miércoles, 25 de abril de 2018

ANTONIO COLINAS Y URUEÑA, UN LUGAR PARA LA INFINITUD

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 El lugar, su emplazamiento y lo que contiene, bien merecen este texto del poeta leonés Antonio Colinas, al que leo con frecuencia. El autor, aunque alude al poema que escribiera sobre Urueña, no nos lo incluye, por lo que quiero al menos insertar estos versos, que se pueden completar con la lectura del libro al que pertenecen, Desiertos de luz: 

¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena a los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un enjambre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.
Es el lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,
y el pueblo amurallado y muerto
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.

Antonio Colinas

Durante aquellos viajes a Madrid de estudiante, en autobús, en mi primera juventud, aquel pueblo –Urueña– aparecía sobre la mar de verdores o de amarillentos barbechos, sobre la cima de su loma, como una cinta de piedra gris; o acaso como una herida en el paisaje entre las nubes de los amaneceres. ¿Qué era aquello? El autobús pasaba por la carretera general, pero nunca se detenía. Seguíamos con los ojos aquel perfil misterioso hasta que un monte de encinas nos lo borraba.
Pero llegó un día, años después, en que ya en un coche, regresando de Madrid, se desveló aquel misterio. Era pleno verano: agosto ardoroso de 1972, ¡hace 46 años! Regresaba de Italia, de la húmeda y verde Lombardía y era muy fuerte el contraste con aquel paisaje como alucinado que, apareció tras la última curva de la carretera, en medio de cerros calcinados, envuelto en un aire de fuego blanco que ardía. Aquella cinta o herida de piedra era una muralla, la de un pueblo situado en unos de los lugares más silenciosos y secretos.
Desde la lejanía, antes de ascender, se veía movimiento de gentes entre las piedras de los muros, cerca de una de las puertas de la ciudadela. Pronto sabría que era un grupo de estudiantes extranjeros voluntarios que trabajaban en las labores de reconstrucción de la muralla. Dentro, el pueblo se hallaba sumido en una calma secular. Estaba muy lejos ser el enclave urbano mimado y con recia personalidad estética que hoy es. No sé qué sucedió en mi ánimo, pero algo se trasvasó del paisaje y el pueblo a mi ser. Había vivido sólo el comienzo de un relato del que no conocía el final. Había dado con un lugar en el que sentí la “infinitud”. Mis visitas tras el regreso a España se repitieron. Era algo natural llegar a Urueña, entrar por la carretera de encinas y de piedras rugosas y calcáreas para aquella cita con la soledad y el silencio: con la intrahistoria.
En una ocasión llegué a Urueña por detrás: venía de Dueñas y, por Villagarcía de Campos, vi al pueblo desde otra perspectiva. Era junio: el mes de las espigas ya en plenitud, que una brisa muy dulce mecían. Fue en este viaje cuando quise ponerle letras a tantas sensaciones vividas en esa leyenda anónima e inacabada que el pueblo albergaba para mí. En la radio de mi coche sonaban músicas y voces sublimes: una selección de arias de Händel. Al llegar arriba, en uno de esos miradores abiertos a la infinitud en la muralla, escribí mi poema “¿Conocéis el lugar?”. En esa puerta de piedra, que abre a la infinitud alma y paisaje, pensé en Giacomo Leopardi y en su Cerro del Infinito. Bien podía ser este parecido lugar en el que, tras días lluviosos o ventosos, muy claros, podíamos ver la meta final de mi viaje: los Montes de León. Pero ¿no era ya en sí Urueña una meta?
Mis vivencias en aquella altura celeste se fue completando con la presencia de otros lugares concretos –el Museo de la Fundación Joaquín Díaz, el de la Música, la ermita en la hondonada. Y aparecieron las personas: José Noriega y sus cuadros, Joaquín Díaz y Amancio Prada y sus canciones, Pedro Mencía sumergido ya en aquella osada y fértil aventura que era/es la Villa del Libro y el Centro e-LEA de la Diputación. Aparecieron, en aquel espacio planetario, las librerías y los libreros (también osados, viva representación del hacer cultura desde las raíces, la apuesta por unas muy especiales “misiones pedagógicas”). La primera, creo, fue “Alcaraván”, luego llegarían otras con sus talleres y espacios expositivos y artesanales.
Años después me invitaron a otra villa literaria en Hay, en Gales, y a su festival literario. Pero Urueña siguió siendo inconfundible en mi ánimo; no se podía comparar con nada del mundo, por lo que había supuesto para mí de profunda iniciación interior. Hace unas horas he vuelto a Urueña. En un día de primavera inverniza seguí contemplando la infinitud de ser y de vivir desde sus murallas. Ahora llegábamos con Suria Pombo y su grupo musical, y con los poetas Carlos Aganzo y Fermín Herrero. Música y versos se fundieron una vez más entre las piedras. El cielo se había puesto blanco. Sobre la loma en paz, deseaba llegar la nieve. La nieve: otra llamada de infinitud.

DdA, XIV/3830

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