Me quedo con las ganas de leer el poema que el autor de este artículo, a quien tuve el gusto de conocer gracias a Joaquín Álvarez después de un recital poético en El Manglar (Oviedo), dedicó a un amigo y que lleva el título que este Lazarillo ha querido dar al texto sobre la música que publica hoy Bello en las redes sociales. Ponerle música a la luz del día es sin duda uno de los mas cualificados y concertados afanes que dan aliento vital a la existencia, al menos  para quienes crecimos en su escucha, aunque no tuvieramos el placer de interpretarla. Quedo a la espera de poder leer ese poema en breve, si el autor tiene a bien publicarlo. 
Xuan Bello
  Rara vez hablo
 de la música en mis escritos. Es algo que me sorprende. Aunque no me 
considero un melómano lo cierto es que la música –ligera, alada, con 
vocación de ser traducida a otros lenguajes– me acompaña desde siempre. 
En cuestiones de arte, bien se puede decir que lo que no es puerta es 
muro; si algo –una canción, un poema, un cuadro– no te lleva más allá, 
te frena. He hablado de la música del agua, escuchada en tantas fuentes,
 e incluso de la música del azar que cascabelea y se refrena como los 
números primos sin pauta que a ciencia cierta sepan los matemáticos. He 
hablado de la música entre las hojas de los árboles, en forma de viento,
 confiriéndoles alma. En un poema que escribí estos días, dedicado a un 
amigo que se jubila, y andará temeroso de las nuevas ocupaciones que la 
rutina convoque, hablo de la «música de la luz del día». La música se 
puede traducir pero no a la lengua colectiva sino a la íntima. Si 
ustedes hablasen xuanbellés o yo fulanitodetalqués tendría solución para
 este enigma.
  Mas de la música en sí, de la música que amo y a 
la que en vano busco explicación cierta, pocas veces he hablado. Habré 
escuchado las Variaciones Goldberg de Bach, interpretadas por Glenn 
Gould en su concierto de 1955, cientos de veces; una canción como «Like a
 rolling stone» de Bob Dylan la tengo rayada por la costumbre fatalmente
 en su LP; hay un disco de David Bowie que me lleva irremediablemente a 
una noche de 1983.
  La música tiene un poder evocador pues reside
 en la memoria de nuestra sangre y en nuestro anhelo. Recuerda momentos 
de intensidad. En 1990 pasé unos meses en Mallorca. Quería escribir una 
novela, quería vivir una vida de escritor tal y como había leído que 
morían, en la frontera del vértigo y la delectación, los escritores que 
amaba. Quería ser Robert Graves y Arthur Rimbaud, Margueritte Youcenar y
 Jorge de Sena, Juan de Tassis y Safo de Lesbos. Había alquilado, por un
 precio más que asequible, una casa en el corazón de la isla, en los 
alrededores de Lluchmajor, con una gran finca de almendros y olivos 
salteados. Lejos de los turistas, lejos de todo el mundo, muchas tardes 
venían a vernos Jeroni y Joana. Un día llegaron con un regalo perfecto: 
una cinta magnetofónica con las Variaciones Goldberg y una botella verde
 de vino de Binissalem.
  Cada vez que escucho esa triste 
travesura feliz de Bach se me hace presente el sabor del vino, la tierra
 roja y quemada, el aire acariciando levemente los almendros y cierta 
sensación en la piel, placentera, de que el tacto tiene pensamiento. Fue
 entonces cuando descubrí que los olivos se debatían en la duda de 
quedar atados a su raíz o echarse a volar.
  El otro día a mi 
hija, que le gusta mucho pintar, le aconsejaron que escuchase música 
mientras dibujaba. A sus nueve años ya intuye que no se pinta de 
cualquier manera y se tomó el consejo muy en serio. Confieso que yo soy 
incapaz de escribir si está sonando un pasaje musical que me conmueva 
–pongo por caso «Una furtiva lagrima», de «L'Elisire d'amore» de 
Donizetti– puesto que soy incapaz de abstraerme a su encanto. No, ya 
digo que no soy un melómano, ni una persona especialmente cultivada en 
el placer de la música. Me gusta Sibelius: con eso ya está dicho todo. 
Mi mujer y mi hija tienen un oído refinado: el mío sigue con cierta 
facilidad el compás que promueve la muela del molino sobre el río del 
tiempo.
  Sé que cuando el alma llora muchas veces llora de 
felicidad. Sé que existe una música inaprensible, una música que no se 
puede oír pero que está con fuego grabada en ese silencio terco que es 
el misterio de cada vida. Sé muchas cosas, algunas esenciales que duelen
 o que consuelan, pero de todas ellas me olvido disolviéndome en un 
rumor que piensa si escucho unas notas sabiamente concertadas y que 
abren un resquicio a lo que tal vez no existe, la eternidad. Todo de 
súbito vuelve a aquel día, a aquel momento fugaz y esencial.
  La claridad me rodea entre las sombras. Es posible recomenzar.
DdA, XIV/3834 

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