Félix Población
Gracias a la valiosa y cuidada publicación de un libro de conversaciones con el filósofo Emilio Lledó Íñigo (1927), cuyo magisterio admiro y trato de seguir, he tenido un verano sumamente instructivo que me llevará a indagar más a fondo -si no me entretienen en demasía otros afanes- en las obra de quien, a mi juicio, es una de las personalidades más sabias de las que podemos disfrutar en este país nuestro, tan desconsiderado con la cultura y la educación. Recomiendo por eso vívamente Dar razón, una edición de Juan Á. Canal publicada por KRK ediciones de Oviedo, y en la que se incluyen hasta treinta y ocho entrevistas con don Emilio difundidas en su día en diversos medios de información a lo largo de los últimos cincuenta años (1965-2017). En tanto que intérprete de lo humano y de la realidad social y política, nada mejor que un título como el indicado para conformar un libro de estas características, en donde don Emilio reflexiona tanto sobre el trascendental legado de los filósofos de la antigüedad clásica, que tan a fondo conoce, como sobre el arte, el lenguaje, la enseñanza, la educación, la democracia, la literatura, la corrupción, lo que el llama totalitarismo ultraliberal, la ética, la felicidad, los medios de comunicación, la política, los sentimientos, etc. La filosofía crítica -sostiene Lledó- puede colaborar a que prevalezca el latido sobre el detritus.
Llevado por el gusto de esta intensiva lectura de vacaciones, que me acompañó en mis paseos en bicicleta de cada mañana hasta lugares donde se pudiera respirar una soledad amena y adecuada para una mayor concentración en el contenido del libro, no me resisto a incluir en este modesto Diario del Aire la Lección Magistral que don Emilio pronunció con motivo de la concesión del título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de las Islas Baleares. No ha de lamentar el lector que el texto sea largo en comparación con los que aquí habitualmente se publican, pues de seguro que si lo sigue con atención encontrará razones sobradas para llegar hasta el final y hasta anotar los escolios que sin duda merece. Cuenta don Emilio en una de esas entrevistas que, aunque no apetece la fama, le fue grato comprobar verse reconocido en la ciudad de Sevilla por un entusiasta lector que le deseó doscientos años de vida. Vida lúcida, memoria y amistad para el maestro Lledó, sobre quien un día de su niñez en el Madrid de la guerra un maestro institucionista -don Francisco, a quien siempre recuerda- sembró la semilla de la curiosidad por el conocimiento que lo ha traído con ese importante bagaje del saber hasta nuestros días. Cada uno es hijo de sus genes, pero sobre todo de sus maestros, afirma en una de las interviús. Defiende don Emilio y presta luz al subsuelo humanístico que conforma nuestro bienser y sin cuyo soporte -constantemente dañado por las autoridades educativas y un sistema y una sociedad consumados en lo superfluo- el humano porvenir no tendría horizonte. No lo tendrá sin más ejemplos de magisterio como el suyo. Sin la cultura escrita, expone Lledó, no sólo desaparecería buena parte de nuestra memoria colectiva, sino nuestro presente: Sometidos a un presente sin ecos, acabaríamos esclerotizados por la presencialidad de las imágenes que convertiría la oralidad en puro ruido. El ser humano se diluiría al perder el pie mental del lenguaje, sin cuyo concurso no tendríamos capacidad reflexiva. La memoria es consciencia. Ser es ser memoria.
