Cuentan de Inés Luna Terrero (1885-1953) que solía pasear desnuda a caballo, para escándalo de los campesinos de su tierra natal, Salamanca, que fumaba algo más que tabaco,
vestía pantalones, hablaba siete idiomas y portaba armas. Pero lo que
hizo pasar a la historia a Inés Luna Terrero, alias Bebé, fue su intensa vida sexual, aunque sobre la vida de esta mujer se haya exagerado mucho. Contaba el recordado Martín Patino que cuando fueron a rodar en El Cuartón, el palacete en ruinas de la familia,
encontraron por allí tirado el carrito que la Bebé solía usar para
desplazarse y con el que ojeaba a los campesinos, a los que incluso
citaba. Por lo visto, de ese carrito se ocupaba un mozo guapo, típico
charro, Froilán Velasco, con el que inició una relación y por el que
expulsaron a toda la familia. Harta de aquella Salamanca profunda y de la imposición familiar, la
joven heredera de terratenientes prometió que nunca se casaría con otro
hombre y se dedicó a disfrutar de los placeres de su vida burguesa. El fallecido cineasta salmantino decía a una periodista del diario El País hace unos años que Inés Luna fue una señorita bien educada, en colegio de monjas, que
consiguió superar las restricciones que la rodeaban y se dedicó a vivir,
viajar por Europa y tener amantes. El escritor Migue Ángel del Arco prepara un libro sobre esta mujer singular, de cuya personalidad hace la semblanza que sigue, coincidiendo con la fecha de su nacimiento hace 133 años y el próximo estreno el 17 de julio de un documental sobre quien se dice fue amante del dictador Primo de Rivera. También en la localidad salmantina de Vitigudino se puso ayer a una calle el nombre de Inés Luna Terrero.
Migue Ángel del Arco
Construir
el puzle de la vida de Inés Luna no es tarea fácil. Entenderlo en el
escenario y en el contexto histórico de la España y la Salamanca que le
tocó, menos. Desde que nació (en 1885, Bagneres-de-Luchon,
Francia) hasta su muerte (en 1953, Barcelona) fue cumpliendo una
biografía singular, la de una heredera rica que hizo en cada momento lo
que lo dio la gana, la de una mujer que se atrevía a hacer lo que no
hacían en aquella época otras mujeres. ¿Una pionera? ¿Una adelantada a
su tiempo? ¿Una moderna? ¿Una caprichosa? ¿Una excéntrica?
En la sociedad salmantina de después de la guerra civil, rural, atrasada, pequeña, envidiosa, aplastada, no
se entendía que una mujer sola, elegante y rica heredera, se comportara
como ella hacía: Ni que fumara, ni que se pusiera cadenas de oro en un
tobillo, ni que llevara escopeta y supiera tirar, ni que se riera de las
costumbres bien pensantes, ni que tuviera un paraíso en el medio de una
dehesa, ni que frecuentara los casinos ni que vistiera pantalones, ni
que se pusiera al volante de un automóvil en un sitio lleno de carros.
Pero tampoco que fuera mujer leída, viajada, independiente, soltera, culta, muy bien relacionada y cabezota. En la de antes de la guerra, tampoco.
Hija
de Inés Terrero, rica hacendada, y de Carlos Luna, un emprendedor
buscavidas que hizo dinero poniendo la luz eléctrica en la ciudad del
Tormes, cada una de las etapas de su existencia contienen material
suficiente para hacer una película: una infancia regalada, entre Madrid y
Salamanca, atendida por institutrices inglesas y francesas con veraneos
en San Sebastián, en Biarritz o en los balnearios; el principio de
siglo de jovencita casadera relacionada con la aristocracia y habitual
de las fiestas en la corte madrileña; los ecos de una primera guerra
mundial como activa participante en las obras sociales de la nobleza;
una cierta Belle Époque de los alegres años 20 con continuos viajes por
el extranjero en compañía de su miss inglesa; la República como
terrateniente; la guerra civil y la requisa de sus coches por parte de
las tropas nacionales; y una rara relación con el franquismo y las
autoridades de la rancia Salamanca de la posguerra. Se
hablaba en el campo charro de la Bebé, así la llamaban, y nadie pensaba
en Brigitte Bardot, era Inés Luna a caballo. Algunos dicen que desnuda.
Sobre ella han inventado y exagerado mucho.
Sus
lujos, sus luces y sus sombras, sus contradicciones y su idiosincrasia,
conforman una biografía nada convencional que incluye una larga lista
de entregados pretendientes adinerados y otra no menos cumplida de
amoríos posibles e imposibles. Los más sonoros, el conde de Alba de
Yeltes, Gonzalo de Aguilera, y el dictador Miguel Primo de Rivera, pero
no los únicos.
Era
buen partido, pero no fácil. Ninguno de sus muchos postulantes logró
abrir del todo su corazón. Posiblemente porque fue una mujer libre,
autosuficiente, engreída, capaz y muy superior a quienes probaron a
conquistarla. Quizá nadie se atrevió del todo porque pensaron que no
tenían la altura suficiente.
