Así
se lo contó el escritor a un periodista de la revista Por esos mundos en 1915,
en una larga entrevista ilustrada por Rafael de Penagos
Félix Población
Si en el siglo XX hubo un autor cuya vida ha sido mitificada hasta la
saciedad, ése ha sido sin duda Ramón María del Valle-Inclán, al que
Ramón Gómez de la Serna, primero, y Francisco Umbral mucho después,
dedicaron sendos libros biográficos. No hace mucho, seducido sin duda
por la personalidad y obra del escritor gallego, Manuel Alberca le
dedicó la más completa de las biografías escritas hasta ahora, con más
de 700 páginas: La espada y la palabra. Vida de Valle Inclán, galardonada con el Premio Comillas. La obra nos descubre al protagonista como una persona políticamente reaccionaria.
Desconozco si en esa biografía monumental el autor incluye una faceta del autor de Luces de bohemia
que he tenido la oportunidad de encontrar en el Archivo Digital Valle
Inclán que la Universidad de Santiago de Compostela ha puesto a
disposición de los investigadores hace unos meses, con un diseño
organizativo encomiable, y cuyo fondo con un total de más de 7.000
documentos y más de 80.000 fotografías depara informaciones como la que
da título a este artículo, y que parece abundar en los mitos
biográficas que aureolan la trayectoria vital del escritor. Entre estos
figura en lugar destacado el que el propio don Ramón cocinó a propósito
de su brazo amputado, que no se debió al parecer al bastonazo del
periodista Manuel Bueno -con infección posterior del gemelo de su camisa
al clavarse en la piel del escritor-, sino a una “fractura con herida
en los huesos del tercio inferior de la extremidad”, tal como certificó
en su día el doctor en medicina y cirugía Manuel Barragán y Bonet.
Pudiera ser que lo que paso a referir, contado por el escritor en una entrevista de siete páginas publicada en la revista Por esos mundos
y fechada el 1 de enero de 1915, también formase parte de la flor de
leyenda con la que don Ramón solía sazonar ciertos pasajes de su vida.
Ilustrada con dibujos de Rafael de Penagos, alusivos a las cuatro
sonatas, firma la interviú un tal Juan López Núñez y la conversación
discurre de noche, en el despacho del escritor, sito en una bella casa
de la calle Francisco de Rojas, 5. Según el periodista, el cuarto es
alegre, limpio, aristocrático, “envidiable -escribe el sin duda modesto
redactor- para los que vivimos en casas lóbregas, plebeyas,
antihigiénicas, humildes”.
Lo primero que le cuenta Valle a su entrevistador es que nació en
1870, cuando murió Bécquer, que estudió en Santiago la carrera de
abogado sin llegar a sacar el título, y que se fue a Méjico, creyendo
que era el país de porvenir más glorioso, descontada la isla de Cuba.
Allí formó parte del ejército mejicano en el 7º de caballería durante
cinco años. Luego regresó a Madrid. Al referirse a sus comienzos
literarios, confiesa que nunca sintió la vocación decidida de los
predestinados al cultivo de las Letras. Leyó para educar su espíritu,
clásicos por lo general y libros de historia. Cuando llegó a la villa y
corte vio que todo lo que escribía era malo:
“Se lo decía a mis amigos, ellos lo atribuían a un inmoderado afán de crítica, yo les contestaba que aquellos libros detestables podría escribirlos cualquiera. Hice uno, Epitalamio, y lo edité por mi cuenta. Mereció de Clarín [Leopoldo Alas] una encomiástica y benévola crítica, pero no me dio un céntimo. Verdes Montenegro llevó un artículo mío a Ortega Munilla, que lo publicó en Los Lunes [prestigioso suplemento literario del diario El Imparcial]. Me daban cincuenta pesetas por cada uno y cuando pasaba de cien líneas lo dividía en dos. Las sonatas se publicaron en la citada página periodística literaria. Todos los periódicos me habían cerrado sus puertas, mis artículos eran acogidos con desdén, eran raros, de forma original y nueva. Fundamos Revista Nueva, con Azorín, Baroja, Maeztu, Benavente. Participé en dos concursos de cuentos en El Liberal, que armaron revuelo. El primero porque Valera se negó a firmar el acta creyendo que el premiado debía ser el mío, y el segundo por la decisión absurda del jurado, que otorgó el premio al que yo presenté, pero resultó ser la mitad de lo convenido. Se presentaron 1700 cuentos”.
Lo más interesante de la interviú no son esas primeras andanzas
literarias de don Ramón, más menos conocidas, sino la confesión que el
escritor gallego le hace al periodista al afirmar que, antes de probar
en la literatura, había sido buscador de minas, como Balzac:: “Me hice
buscador de minas porque creí que aquel era un negocio fabuloso. Los
romanos, como usted sabe, careciendo de los medios que la industria y la
ciencia proporcionan actualmente a los trabajadores, abandonaban
aquellas en que se presentaba unido al mineral buscado, azufre, fósforo o
cualquiera otra materia distinta a la que se quería extraer. Hice un
minucioso estudio del asunto y por las referencias que obtuve deduje que
en la Mancha había varias minas en tales condiciones. E inmediatamente
me puse en camino”.
De la experiencia no nos cuenta nada más el escritor, salvo el
desenlace: “Una noche del mes de enero, fría, tenebrosa, siniestra, cuando
recorría solitario sobre mi caballo el campo lleno de nieve, se me
disparó una pistola, atravesándome un brazo y una pierna. Estaba en un
desierto –hallábame en las proximidades de Valdecampo- y resistiendo el
horrible dolor de las heridas, campo atraviesa, después de una cura
provisional que yo me hice, dirigíme a Almadenejo, el pueblo más
inmediato que tenía estación ferroviaria. Llegué a él después de una
penosísima jornada, pero el tren no venía. Esperé cerca de doce horas en
aquella estación desmantelada, y cuando llegó vi con horro que el tren
no llevaba coches de primera, discutí con el revisor, con todo el mundo y
cuando mayor era mi justa indignación, apeóse de un coche reservado un
caballero alto de puntiaguda barba y largos bigotes que me invitó a que
subiera a su departamento: era [Segismundo]Moret. El regreso a Madrid
fue relativamente cómodo, la fiebre me consumía y el dolor me
destrozaba”.
Don Ramón María del Valle-Inclán se muestra muy agradecido a las
manos de aquel gran cirujano que se llamó don Alejandro San Madrid,
según transcripción del periodista, aunque debe aludir a Alejandro San
Martín y Satrústegui (1847-1908), a quien dice deber su curación. “Era
su ayudante entonces –añade- y como tal me atendía el señor Goyanes
[posiblemente José Goyanes Capdevila, 1876-1964], que tan alto lugar
ocupa en la cirugía española”. Fue durante esa convalecencia de tres
meses cuando don Ramón escribió la que dice ser su obra predilecta, Sonata de otoño.
La interviú prosigue hablando del libro que el escritor elaboraba por esos días, La lámpara maravillosa,
una obra de estética quietista, según sus propias palabras. También
dialoga con el periodista sobre las tertulias literarias, el teatro, el
Valle- Inclán-folletinista y su sueño por ser orador. Cuando el
entrevistador le pregunta por el tiempo de trabajo que le lleva escribir
una de sus obras, don Ramón afirma y sorprende diciendo que en ninguna
ha tardado más de veinte días.
*Artículo publicado también elsaltodiario.com
DdA, XV/4096
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