Alicia Población Brel
El pasado
sábado 6 de marzo tuvo lugar el concierto del Quinteto de la Filarmónica de
Berlín, junto con el clarinetista valenciano Miguel Ángel Tamarit, en la sala
de cámara del Auditorio Nacional de Madrid. El programa, De Viena a Praga, incluía tres breves obras de Lanner, el Quinteto
para clarinete de Mozart y el Quinteto n. 2 de cuerdas de Dvorak.
La
agrupación musical surgió de la colaboración entre Wolfgang Tarliz (viola),
Romano Tommasini (violín) y Tatjana Vassiljeva (cello). A partir de su debut en
Bélgica, en el año 2007, han seguido dando conciertos en compañía de diferentes
músicos. El sábado los acompañaban Thomas Timm (violín primero) y Gunars
Upatnieks (contrabajista).
El recital
comenzó con una presentación del programa, por parte del clarinetista, de viva
voz, algo poco frecuente en los conciertos clásicos, ya que se da por hecho la
consulta del programa de mano disponible. El hecho en sí fue un acercamiento
con el público que se agradeció y predispuso a la audiencia para una escucha
más relajada.
La
interpretación de Lanner fue un calentamiento de motores. Los pizzicatos del
violín segundo, la viola, el violonchelo y el contrabajo iban a un mismo pulso,
logrando un colchón perfecto para la energía que llegaba desde la melodía del
primer violín. Tommasini, a la vera de su compañero, como una sombra sonora,
contestaba con contramelodías las intervenciones de Timm. El Tarantel Galop transmitió justamente ese
galope acelerado con un ricochet en perfecto conjunto bien atemperado.
En el
quinteto de Mozart se empezó a vislumbrar una musicalidad más interesante. Las
cuerdas tocaban con melosidad cada una de las notas, que engarzaban más tarde
con la respiración de Tamarit. Se echó de menos algo más de contraste en las
dinámicas de este, especialmente en los momentos álgidos, donde los intérpretes
no parecían alcanzar toda su potencia sonora. Fue particularmente notable el
sonido que Tarliz sacó a su viola, oscuro, profundo, arropador para los
acompañamientos pero protagónico en el momento de serlo. Hacia el final de la
obra hubo un malentendido del grupo que obligó a repetir uno de los fragmentos
tras unos segundos de silencio. Pasado el incidente, el quinteto engrosó su
dinámica, como queriendo recomponerse en forma de abrazo sonoro.
Al comienzo
de Dvorak se notó cierta descoordinación, aunque poco a poco el quinteto fue llegando
a un sonido sinfónico completamente diferente al del principio del concierto.
Upatnieks tocó con una delicadeza muy de agradecer, con la que te hacía desear
cada pizzicato o cada arcada, dilatando -siempre un segundo más de lo esperado-
la voz de sus cuerdas. A lo largo del tercer movimiento volvieron a esa untuosidad
con la que habían comenzado Mozart, aligerándola en la parte media, para dar espacio
a ese pequeño solo introductorio en modo frigio del violín primero. Fue una
pena que se perdiera el sonido que proyectaba Vassiljeva, ya que por la posición
completamente lateral del cello, apenas nos llegaba un eco de todo lo que
quería decirnos.
En el cuarto
movimiento volvieron a demostrar la energía que, con tan solo cinco
instrumentos, se puede alcanzar en el escenario. Pese a todo, hubo demasiado
apego a la partitura en un movimiento tan absolutamente emocional e impulsivo
como es el último de este quinteto de Dvorak.
*Crítica publicada también en la revista Ritmo
DdA, XVII/4785
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