Cuando se pone uno a reflexionar acerca de la naturaleza de un tipo de
sociedad y de sus entresijos, acerca de las relaciones de poder dentro de
ella, de la fenomenología social, de la política, o de la antropología política,
se tropieza uno enseguida con la dificultad, más
bien imposibilidad, de meter a España en el saco del análisis y de las proposiciones antropológicas
que, con cierto miedo a equivocarnos, podamos hacer sobre la sociedad occidental
en su conjunto y sobre la Europa que nos concierne. Pues todos los avatares políticos y sociales y humanos que puedan interesarnos desde el punto de
vista sociológico de esa Europa, en España son sesgados,
impostados, broncos, desvirtuados, anómalos,
forzados...
Porque España no es África,
pero tampoco Europa tal como la vemos y la entendemos. El hecho de ser la península ibérica limítrofe del continente africano sin duda debe influir en la disparidad;
algo similar a lo que, salvando la distancia, ocurre con Turquía, a caballo de dos continentes y de dos culturas, indecisa siempre y
generando la idea de ser una nación más asiática que europea, más asiática que europea o ni una cosa ni otra.
Lo cierto es que, además de otros factores
como el paisaje, el clima, la riqueza, el reparto de la tierra, la historia,
la situación
geopolítica, etc, España está favorecida y a la vez perjudicada por la heterogeneidad, unas
diferencias que percuten el enfrentamiento de la población y de la clase política. El
enfrentamiento, digo con toda intención, pues el
enfrentamiento no es discrepancia. El enfrentamiento significa obstinación en creencias, ideas o
ideologías absolutamente contrapuestas sin concesiones al adversario, sea
religioso o ideológico; funesto en
la historia del enfrentamiento español, pues acabó
desencadenando una
guerra civil, sin que ni siquiera
hasta hoy se haya llegado a la paz, a la
reconciliación verdadera en buena medida por la pésima
voluntad de los vencedores.
Todo
análisis comparativo entre España y la Europa a la que convencionalmente pertenece, debe tener en
cuenta lo siguiente: España, en teoría, es “sólo” católica, y reinan en las
mentes las huellas de un catolicismo exacerbado incluso en quienes no lo
profesan el catolicismo. Por otro lado es una monarquía
extemporánea. Ambos detalles determinan una marcada predisposición a la intolerancia, una sobreabundancia de fiestas religiosas, una
reseñable
altanería de unas clases sociales sobre otras, una propensión de los gobernantes a insultar a la inteligencia del ciudadano y una
desigualdad escandalosa. Es más, no creo demasiado aventurado sospechar que el hecho de formar
parte de la Unión Europea evita a España el peligro de que,
en determinadas circunstancias, penas previstas de cárcel hubieran podido degenerar directamente
en consejo de guerra
sumarísimo... Nada de lo cual es propio del actual espíritu
europeo. Pues en Europa hay una significativa homogeneidad, tanto por el predominio del cristianismo protestante
como por una no menos significativa tolerancia de sus gentes hacia diversos modos de pensar.
En todas partes el comportamiento y la actitud del individuo están condicionados por la cuna, por el linaje, por la educación, por el acomodo, por las circunstancias personales etc., pero en
España, todo eso está siempre a su vez muy afectado, aparte el señalado desigual reparto de
la riqueza, por el “hecho político”. Apenas hay tiempos calmos que no fuesen la paz del cementerio de
toda tiranía. Porque después de ella, desde que el país pasó de la dictadura oficial a una oscura democracia nominal, 40 años han
sido centrifugados,
más allá de lo político, por la polaridad ideológica extrema. Y
luego, ahora, desde hace dos o tres años, por el recorrido más o menos subterráneo de una alta tensión entre tres sectores
de la población: el de los herederos de los ganadores de la guerra civil y del espíritu de la dictadura que se aferran a sus privilegios en todas las
estructuras del poder, dando con ello lugar al constante abuso y a la supresión
virtual de los tabiques separadores de los tres poderes del Estado, de un lado;
el de los herederos de los perdedores de la guerra civil que no han podido
enterrar a sus muertos todavía en las cunetas,
esforzados pese a todo en cauterizar la herida pero inútilmente por la arrogancia de los anteriores, de otro; y el sector de
los que, por pertenecer ya a otra generación y profesar
otra clase de racionalidad, entienden que, sobre las ruinas de esos dos espíritus más o menos oficialmente enfrentados, es preciso levantar la estructura
de un nuevo Estado... El caso es que España, por unos
motivos o por otros, nunca encuentra una forma de Estado y de gobierno que
acaben de cuajar.
En cualquier caso, toda esa inestabilidad política, a la vez económica y a la vez
social a que da lugar esa rivalidad preñada de desprecio y de odio de unos por
los otros, provoca una inestabilidad psicológica y vital
que afecta demasiado al conjunto de los comportamientos individuales e
interpersonales como para poder equiparar la evolución mental en España con el desarrollo de otras naciones europeas
asentadas social y políticamente desde hace uno o de varios siglos. Estas son las
consecuencias sociológicas. Pues a diferencia de las sociedades europeas en general,
media España tiene una vida confortablemente blindada, y la otra media vive
mal o muy mal, depende del auxilio ajeno y en todo caso es presa del desaliento. Esa media España
difícilmente puede constituir una familia,
tradicional o no; difícilmente puede animarse la mujer a tener hijos; difícilmente puede educar a los que tiene de una manera adecuada y
uniforme; difícilmente puede instruirles en un modelo pedagógico estable; difícilmente puede, en
fin, inculcarles reglas o pautas que no sean las indispensables para hacer frente
al desaliento, a la desigualdad y a la guerra sorda o bronca que libran las
fuerzas políticas en nombre de tres modos tan incompatibles de tratar la realidad que no lleva camino de acabarse.
Así es cómo la convivencia en España está determinada
por la asechanza, por los peligros de involución,
por el miedo de los que tienen demasiado a que se lo arrebaten y por el rencor
o el odio de los que nada tienen y padecen los abusos del poder político,
del judicial y del financiero, por la inexistente
independencia de los tres poderes del estado que legitima a la democracia
burguesa, por los vaivenes de las estructuras sociales... Y un país y una ciudadanía que viven bajo el síndrome del enfrentamiento, sólo y malamente
moderado por decisiones judiciales ideologizadas, están abocados a desvencijar el andamiaje que precisa toda sociedad para
vivir con normalidad el presente y encarar el futuro con una mínima ilusión y una esperanza razonable.
Así de estrambótica es siempre la historia de España: siempre desafinando en el
concierto político y social de las naciones... En estas condiciones unos se
van, pero es que muchos otros, que no tenemos más remedio que quedarnos,
vivimos desalentados. Por eso desearíamos abandonar este país, para regresar cuando estuviese a la altura,
al menos moral y de tolerancia, de los países que abanderan la historia de
Europa.
DdA, XIV/3798
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