«Sin amigos, nadie elegiría la vida» (Ética
Nicomaquea, VIII, 1155 a 5). La vida se elige, se sueña y se
construye ante el horizonte amplísimo de la amistad. Y esto es lo
que le presta su dramatismo y su interés. El poder elegir es el
fundamento de la existencia y el principio esencial de una cultura
democrática. Por eso la sociedad humana que, de verdad, pretenda
seguir una vía de progreso -a pesar de lo deteriorado que pueda
parecer el término- tiene que mantener viva esa posibilidad de
elección. Porque no sólo elegimos desde una siempre clara y jugosa
racionalidad. Elegimos desde el conglomerado de razón y sentimientos
que, a veces, manipulados por las informaciones que nos hacen llegar,
coagulan y paralizan nuestra facultad de pensar. Nuestra mente,
nuestra personalidad, se convierte, así, en un esperpento
ideológico, en un amasijo de reflejos condicionados, de
tergiversaciones inconscientemente asumidas, que nos impiden vivir. Emilio Lledó
Emilio Lledó
En un texto del Banquete platónico,
uno de sus interlocutores, Aristófanes, narra un mito en el que se caracteriza
a las criaturas humanas como unos extraños seres, de extraordinaria fuerza y
perfección que, por su deseo de emular a los dioses, fueron castigados por
ellos. Estos seres de forma redonda, con cuatro brazos, y dos rostros opuestos
en una misma cabeza, fueron cortados, verticalmente, por Zeus, duplicándolos y,
de paso, debilitándolos. Las criaturas humanas se convirtieron, así, en seres
partidos, incompletos, añorando siempre la mitad desgajada para compensar, en
el posible reencuentro, el sentido de la existencia: «Desde tan remota época es
el mutuo amor de los seres humanos algo connatural - inserto en ellos mismos- y
reunificador de la antigua naturaleza, tratando de hacer de la dualidad en la
que se han convertido la unidad que fueron. Cada uno de nosotros es, pues, un
símbolo de hombre. De ahí que andemos siempre buscando nuestro propio símbolo,
nuestra otra mitad» (Banquete, 191 c-d). El mito que habla de estos
seres partidos no sólo es una brillante imagen literaria en que se expresa una
teoría de la condición humana. El mito refleja, además, algo sustancial a la
misma naturaleza concreta de cada uno de nosotros. Esa misma naturaleza tiene
un motor y guía, el deseo -órexis- que en su incesante inestabilidad
está en el origen de toda convivencia, de toda elección. Porque en el suelo de
la historia, el deseo se determina, modifica y completa desde las condiciones
de posibilidad que emergen de esa misma historia. La fractura de nuestra
existencia, la pérdida de autarquía, la continua búsqueda de lo otro,
representa, claramente, ese carácter simbólico y fragmentario que anida en
nuestro ser. Es verdad que ya no andamos tras las huellas de esa mitad cortada,
tal como cuenta el mito; pero, fuera de él, el aliento del deseo, la
inseguridad y el azar, la inquietud y la pasión, son manifestaciones de esa
existencia quebrada y, por supuesto, estimuladora, que determina la vida.
La existencia humana tiene el mismo afán, la misma
necesidad de completarse que las criaturas del mito. Pero su
posibilidad de realización y perfección es algo mucho más abierto
y creativo que las ausentes mitades que, en otro tiempo, forjaron
nuestra identidad. El deseo, que impulsa más allá del complejo
organismo que ciñe la piel, necesita determinarse; ir construyendo
un mundo en el que la soledad en donde se cobija, inevitablemente,
cada consciencia individual, encuentra los mensajes que la humanizan,
que la enriquecen y que airean la monotonía de su fragmentario
existir.
En el discutir de los días, se nos ha hecho
habitual e insensible el sorprendente fenómeno del necesitar, sobre
el que se alza el arco del deseo. En la República (369 b)
Platón había intuido, desde un espacio político, esta forma
peculiar de constituirse el hombre: «Pues bien, la Polis nace, en mi
opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se
basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas». Esa
indigencia manifiesta también la soledad imposible, la pérdida de
autarquía, la incesante recepción y creación de mundo. La
indigencia que moviliza el deseo se proyecta en un espacio objetivo
donde -en su manifestación ideal, modulada por todas las posibles
contradicciones- construimos el mundo elegido, dentro de las tantas
veces agobiantes condiciones de posibilidad de la sociedad. Es verdad
que esas condiciones son condiciones reales, engarzadas con nuestros
instintos, con nuestra educación y carácter que también, como el
mundo circunstante, nos determina y aprieta con la misma fuerza que
las condiciones objetivas y sociales. Porque, en el fondo, buena
parte de la subjetividad que somos, de la persona que nos define, se
ha hecho en el juego del mundo que, como destino, nos toca vivir y
que ha enriquecido o empobrecido cada singular existencia. Una
memoria, pues, de lo que fuimos para que, sobre esos seres
fragmentados, flote siempre la amenaza de un nuevo castigo si,
excepcionalmente, se lograse recuperar la redonda identidad y con
ella, la energía, fuerza y seguridad que antes tuvieron.
Pero también fuera del espacio mítico,
la memoria real que nos constituye indica las orientaciones y logros
posibles a que nos arrastran los deseos. Fondo de nuestro existir, la
posibilidad de evocarlo nos ata siempre, en cada presente, a la fría
reconstrucción de otro tiempo en el que ya no podemos elegir. Los
vericuetos de esa memoria que, fragmentariamente, evocamos nos
permitirían aprender de aquellos pasos que decidieron nuestro
destino. Por eso, ser es ser memoria. No tanto por la siempre difícil
plenitud de evocación, sino porque, en el hilo del tiempo recordado,
podemos encontrar las decisiones, elecciones, azares que nos trajeron
al lugar en el que estamos. Criaturas indigentes, condenadas a
recuperar esa indigencia en el ámbito de otros seres, intentan
reconstruir, inventándosela, la mitad perdida. Y esa reconstrucción
que movilizó el deseo hacia el futuro se alimenta, además, del
pasado. La memoria es, así, el otro elemento esencial de esa
búsqueda y creación de la fragmentada y duplicada identidad. Zeus
ordena a Apolo que cure las heridas producidas por el corte; que
alise las cicatrices; pero que deje bien visibles unas cuantas
«alrededor del vientre y el ombligo como memoria (mnemeion)
del antiguo (tou palaiou páthous)», (11 ac). El término
memoria (mnemeion) emerge, en el pasaje platónico, como un
hito de ese camino dirigido al encuentro de lo que nos completa.