El
palacete de El Cuartón de Traguntía, donde se refugiaba, y recibía
cuando le petaba, su Liberty House, era tan poco usual como la
personalidad de Inés Luna. Agua corriente cuando no se conocía tal cosa
en toda la provincia, jardines orientales, luz eléctrica, la primera
piscina conocida, cuartos de baño, sauna, calefacción, sala de música,
esculturas de mármol, lámparas de Venecia, alfombras de pieles exóticas…
un paraíso lúdico, burgués, moderno y extravagante, un choque para el
lugar y la época, los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta de
aquella España profunda. Unos lujos y unas modernidades inauditas en
medio de un mar de encinas en el oeste salmantino.
Allí
se escondía, allí volvía de sus escapadas. Organizaba cacerías para
amigos y gente de postín o montaba representaciones teatrales, o
enseñaba a sus empleados las fotografías y las películas de sus viajes.
Pero
si su vida fue manifiestamente novelable, no lo fue menos su muerte.
Murió en Barcelona, el 7 de febrero de 1953, en los brazos de su fiel
ama de llaves, Consuelo. Soltera y sin descendientes. Mediante
testamento sacramental, repartió su hacienda, sus fincas, sus casas, sus
acciones, sus joyas, entre sirvientes y obras sociales y piadosas. El
Estado no aceptó tal testamento, y se inició un largo proceso judicial.
“Como
ese testamento se revocó, se precintó toda la casa y empezaron a sacar
camiones y camiones que veía la pobre Consuelo, con lágrimas en los
ojos, cómo se los llevaban. Veía desde la parte de atrás del palacete
salir camiones de ropa, de cuadros, de muebles, todo se subastó en
Salamanca”. Esto me lo contó hace unos años sor Vicenta.
Era, y es, una monja con buena memoria que me habló de su superiora en
el colegio de El Pilar de Vitigudino, sor Pilar Suárez, y de la estrecha
relación que ésta tuvo con Inés Luna.
Me dijo que durante el verano de 1955 “un
día llamó el obispado, para informar de que venía el obispo, Francisco
Barbado Viejo, que era dominico, a pasar visita a los pueblos de
Salamanca y que quería parar allí, en el colegio de Vitigudino. Fue a
ver a sor Pilar que la quería mucho porque era asturiana y él también. Y
uno de los días que estaba allí, claro teníamos que dejar habitaciones,
una para él, otra para su ayudante, y le dijo el obispo “oiga sor Pilar
y ¿aquella señora, -dijo una frase un poco despectiva-, ¿qué fue de lo
de aquella señora amiga suya?” No sé si dijo loca o algo así. Y sor
Pilar, como sabía toda la historia dijo, “sí, sí, monseñor, muy rara o
extravagante sería, pero de usted y de sus seminarios bien se acordó”.
Qué dices, le dijo el obispo. Y sor Pilar, “pues el testamento que hizo y
no han aceptado, ahí venía tanto para los maronitas, tanto para el
seminario. El hecho fue que, a los ocho días de esa conversación, vino
esta noticia en el periódico, ‘Barbado Viejo con Franco’. Se ve que fue
a ver a Franco, y ese testamento se aceptó. Se cumplió al pie de la
letra lo que decía la señora Inés Luna”.
No
se cumplió exactamente al pie de la letra, como asegura sor Vicenta.
Quedaron muchas cosas por cumplir, pero es cierto que Francisco Franco
firmó el decreto-ley por el que se instituye la Fundación Inés Luna
Terrero, el 22 de septiembre de 1955. Se conformó un patronato y
precisamente el primer presidente fue el obispo Francisco Barbado Viejo.
El
palacete se fue cayendo por la ruina y el abandono, de tristeza y
desolación. Nadie se preocupó de cuidar la mansión de respetar la
memoria de su dueña. Los objetos se subastaron, algunas de las fincas se
vendieron. Lo que queda lo administra una celosa fundación que cumple
algunos de los mandatos de Inés Luna y vela por su nombre. Ha
reconstruido el palacete y lo ha convertido en un hotel. Parece que se
irritaba mucho cuando las cosas no se hacían a su gusto. Hoy estaría muy
enfadada.
Dejaba Inés Luna en aquel testamento dinero para el
hospital, para residencias de ancianos, para becas a niños necesitados
de la zona… Es decir, “el cumplimiento de dos grupos de fines:
Culturales y Espirituales, benéficos y sociales”, que es lo que disponía
el decreto ley de Franco. “Y más, algo más”, sigue contando sor
Vicenta, “sobre todo que sus restos los trasladaran al Cuartón y
nombraran un capellán perenne para su alma”. Recuerda que esto, “lo del
capellán, dijo el obispo, de eso nada, yo no voy a mandar un capellán a
cuidar vacas, que es lo que hay allí”. Pero entonces coincidió que a
nosotras se nos había muerto un sacerdote muy mayor, don Jesús. Fíjate
como era que se quedaba dormido confesando, las chicas del colegio
decían “don Jesús que ya he terminado”. Y él entonces decía, “Bueno,
hija pues a ser buena”. Bueno, como el patronato nuestro estaba a las
tres menos cuarto, pues ese capellán no se sustituyó. Entonces el señor
obispo planteó esto al patronato de la fundación y dijo, “los restos se
traen, pero se traen al colegio, y se nombra un capellán para esta
señora”. Y llevaron los restos de Barcelona al colegio, donde están, y
de capellán fue don Teófilo. “Vino al colegio de capellán y profesor de
latín y de religión”.
