La desmovilización que comenzó coincidiendo con el nacimiento de Podemos es un objeto de discusión —o un lugar común— desde hace ya mucho tiempo
Pablo ElorduyPor
qué no pasa nada?”. La pregunta aletea por las mesas y las sillas y se va
apagando a medida que la conversación trata de atrapar una teoría. Está tan
sobada que las personas reunidas en la terraza apenas pueden reparar en otras
preguntas, que quizá serían más interesantes, como dónde, cuándo y cómo se
producirá un chispazo que dé pie a una nueva serie de protestas por las
condiciones de vida.
El miércoles, 1 de septiembre, la web
humorística El Mundo Today resumía
el estado de las cosas con un titular: “Los españoles, a un paso de comprobar
si quemar contenedores puede generar electricidad”. El mismo día, Pedro Sánchez
anunciaba una subida del Salario Mínimo Interprofesional que, postergada desde
el comienzo de 2020, busca atajar la sensación de que el Gobierno, que admite
que este año el recibo de la luz subirá un 25%, está paralizado ante la
avaricia de las eléctricas.
El coste de la vida sube, los beneficios
de las eléctricas no se tocan, los salarios lo harán solo después de un año
congelados. Con la Ley de Vivienda empantanada —difícilmente provocará cambios
palpables en el corto plazo incluso si sale adelante en esta legislatura— y la
luz por todo lo alto, Sánchez ha intervenido en el aumento del salario mínimo,
que es donde —pese a las quejas de la patronal, que las emite casi por deporte—
se rompen menos puentes con el poder. La pregunta que sobrevuela la
conversación es si ese legislar para que nada se rompa tiene algún efecto o si
no hay nadie en las calles aunque no tenga efectos.
La web humorística número uno bromea con
ello. Pero, ¿por qué no pasa nada? ¿Por qué todo lo que rodea a las protestas
aparece siempre en condicional? ¿Por qué parece una cuestión de otros?
Encender o incendiar
Otra broma: Ciudadanos sigue vivo. De hecho, su portavoz, Inés Arrimadas, lanzó esta semana una frase que, de algún modo, resume para lo que sirve su partido, para imaginar lo que pudo haber pasado si, en la primavera-verano de 2019, Albert Rivera hubiera asumido el papel para el que estaba programado. “Si no estuvieran en el Gobierno ya habrían incendiado las calles”, dijo Arrimadas, en referencia a Unidas Podemos. Si no estuvieran virtualmente fuera de las calles, Ciudadanos estaría en el Gobierno.
La lógica del espacio político amplio
que un día representó Ciudadanos es que siempre protestan los otros, puesto
que, quizá no hace falta decirlo, en ese espacio político no hay problemas en
pagar un poco más por la luz o un alquiler alto, solo hay problemas si se trata
de pagar más impuestos y ni eso justifica una manifestación. Pese a que se ha
equilibrado el balance de protestas, las cosas de comer no generan la
movilización de la derecha. Eso no ha cambiado.
Pero la pulla de Arrimadas recoge uno de
los argumentos que más debilita a los movimientos sociales en su actual estado
de perplejidad (o incubación). La desmovilización que comenzó coincidiendo con
el nacimiento de Podemos es un objeto de discusión —o un lugar común— desde
hace ya mucho tiempo. En su fase actual el debate es si Unidas Podemos
desmoviliza para vivir tranquilo en el Gobierno o si es “la izquierda” —los
sindicatos de concertación son las otras organizaciones de referencia de ese
significante vago— la que se mantiene dócil para no descomponer por la vía
rápida el precario proyecto de Gobierno de coalición. Otra vez lo manoseado del
debate arruina otras preguntas más interesantes.
La táctica de arrancar pequeñas cosas al
PSOE exasperaba a priori a quienes, pocos, sostienen que entrar en el Gobierno
fue un error. Pero el problema más importante es cuando no se arranca nada, por
pequeño que sea; cuando se toca el hueso del interés sistémico. Entonces no
basta la presencia en las instituciones, entonces hace falta el contrapeso —si
no el contrapoder— que ahora no se ve por ninguna parte.
Se dan, eso sí, otros fogonazos
espontáneos: protestas por la intervención policial para acabar botellones.
Como vienen se van y, sin embargo, indican que hay algo bajo esa superficie en
la que no pasa nada a pesar de lo que está pasando.
La afirmación de Arrimadas no es
interesante solo por lo que supone de escarbar en una de las llagas más
importantes del espacio político del cambio —esa pérdida de capacidad de
movilización como consecuencia de la entrada en las instituciones— sino que, al
elegir el verbo “incendiar” introduce otro tema que trasciende la actual
experiencia en el Gobierno. La vieja cuestión de si la protesta llamada
pacífica —criticada también como “ciudadanista”— sirve en estos tiempos
crispados para conseguir que el Gobierno tema más una respuesta social amplia
que la ira de los poderes económicos.
El mood de la época
sugiere que lo que podemos esperar de una movilización contra las subidas del
precio de la energía y el lucro de las eléctricas es una catarsis que comience
por la violencia espontánea —“la rabia del pueblo” y la quema de contenedores—
y termine con la violencia organizada en forma de cargas policiales, propuestas
de sanción, juicios y/o años de cárcel para un grupo más o menos amplio de
chivos expiatorios. Pero las profecías que aciertan son aquellas que se emiten después
de los hechos.
La pregunta vuelve a revolotear la mesa.
Alguien elucubra con que hay un vacío en los modos de organizar la protesta.
Que durante un tiempo funcionó la autoconvocatoria a partir de las redes
sociales y que eso terminó con otro tiempo anterior de bloqueo y perplejidad.
Porque, recuerda ese alguien, no es la primera vez que se produce ese vacío de
organizaciones y movimientos con legitimidad y capacidad de contrapoder. Pero
ya se acabó esa capacidad, dice.
Existen las burbujas, dice, y las
burbujas por definición no se juntan, las personas bajo cada una de ellas no se
ponen de acuerdo. Así que no pasa nada porque nadie sabe cómo hacer que
pase, dice. Porque en las redes actualmente uno solo puede zarandear el brazo
de otra persona y preguntarle ¿qué más hace falta para que pase algo?
Como dándole la razón, al día siguiente
de la conversación, un hombre de 54 años apedreó el escaparate de una oficina
de Naturgy. Al ser detenido explicó que no había podido contenerse.
El Salto DdA, XVII/4942
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