Porque la recuperación fragmentaria del pasado que cada acto de
recuerdo implica no consiste en la momentánea evocación, en el
presente, de un resto de otro tiempo. El fundamento de la memoria no
es sólo su posibilidad de evocar, sino de construir, de crear, de
fijar. En el surco del tiempo y en la infinita sucesión de latidos
que conforman la existencia, la memoria establece la permanencia,
aglutina unos instantes con otros, y enhebra la posible coherencia de
cada biografía. Lo que hemos ido siendo ha estado marcado y
orientado por las determinaciones que pasaban por el curso del
existir. Sin la determinación que pervive hacia el futuro, sin la
fijeza que imprime a cada instante su engarce con el instante
anterior y posterior, la vida carece de sentido y contenido, y su
tiempo no podría contar más que segundos vacíos, sustentados en su
propia nada: la imposibilidad de construir el argumento de su
continuidad. La memoria es ser, porque es permanencia y porque diseña
en cada individuo los perfiles de un carácter, de un rostro, de una
«persona», que manifiesta, efectivamente, «una manera de ser». Y
esto es fruto de la persistencia de esos engarces que remachan e
identifican lo que, en otro caso, sería una vacía e imposible
sucesión.
El recuerdo que aparece en el mito platónico de los
hombres redondos que, al ser partidos, se ven ya, necesariamente,
impelidos a desear, a buscar lo otro y al otro, con la esperanza,
nunca colmada, de la antigua plenitud, se transforma, dentro de la
existencia concreta de cada uno, en una teoría del amor y la
amistad. En esta tendencia a la perfección en la alteridad, en ese
vínculo que define el impulso más fuerte de la vida personal,
alienta la memoria de lo que hemos sido. Nuestra forma de querer, las
perspectivas que acogen cada historia de amor y de amistad, arrancan,
fundamentalmente, de un tiempo pasado en el que nuestras decisiones y
elecciones han ido dibujando los contornos de una personalidad. Somos
desde la memoria y no sólo desde el pequeño espacio del puntual
recuerdo, sino desde el tejido que nuestros actos han ido formando y
que dicen cómo hemos llegado a ser. Pero queremos y deseamos también
como ha querido y desea esa memoria; queremos desde nuestra concreta
y determinada esencia, desde las fibras que han urdido nuestra
personal biografía, desde los rincones en que nuestro cerebro ha
aprendido, o le han enseñado, a movilizar o a paralizar sus
neuronas.
La memoria inventa y descubre el espacio que va
cobijando la contextura de nuestra ideología, de lo que pensamos del
mundo y de los otros seres, la voz de ese lenguaje interior en el que
hablamos con nosotros mismos y en el que, continuamente, nos
reconocemos. Y esa memoria, que reconoce, habla y da sentido a la
monotonía de la naturaleza, está hecha del diálogo que llevamos
con las informaciones que nos llegan del mundo exterior. Un proceso
de maduración en el que la educación desempeña una parte
fundamental. Educar será, sobre todo, construir el argumento que
sostiene el incesante acopio de signos y lenguajes que, a veces, nos
desborda; sintetizar las múltiples experiencias en un rostro
homogéneo, en una «persona». La memoria como centro de liberación
o de esclavitud, según haya sido la fluidez o el anquilosamiento de
las informaciones recibidas, acaba convirtiéndose en la garantía
sobre la que descansa la intimidad, en la voz del lenguaje que somos,
del intérprete necesario que no puede cesar de mirar, de juzgar, de
asimilar. En el foco de la memoria individual, como esa cicatriz de
las criaturas desgajadas que cuenta Aristófanes en el Banquete,
descubrimos esos vestigios de la experiencia, esos relieves del
tiempo que se han salvado de su deslizamiento y que, en cierto
sentido, organizan y unifican lo que hacemos. Pero también, como en
el mito, esa mirada que podemos dirigir hacia nosotros mismos para
reconocernos en el espejo del tiempo que la memoria solidifica, puede
ser reflejo del deseo, objeto de la amistad y el amor. La mirada
hacia sí mismo no es nunca una mirada neutra, sino que en ella se
hace patente no sólo la apetencia del ser, sino su aceptación. Pero
esto amplía ya el paisaje del mito hacia nuevos horizontes que abren
uno de los más fecundos territorios de la filosofía moral y de la
filosofía política. Porque en esa aceptación de sí mismo y,
paradójicamente, en la aceptación y querencia del otro,
descubrimos, una vez más, el eje que armoniza la historia de esos
seres indigentes, que únicamente pueden vivir si son capaces de
sentir el amor y la amistad, si son capaces de soñar, de inventar lo
otro que se quiere y que, en ese querer, nos completa y realiza.
