Fernando Delgado
En su casa de Madrid, le preguntas a Emilio Lledó por su vida y disfrutas del privilegio de circular por su memoria.
—Nací en Sevilla, en el barrio de Triana. Mi padre estaba destinado en un Regimiento. Pero no tengo recuerdo de aquellos años.
—¿Ni de la casa en la que naciste?
—Bueno, sí, llegué a conocerla, estaba en la calle Procurador, 9. Me
llevó un tío mío. Pero la tiraron, ya no existe. Lo que recuerdo más es
Salteras, el pueblo de mis padres. Del espacio de Triana, nada. Y por
supuesto recuerdo la casa de La Coruña, donde mi padre estuvo destinado y
adonde mi madre y yo nos fuimos con él.
—Al parecer tu padre no estaba descontento contigo.
—No, claro… Me entendió y me quiso muchísimo. Y yo le quería. Mi
padre tenía un amigo, militar como él, y un día oí en casa que estaban
hablando de mí. Yo no era el clásico empollón, aunque por lo visto era
espabiladillo. Y recuerdo que le dijo: “Este niño no sé adónde va a
llegar”.
—Sabría ya que querías ser filósofo…
—No, no. Yo no quería ser filósofo, tenía cierta vocación artística,
me gustaba pintar, pero en el bachillerato descubrí los libros de
filosofía. La Filosofía fue para mí una manera de entender ciertas
cosas, pero al mismo tiempo me matriculé también en Filología Clásica
porque quería tener algo concreto en las manos y aprender a leer a
Parménides en su lengua. O a Platón. Un amigo mío, que murió
desgraciadamente muy joven, me dijo: “Yo me voy a matricular en Derecho
porque con Filosofía no nos vamos a ganar la vida”. Y me matriculé en
Derecho, pero me di cuenta de que eso no era lo mío y me dediqué a
estudiar Filosofía y Filología Clásica. Me he ganado la vida bien. Eso
sí, tuve que hacer mis oposiciones. Pero he sido muy feliz con mis
estudios, con mi trabajo de profesor, que me ha parecido un
enriquecimiento.
—Supongo que tu padre estaría complacido.
—Bueno, mi padre tenía un afán cultural extraordinario. Tanto es así
que en La Coruña me compró un caballete para que desde el mirador —yo
tendría siete años— dibujase.
—¿Y sigues dibujando?
—Sí, sí…
—¿En qué momentos dibujas?
—Cuando estoy cenando en la cocina o desayunando, de repente empiezo a
dibujar. Por eso siento que se me perdieran los álbumes. Pero son
papeluchos y fichas que tengo… En el listín de teléfonos aparecen
también dibujines… Antonio Fernández Alba, el arquitecto, quiso hacer un
libro con esto y por eso algunos son fotocopias.
—También la poesía te ha tentado, me consta.
—Bueno, sí… Hace dos o tres años, sentado aquí, cogí una carpeta de
estas para escribir y me puse a elaborar un poema. El poema decía…
Bueno, sonaba la puerta, yo iba a abrir y era mi padre que se había ido
con cincuenta años y se encontraba a su hijo de ochenta y tantos por
entonces. Tengo medio acabado el poema ya, aunque anda traspapelado. Ya
aparecerá, pero la idea era esa…
—Y por lo que me dices, todo esto lo han heredado tus nietas.
—Claro, mira el regalo que me han hecho ellas por mi cumpleaños. Han
heredado de su abuelo cierta facilidad y ese es el regalo de cumpleaños
de las gemelas. Y de la otra, que tiene doce años. Lo han pintado ellas.
Mi hijo me dice que no me olvide de que el caballete lo ha comprado él…
Ríe, reímos. Nos vamos de nuevo al pasado.
Vino la guerra
—Vino la guerra y enviaron a mi padre al Regimiento de Artillería de
Vicálvaro. Y a Vicálvaro nos fuimos. Nos metieron en una habitación con
otras familias de militares y me escapé; me fui adonde sabía que estaría
mi padre. Ya el cuartel se encontraba cercado por las tropas leales a
la República; habían venido los milicianos y unas ráfagas de
ametralladora rompieron el lavabo a dos metros de donde yo estaba. Pero
entonces un soldado me reconoció, me agarró de la mano y me devolvió
otra vez a la delegación. Vi en la Gran Vía los impactos, el olor de
pólvora, los muertos. Tengo clarísima la imagen de aquellos derrumbes de
Madrid. Como el del día en que dando un paseo con mi padre sonó de
repente la alarma. Nos metimos en un portal y bombardearon la
Telefónica. Al salir vi la muerte. Imagínate lo que significa eso para
un niño de diez años.