He
hablado con muchos testigos como sor Vicenta, vecinos, trabajadores,
también con los miembros de la fundación, si bien estos son menos
colaboradores, como si no quisieran que entrara el aire en las estancias
cerradas. Con la recopilación de testimonios, la consulta de vivencias,
la revisión de documentos, de catastros y padrones, de la
correspondencia que se guarda en el Archivo Provincial, la lectura de
los trabajos que se le han dedicado, pretendo comprender quien fue. Voy
constatando que fue una mujer excepcional, impensable en estas tierras y
en aquella época. Pero sobre todo compruebo que no fue comprendida, ni
en vida ni después.
Pude
entrevistarme también con don Teófilo Alonso Alonso, el capellán. Me
dio una visión muy particular de Inés Luna, de su existencia, de su
manera de ser, de sus atuendos y de sus amistades. No era hablador pero
tenía las ideas muy claras en el encuentro que tuvimos en su propia
casa, del barrio de San Bernardo. Contestaba a mis preguntas de manera
rotunda y la palabra que más empleó fue, rara. “Tenía unos gustos muy
raros, pero muy raros”. ¿Pero en qué sentido?, “Pues hombre, muy
extraños muy fuera de lo normal. Esa relación que tuvo con los
maronitas, por ejemplo, pues llamó la atención bastante”. Pero sí era
religiosa, “Si, pero la forma de comportarse no era normal. Igual que
hablaron de sus relaciones con la miss, son extraoficiales, habladurías”
Incluso
se había fijado bien en su forma de vestir, llamativa, “ella traía
vestidos o cosas distintas de fuera y se los ponía, cosas que aquí nunca
se habían visto. La gente la veía rara”. Quise saber si eso provocaba
admiración o rechazo, y don Teófilo estaba convencido que “Más rechazo.
Normalmente no se le tenía cariño. Había algunos que sí, o algunas que
sí, pero normalmente no. A la burguesía le daba poco más o menos. Entre
la gente del pueblo había rechazo. Por muchos no era bien vista”. Le
pregunté qué imagen guardaba él de ella, “Era un personaje muy llamativo
en su época, muy fuera de su contexto normal. Hacía su vida. Tenía unas
ideas que no se conformaban ni reajustaban a la época”. Lógicamente
pregunté a qué ideas se refería, “Ideas políticas, estéticas, de todo
tipo. Era de armas tomar, no creas tú que ella se achicaba por las
buenas. No era nada desvalida”. También curioseé sobre qué le parecía su
relación con la directora del colegio, sor Pilar, “Mejor hubiera sido
que no se hubiera acercado tanto. Porque eso no era bien visto por
bastante gente que sabía que existía esa relación. Y una monja debe de
tener una forma de ser y de actuar que lleve a otro trato distinto.
Muchos no tenían idea de la relación entre ellas”. Ahí le pregunté si
de eso él habló con sor Pilar, “Ella sabía que yo no estaba de acuerdo
en algunas cosas, pero muy poquitas veces hablé yo con ella”. Parece que
las dos mujeres habían conectado muy bien, “sí, era gran defensora de
la señora. Ya lo creo, y ella se portó muy bien con sor Pilar. Tonta no
era Inés Luna Terreros, era una persona con una personalidad muy
acusada”. A lo que se ve, sor Pilar también, “Ya lo sé yo. Eso pudo ser,
que conectaran”.
También
tenía opinión el capellán de lo que había a su muerte en el palacete de
El Cuartón, “de todo, y de oro y de plata: Había unas lámparas
preciosas y valiosas. Y una biblioteca buena. Yo creo que la mayoría fue
a manos privadas”.
Don
Teófilo dijo mucho sin decir. Evitó algunos nombres, rodeó ciertos
acontecimientos, pero, como el obispo, tenía una idea formada de Inés
Luna: que sobre todo era rara. Quizá lo que quiso decir en el fondo es
que fue distinta. Siempre estuvo acostumbrada, desde niña, a que a su
alrededor se hiciera su voluntad. Así que como no tenía que dar
explicaciones a nadie, no las daba. Eso chocó mucho.
Y
sigue chocando. Dicen que han hecho un documental para cuidar su
imagen. Inés Luna no necesita que le laven la cara ni que endulcen su
fama. Lo rechazaría. Siempre hizo lo que le quiso, le gustaba ir a la
contra, no le importaba que se escandalizaran con su vida. Sospecho que
le gustaría que la descubrieran en todos sus matices, que la
entendieran. Sólo hubo una persona que la quiso, que se entregó a ella,
que supo de verdad, que no la cuestionó, que la aceptó como era: fue su
fiel Consuelo. Su maleta, donde guardaba recuerdos y papeles, está llena
de secretos. Confirma que Inés Luna tuvo una vida de novela que ni se
ha contado ni se ha entendido.
DdA, XIV/3894
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