Foto del ensayo de la Filarmónica de Rótterdam bajo la dirección de Yannick Nézet-Séguin
Alicia Población Brel
Rótterdam
El pasado viernes 29 tuve la oportunidad de
asistir al concierto de la Filarmónica de Rotterdam, con Yannick Nézet-Séguin como director y Janine Jansen como artista invitada.El programa era, como poco, espectacular. La obertura de Egmont, con ese acorde de fa menor cayendo con fuerza de tutti e inundando cada rincón del escenario, puso a toda la audiencia alerta de la historia que contaba: un militar al servicio de Felipe II que, rebelándose por una reforma en la política religiosa de los Paises Bajos, acabó decapitado en la plaza mayor de Bruselas. Entre 1809 y 1810 Beethoven decidió rendir un homenaje al valor del conde y tejió un dramático tapiz musical hasta el momento mismo en el que le cortan la cabeza, después del cual, un súbito silencio da paso al allegro con brío que simboliza la liberación.
Yannick parecía ponerse en perfecta sincronía con la orquesta para que, en el momento de abrir los brazos, esta creciera como un árbol enorme y de la misma forma apurara los pianos hasta casi la semilla misma del silencio. Cada sección de instrumentos volaba como una ola en perfecto balanceo con las otras bajo el timón del director canadiense. “No lleva el tempo con las manos o con los brazos, lo hace con todo el cuerpo y así logra que toda la orquesta sea un mismo cuerpo”. (Letizia Sciarone, violín segundo).
Un caluroso aplauso recibió a la violinista
holandesa al entrar en escena. El concierto de Britten, que el compositor inglés dedicó a su maestro y que fue estrenado
por el español Antonio Brosa en 1940, recuerda la historia de un pícaro violín.
Pasando por su infancia y adolescencia, los dos primeros movimientos presentan un carácter
entre zalamero y tierno, siendo el segundo más una expresión de lo que supone el descubrimiento de una sociedad, la orquesta, de la que solo se puede salir a
flote a base de ingenio. Pese a que lo usual es que el segundo tiempo sea el más
pausado, la senectud del tercer movimiento -lento en este
caso- redunda en un intervalo de segunda menor, que es incluso quizá demasiado
recurrente hasta el delicado final de la pieza. La joven Jansen, que ha
interpretado la obra en numerosas ocasiones, fue capaz una vez más de meterse
en la piel de la música, de ese violín granuja, asustado, sensible, enamorado o arrogante, y mantener nuestra atención, especialmente en la
cadencia del segundo movimiento, en la que combina los mejores motivos musicales de los movimientos previos. Pese al caluroso aplauso con el que también fue
despedida, la violinista no quiso regalarnos ninguna propina.
Tras la pausa de veinte minutos, entramos de
nuevo deseosos de escuchar la increíble Sinfonía Heroica (o Eroica), a la que el propio Beethoven cambió el título
rayando el nombre “Bonaparte” hasta agujerear el papel tras enterarse de que Napoleón, a
quién se la había dedicado, decidiera autoproclamarse emperador. Nada más subir a la tarima, Yannick dio la entrada de los dos primeros golpes de acordes con los
que abre la sinfonía, sin dar apenas tiempo al público a volver al silencio de la
escucha, como si con ello quisiera precisamente hacer una llamada personal. A fuerza de sonrisas
y puro baile, el director fue capaz de distinguir un forte compacto de un forte
que inundara el auditorio, jugando con el espacio sonoro como si casi fuera capaz de
distorsionarlo.
En el ensayo del día anterior, del que también
fuí oyente afortunada, Yannick se presentó como un director sin prisa, que
dejaba opinar a los músicos de la orquesta sobre posibles perfeccionamientos en
la interpretación y que de igual manera dejaba vivir las notas desde el
principio hasta el final de su protagonismo: “A los diez años no sabes
exactamente por qué decides qué quieres ser -nos dijo Yannick-, por qué quieres
ser director, pero de repente lo sabes. Es como cuando te enamoras, es algo que
sabes explicar después, cuando creces, cuando ha pasado un tiempo, pero de
primeras solo es una atracción química que no entiendes pero de la que eres
plenamente consciente”.
La marcha fúnebre del Segundo movimiento, y en
concreto la fuga es, en mi opinión, uno de los momentos más mágicos de la sinfonía. La entrada de los bajos con el
tema y posteriormente la de una trompa solitaria en medio de la nebulosa de la cuerda
te atraviesan directamente el estómago. En el momento más intenso del movimiento, Yannick paró a la orquesta en medio del concierto y esperó a que sacaran de la
sala, literalmente en volandas, a un señor que, quizá por la emoción de esas armonías
que te traspasan el alma, necesitaba una ambulancia. Cuando se cerró la puerta, dio
una silenciosa indicación a la conciertino y retomó el concierto con quizá mayor
fuerza que al principio e incluso provocando alguna lágrima.
En el tercer movimiento, lleno de vitalidad y
energía, el director apuró los más delicados pianos hasta el límite sonoro y contrastó los fuertes como si fueran
estallidos de euforia. El cuarto, que toma el tema de la partitura volteada de un pianista contrincante en una competición de la que Beethoven fue partícipe, dejó
entrever sus múltiples caracteres como si se tratara de una ópera en miniatura cuyos
protagonistas fueran las distintas secciones de la orquesta.
DdA, XIV/3650
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