El ‘viejo futuro’ de la democracia
Europa se enfrenta al reto de convertir en
ciudadanos a una población envejecida de votantes y consumidores. Uno de
cada cuatro -entre los que me encuentro- tiene ya más de 60 años. Mi estimado amigo Pedro Olalla escribe en CTXT este muy lúcido artículo cuya lectura podrán seguir en ese medio. Olalla es autor, entre otros libros más que recomedables, de Grecia en el aire. Herencias y desafíos de la antigua democracia ateniense vistos desde la Atenas actual (Acantilado, 2015), Historia Menor de Grecia. Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos (Acantilado, 2012) y Atlas Mitológico de Grecia (Lynx Edicions, 2002), y de las películas documentales Ninfeo de Mieza: El jardín de Aristóteles y Con Calliyannis. Reside en Grecia desde 1994 y es Embajador del Helenismo. "La democracia se encuentra envejecida, sí: Galeno nos ha dicho por qué, escribe Olalla. Y nuestro reto es rejuvenecerla con una población también envejecida:
convertir en ciudadanos a una envejecida población de votantes,
consumidores, beneficiarios y súbditos, e ilusionarla en el proyecto de
protagonizar la reconquista de sus viejos principios. De ello dependerá
el futuro de miles de millones de seres humanos. Y esta urgente tarea no
es tarea exclusiva de jóvenes o viejos: es tarea de todos, de hombres y
de mujeres en todas las edades de la vida, si bien, dada la
circunstancia de la longevidad en nuestro tiempo y de cara al futuro, es
seguro que el gran protagonismo en dicha empresa habrá de recaer sobre
una población de edad avanzada. Éste es el futuro de la democracia: un viejo futuro. Suena como un oxímoron, como una paradoja. Pero, no pocas veces, son las paradojas lo que nos revela las verdades".
Homenaje a las mujeres que lucharon contra el Apartheid, estatua del escultor Lawrence Lemaoana en Johannesburgo.
Tamaryn-Shepherd
Tamaryn-Shepherd
Parece mentira, pero, apenas dos generaciones atrás, la esperanza de
vida en el mundo era de 46 años; y en Europa, de 65. Hoy, la esperanza
de vida en el mundo es de 68 años; y en Europa, casi de 82. En nuestro
viejo continente, una de cada cuatro personas tiene ya más de 60 años; y
en algunas regiones, la mitad de los votantes tienen más de 50. Está
claro que el mundo envejece demográficamente, y que Europa envejece aún más; pero, ¿quiere esto decir que lo hace también políticamente? ¿Ideológicamente? ¿Es la democracia, como proyecto in fieri, compatible con un envejecimiento social entendido por muchos como conservadurismo, dependencia y renuncia? ¿O tal vez éstos no son, realmente, atributos necesarios
del envejecimiento? Éstos son sólo algunos de los muchos interrogantes
que, a la vista de las tendencias demográficas de los tiempos que
corren, habremos de esforzarnos en contestar con claridad. En cualquier
caso, si, en este contexto, nos preocupa el futuro de la democracia,
deberíamos empezar ya a reconsiderar muy en serio nuestro discurso
habitual sobre la tercera edad y a diseñar mecanismos eficaces
para dotarla de peso político real, pues no olvidemos que, en nuestra
sociedad, el poder establecido no actúa en interés común sino movido por
la fuerza de la reivindicación, y que, en los tiempos que vienen, dicha
fuerza motriz habrá de proceder, cada vez más, de una población de edad
avanzada.
DdA, XIV/3636
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