, del ramo que
sea, pueda creer que alguien que defiende las ideas neoliberales que defiende
la presidenta de la Comunidad de Madrid pueda al mismo tiempo defenderlo a él.
O se mira hacia arriba o se mira hacia abajo, pero es imposible hacer las dos
cosas a un tiempo.
De
cada diez cargos públicos, once sobreactúan, quizá porque todo estrado es un
escenario, eso no se puede negar, o porque no están seguros de que
presentándose tal y como son y expresando sinceramente sus ideas, pudieran
barrer algo para casa. Pero uno de los actores más habituales de esta
tragicomedia es el líder del Partido Popular, Pablo Casado, al que ya hemos
visto haciendo de biólogo, tractorista, vendimiador, pastor de ovejas,
voluntario quitanieves… El problema es que en esa última instantánea se le veía meter la pala en el montón
de nieve ya apartado de la calzada; que el tractor estaba parado y
que en otra, la más reciente, que forma parte de su campaña rural
invierno-primavera, se le ve ataviado de cocinero, preparando carne a la
parrilla, pero sin fuego…. O sea, como lo del máster, solo que cambiando el
disfraz de abogado por el de Arguiñano, que suenan parecido. Da la brasa, pero
lo tiene crudo, lo cual podría ser una metáfora inquietante para él.
Hace
poco, el aspirante de la derecha a la Moncloa se fue a seguir atacando al
ministro Garzón a una granja de las que defiende Garzón, extensiva, familiar,
donde a las vacas “se las llama por su nombre”, según dijo a la prensa, rodeado
de cencerros, quién sabe si no dándose cuenta del contrasentido de su presencia
allí, cuando lo que él defiende es las macrogranjas, o porque esté convencido de que la gente
no se entera. Cuando se le preguntó por qué no había ido a uno de esos
negocios de ganadería intensiva que él quiere usar de palanca contra el Gobierno,
como los vaqueros de las películas que causan una estampida para arrasar la
propiedad del enemigo, empezó a balbucear, se le vieron los nervios como se les
ven los cables a esos robots transparentes que enseñan en las ferias
tecnológicas. La pregunta de fondo es la misma: ¿de verdad alguien cree que le
preocupa algo el campo y que volvería a pisarlo si llegara a presidente? ¿No ve
nadie lo que hace al respecto el aspirante de su partido a repetir mandato en
Castilla y León, a quién avala sin vacilar? Me temo que los únicos árboles que
les interesan a los dos son los que no dejen ver el bosque, porque ahí hay
mucho que ocultar y alguna causa pendiente con la Justicia.
El
de Casado es ahora mismo el ejemplo de moda, pero hay muchos más, tantos que lo
que resulta verdaderamente difícil es pensar alguna o alguno de nuestros
representantes institucionales que transmita una sensación de ser ella o él
mismo, y cuando así es da la impresión de que el resto de la clase política se
le lanza al cuello, separados por las siglas y unidos por los
intereses: no hay más que ver a ciertos barones e incluso ministras y ministros
quitándose la camiseta de su equipo a mitad del partido y poniéndole la
zancadilla al de Consumo, que además de ser un compañero se ve que es un
adversario. La política no es que haga extraños compañeros de cama, es que los
dos duermen con un cuchillo bajo la almohada.
Gran
parte del debate en los medios de comunicación es idéntico: falta objetividad y
sobra militancia; faltan argumentos y sobran consignas; faltan razones y sobra
ruido; por no hablar ya de cuando, sencillamente, se pierden los modales. El
coronavirus no se sabe, pero la famosa crispación sí que ha salido de un
laboratorio, el de quienes no aceptan la democracia nada más que cuando ganan y
el resto del tiempo se dedican a deslegitimar a quienes los han vencido con sus
votos o con la suma de los suyos y los de sus aliados. A base de verlo todos
los días, lo hemos normalizado, pero es una anomalía, tanto lo uno como lo otro. Por
suerte, hay algunos indicios de que la tendencia cambia, las y los ciudadanos
están aburridos de escuchar gritos vacíos y empiezan a preferir los espacios
donde el diálogo es posible y los puntos de vista felizmente distintos se
pueden defender sin transformar los estudios o los platós en circos. Ojalá,
porque si alcanzamos el momento en que se exija a quienes se acercan a un
micrófono que sea para decir algo, ellos, nosotros, el país y el mundo podrán
mejorar mucho.
Hay
personas que no quieren conocer a los demás por sus hechos, sino dejarse
engatusar por sus discursos. Hay quienes prefieren creer lo que les cuentan que
lo que ven con sus propios ojos. Están en su derecho. Pero, eso sí, cuando
después los engañen, que le echen una parte de la culpa a su propia ingenuidad. O
que vuelvan a meter la misma papeleta en la urna. El sistema es ése: cada uno
elige lo que quiere, incluso a aquellos que no lo quieren a él. Pero la
política-ficción y el discurso populista están por todas partes y lo aprovechan
todo: por si había alguna duda, aquí viene el alcalde Almeida a decir que
Djokovic, recién expulsado de Australia, sería un gran reclamo para el Abierto
de tenis de la ciudad de Madrid y que, si no juega, será porque no le deje el
Gobierno. Justo lo que hace falta ahora, traerse a la ciudad al antivacunas más
famoso del planeta, a dar ejemplo. De donde no hay, no se puede
sacar.
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