—¿Y cómo era el adolescente Lledó en aquel tiempo difícil?
“Vi en la Gran Vía los impactos, el olor de
pólvora, los muertos. Tengo clarísima la imagen de aquellos derrumbes
de Madrid, como el del día en que bombardearon la Telefónica. Imagínate
lo que significa eso para un niño de diez años”—Pues era un niño
débil, padecía bronquitis y mis padres pensaban que estaba enfermo. Lo
pasamos realmente mal, con hambre. Y no un hambre metafórica, hambre
física. Había una cartilla de racionamiento, incluso de tabaco. Mi padre
no fumaba, pero tenía su cartilla de racionamiento. Yo iba a la boca
del Metro de las Ventas, vivíamos muy cerca de la Plaza de Toros, y
cambiaba allí por pan el tabaco que mi padre no fumaba. Recuerdo esas
idas y recuerdo además que unos chiquillos una vez me quitaron el tabaco
y no podía cambiarlo; salí detrás de ellos corriendo.
—Cuando destinaron a tu padre al Parque de Artillería de
Madrid, en el 38, fuiste tú el que al parecer le pediste que te llevara.
Querías ver los cañones de Atocha…
—Es verdad. No puedo ahora ver películas de violencia, me encantan las de cowboys, las de gangsters. En cambio, aquellas en las que hay un regodeo físico me repugnan.
—Has contado que en el campamento de milicias, el capitán se
extrañaba de que un señor de Filosofía supiera manejar el máuser mejor
que sus compañeros. Y tú orgulloso.
—Yo me callaba, claro, y no decía que era hijo de un militar. Pero
aquella experiencia me producía una especie de seguridad o de no sé qué.
Recuerdo bien las cosas bélicas y me gustaban los fusiles, como a todos
los chiquillos.
—Tu padre siguió su carrera militar hasta después de la
guerra, pero más tarde le echaron a la calle y murió jovencísimo, con
cincuenta y pico años.
—Lo pasamos muy mal, Fernando. Murió de asco, de tristeza y nos vinimos a Madrid…
La amistad y el amor
—Luego, muerto tu padre, te vas a Alemania con veintidós años.
“Si te ves como un desgraciado o un
miserable, no puedes afirmar a los otros con un horizonte de justicia,
de bondad o de lo que sea, desde la aceptación de ti mismo; esto es una
cosa que yo creo que podría establecerse como un principio ético”—Sí,
quería irme fuera y no sabía alemán, pero quería escapar. Y que aquel
muchacho casi esquelético tuviese energía para irse a Heidelberg, es
algo que no entiendo, aunque creo que es la única cosa de la que estoy
realmente orgulloso.
—Amigo del diálogo, ¿qué ha sido la amistad para ti, tus amigos a lo largo de la vida?
—Aristóteles dice que lo más necesario de la vida es que las
relaciones que tengamos con los demás empiecen con la relación amistosa
que tú tienes contigo mismo. Y si te ves como un corrupto, un
desgraciado, un miserable, pues no puedes ser quien eres y ser auténtico
contigo mismo o afirmar a los otros con un horizonte de justicia, de
bondad o de lo que sea, desde la aceptación de ti mismo; esto es una
cosa que yo creo que podría establecerse como un principio ético.
—De la amistad al amor. La boda, tu boda con Montse.
—Estuve tres años soltero y tenía novia en Madrid, pero cuando volví a
Alemania mis amigos decían: “Emilio se ha casado”. Se imaginaban, con
los clásicos tópicos, a una española con peineta y se encontraron a una
mujer que con tacones era más alta que yo y que hablaba alemán mejor que
yo. Estuvimos en Valladolid casi tres años de catedráticos de
instituto, ella de alemán. Hablaba alemán desde niña porque mi suegro
tuvo siempre esa obsesión. Pero ella era un ser excepcional desde todos
los puntos de vista y mis hijos se quedaron huérfanos de madre, con tres
años el pequeño, seis la niña y diez el mayor. Y yo de filosofía no
sabré mucho, pero en el cuidado de los niños soy un especialista. He
sido padre y madre de estos hijos y muchas veces he pensado: “Si Montse
viviera, serían todavía mejores”. Pero creo que mejores no podrían ser,
sólo habrían tenido más compañía.
—Dentro de tu particular concepción del mundo, y tras el
dolor por supuesto, seguro que hay espacios en los que has tenido
particulares emociones aparte.
—Sí, desde luego, las he tenido muy buenas y en muy buenos momentos,
muchas con Montse y otras después de Montse, tanto en La Laguna como en
Barcelona, Madrid o Valladolid. Pero cuando me dieron la Medalla de Oro
de Barcelona querían hacer un gran tinglado en el salón de actos de la
Universidad y yo le dije al rector que no. Fue muy doloroso, no me gusta
hablar de esto.
