martes, 1 de junio de 2021

¿POR QUÉ NO TE CALLAS, FELIPE GONZÁLEZ?


Vicente Bernaldo de Quirós

No sé si un jarrón chino precisamente, pero todos más o menos tenemos una piedra en el zapato que nos oprime a la mayor rapidez cuando tratamos de hacer algo que choca con los deseos de algún familiar o amigo que nos ha dejado algún mierdecilla como regalo. Puede ser un cuadro absolutamente deplorable, una camisa que ya no estaba de moda durante la Transición o una colección de vasos que produce vértigo beber en ellos. De todas formas, lo solemos aguantar con buen humor, cierta resignación cristiana y una satisfacción más que evidente si el óbolo indeseado decide decirnos adiós. Por eso no es malo que España tenga un jarrón chino, pero como dice un amigo mío, "lo jodido es que el hijoputa de él habla". Y además con indisimulada locuacidad.
A Felipe Gonzales le sucede lo mismo que a grandes dirigentes que en ete país han sido y que se han visto forzados a la retirada, como buena prueba de ello dieron Santiago Carrillo y José María Aznar. Cuando en 1982, el PCE quedó reducido a cuatro diputados, el líder durante años de los comunistas españoles, decidió ponerse de lado y nombrar sucesor a Gerardo Iglesias, con la perspectiva de seguir mandando en la sombra. Pero el líder minero asturiano no se dejó amedrentar y le plantó frente, lo que cabreó al gijones, que terminó fundando otro partido minoritario y perdiendo la batalla de la sucesión.
Otro tanto de lo mismo le pasó al ególatra de José María Aznar que quiso dar ejemplo de limitación de mandatos y sacó de su cuaderno azul la bolita de Mariano Rajoy que, como es natural, buscó su propio espacio político y contradijo en muchas cosas al fundador de FAES, que apuntó los agravios en otro cuaderno azul y los fue difundiendo entre sus más fieles pelotilleros dejando claro ante el mundo que este no es mi Mariano, que me lo han cambiado.
Felipe González nunca fue un adalid de la democracia interna. Ni mucho menos. No toleraba el más mínimo reproche a sus políticas personalistas en los catorce años que anduvo al frente del Ejecutivo. Era una verdadera mala suegra. Si hasta un tipo de fidelidades claras como Txiki Benegas se rebeló ante lo que creía que era un individuo demasiado pagado de sí mismo al que llamaba Dios. Si alguien le hubiera dicho lo mismo que el inefable Isidoro llego a decir de Pedro Sánchez o de José Luis Rodríguez Zapatero lo hubiera fusilado al amanecer.
Pero él, ahí sigue, impertérrito y criticando tofo lo que suponga progreso, que es lo que debe hacer un partido socialista. Felipe González destila su mala baba contra lo que suponga mejora de la igualdad o que ponga en peligro sus privilegios y sus negocios. Dándoselas de estadista, pero demostrando la mezquindad más absoluta.
Pero, curiosamente, no sienta cátedra unas veces a favor y otras en contra de lo que dicen sus sucesores. Siempre se posiciona del lado negativo. Nunca positivo, que diría Van Gal, aquel entrenador holandés del Barcelona. Tiene tanta soberbia que dice sentirse huérfano, como si sus casi quince años de presidente no llenaran de orfandad a buena parte de los españoles de izquierda, empezando por sus mentiras sobre la OTAN. Como buen confidente proyanqui está a favor de todo lo que diga el Imperio (con razón Henry Kissinger le nombró su espía favorito). Y ahora no ve la posibilidad de indultar a los presos catalanes porque lo dice el Tribunal Supremo, al que desobedeció cuando acompañó al delincuente José Barrionuevo a las puertas de la cárcel. Y no tuvo la decencia de entrar con él, añado yo ahora.
Felipe González celebró con jolgorio aquella frase de Juan Carlos I en una cumbre latinoamericana contra Hugo Chávez, del que el ex presidente sevillano fue siempre un enemigo irreductible, porque echó del poder a su amiguito del alma Carlos Andrés Pérez. ¿Por qué no te callas?, dijo el ahora emérito y la frasecita causó gran impresión entre los monárquicos más cortoplacistas, mientras que los más inteligentes se llevaron las manos a la cabeza.
Pues a lo mejor hay que reeditar la célebre proclama de Juan Carlos de Borbón para dirigirse al mismísimo Felipe González, que se autoconsidera un jarrón chino, pero comete la torpeza y la excentricidad de hablar por los codos. Y los jarrones, aunque sean chinos, no tienen la facultad de la palabra. Afortunadamente

DdA, XVII/4863

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