De ayer a hoy
La condición de rara avis
platónica que reconocemos en Emilio Lledó no proviene de una elección
de imagen, a pesar de su coquetería, ni de una escenificación blandengue
que no implique coraje. Por el contrario, su mansedumbre viene de una
estética que no es adorno sino esencia y que a través de una poética
sólida conduce a una forma de vida profundamente ética que traduce el
compromiso del pensador con su tiempo. Y del artista con la palabra.
Porque su querencia del no, no es otra historia sino la misma, nacida de
la convicción del placer y el poder del lenguaje y su correspondencia
ética. Pongo oído a Lledó.
—Me ha interesado siempre entender el mundo porque los filósofos no
fueron otra cosa, eran señores que querían saber cuál era el principio
de la realidad, y unos decían que esa curiosidad de estar en el mundo
era el agua, otros el fuego y otros el aire. Pero además hay una cosa
que siempre me ha interesado, el lenguaje, o sea, entender el mundo y
comunicarlo con los otros, dialogarlo.
—Quizá provenga parte de tu carácter de una confianza en la
condición humana que hace que la compasión sea en ti virtud compatible
con el cabreo. Tu capacidad de asombro ante la estulticia llega a
hacerte increíble lo evidente, pero no evita que reacciones furioso
frente a la impostura.
—Bueno… Te diré que uno de los momentos más emocionantes en mi vida
como profesor fue dar clases de alemán en una cafetería a muchachos
españoles, que eran andaluces, sobre todo. Y por eso no soporto que un
politicastro español miserable haya dicho ahora de los andaluces que son
menos que los catalanes. No soporto cuando hablan de la pereza
andaluza, menuda pereza debían de tener aquellos muchachos para irse a
un país con una lengua distinta; ellos, a quienes nadie había enseñado
la gramática española y yo les di clase de gramática alemana.
—Ya que hablas de eso, hablemos de tu patria, es decir, de tu
lengua, ¿no te encuentras asombrado con la mediocridad aplastante del
debate público de hoy?
“Aquí, ahora, la obsesión es separarse. Me
parece realmente escandaloso e inconcebible. Y por lo mismo no entiendo
para nada lo que aquí llaman hoy nacionalismo. Y menos el separatismo”—Asombrado
e irritado. No se pueden decir las cosas que se están diciendo ahora en
relación con lo que está pasando en nuestro país en estos días. Casi me
repugna hablar, una vez más, de nacionalismos. Una cosa que me ha
asombrado siempre. Recuerdo aquel pueblo alemán tan diferente, que era
el mismo obviamente, uno más pobre y otro más rico, pero la obsesión era
unirse. Aquí, ahora, la obsesión es separarse. Me parece realmente
escandaloso e inconcebible. Y por lo mismo no entiendo para nada lo que
aquí llaman hoy nacionalismo. Y menos el separatismo. La obsesión de los
alemanes una vez caído el muro fue unirse.
—Tienes un amplísimo recorrido geográfico en toda tu biografía.
—Sí, sí, por eso mi crisis del nacionalismo no sé muy bien de dónde
sale. Bueno, sí lo sé: sale de dónde quisiera ser, de la lengua con la
que tú eres capaz de crear y en la que te reconoces que eres tú, como ya
decía un viejo filósofo. El ser humano es un animal en el que se mueve
esa cosa carnal, física, que se llama lengua y articula unos sonidos.
Aristóteles la llamó phoné semantiké, es decir aire, pero aire semántico, aire que indica cosas, aire que refleja la realidad que experimenta el mundo.
—¿Necesita la filosofía de la memoria o es la memoria la que necesita de la filosofía?
—Mira, yo vivo aquí, en esta casa, y esta es mi compañía, la de los
libros, la posibilidad de diálogo. Kant está ahí, con el lomo del libro
medio saltado, y me reprocha que hace un año que no lo leo. Pero la
posibilidad de diálogo con otros lenguajes tiene también mucho que ver
con lo que me llevó a mí a la filosofía y a la vez a sentirme un
personaje de mi tiempo. Por eso la memoria es esencial; no podemos pasar
al futuro si no tenemos claro qué ha sido el pasado.
Enemigo de saraos y, sin embargo, sociable, retirado en su
estudio y entusiasta observador de la vida, Emilio Lledó no alardea de
nada, pero avisa de todo. Este vigía moral prescinde de brillos, huye de
simulacros y no pierde comba.
—Gracias, maestro —le digo.
Emilio Lledó sonríe, tal vez compasivo.
DdA, XIV/3785
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