II
En la historia del amor y la amistad hay dos
momentos capitales, que arrancan ya de las dos primeras reflexiones
importantes sobre este fenómeno afectivo. Sorprende que,
precisamente, en sus orígenes, los escritos de Platón y Aristóteles
dedicasen largas páginas a analizar y describir, con precisión y
sutileza, el sentido, fundamento, formas y poder de la amistad. Y
sorprende porque, aunque ya en nuestro siglo la psicología y la
sociología se han interesado por estos elementos esenciales de
interacción social, la amistad y el amor han estado, en buena parte,
ausentes en los escritos de los filósofos. Es cierto que, después
de los griegos y partiendo de sus ideas, Cicerón y Agustín de
Hipona, volvieron a reflexionar sobre la amistad, y que en el Llibre
d'amic e amat de nuestro Llull resuenan ecos del mejor
platonismo, y que en el Renacimiento y la Ilustración , Ficino o
Rousseau, por ejemplo, abordan, desde perspectivas muy distintas, el
platonismo o la pedagogía de los afectos. Pero, de todas formas,
para la importancia que tiene este fundamento de la vida y las
relaciones humanas, parece como si el impulso original, que movió a
los griegos a hacer una de sus más brillantes y agudas aportaciones
teóricas, no se hubiera mantenido, al menos con la intensidad que su
comienzo prometía.
El interés que para los filósofos griegos tuvo el
problema de la amistad, de la philía, lo pone de manifiesto
el hecho de que en los diez libros de la Ética nicomaquea de
Aristóteles, dos de esos libros están dedicados a la amistad. Que
en el primer escrito en el que se plantea esta fundamental cuestión
de la filosofía práctica y en el que se analizan, por primera vez,
las estructuras más sutiles del obrar humano, aparezca la philía
como un componente esencial de ese obrar, indica la importancia
que, para la ética y la política, tuvo ese conocimiento.
Aristóteles que exploró, por primera vez, el inmenso territorio de
la amistad, creó también una parte de la terminología que la
expresaba como, por ejemplo, el término philautós.
Traducido de una manera muy esquemática, diríamos amor «a sí
mismo», «amor propio»; pero esa traducción deja fuera algunos
componentes esenciales de esta palabra, compuesta del adjetivo
phílos, «tendencia amistosa», «amado», «querido» y el
pronombre personal o adjetivo de identidad, autós. Este
tipo de creaciones permiten ver la riqueza de una lengua que se
moldeaba por intuiciones de sus filósofos y que dejó plasmado en
ella el sonido de sus descubrimientos intelectuales.
Como es sabido, el adjetivo phílos surge
ya en los albores de literatura griega y no significa, en principio,
«amigo», tal como hoy lo entendemos. «Si el hombre homérico, de
las muchas cosas que encuentra en el mundo que le rodea quiere
destacar una ante la que se sitúa en una relación muy próxima,
utiliza la enigmática palabra phílos. Las más recientes
investigaciones nos indican que se trata de un adjetivo-posesivo
pronominal». (Franz Dirlmeier: Phílos und philía im
vorhellenistischen Griechentum. München, 1931; pág. 7). En
este sentido phílos expresa una estrecha relación que se
podría definir como «la pertenencia al yo como propiedad, y como
propiedad que se aprecia y cuya posesión no es indiferente y que nos
da alegría. Porque eso es phílos, aquello que nos es más
próximo: el propio cuerpo, la propia vida» (ob. cit., pág. 7).
Textos de los poemas homéricos, de la tragedia y la comedia nos
ofrecen abundantes ejemplos. Tan personal pertenencia salta pronto al
mundo de los objetos: «así, son philía los bienes que nos
rodean y que sobrepasan la esfera del Yo: los vestidos, la casa, el
lecho, las ofrendas, el arco, la cítara, la nave» (ob. cit., pág.
7). Estos objetos y bienes no sólo nos sirven sino que, en parte,
conservan algo de nosotros: el desgaste del roce de nuestras manos, o
esas arrugas de nuestros vestidos que se han hecho al aire, al gesto,
a los hábitos y movimientos de nuestro cuerpo. Una corriente
profunda de pertenencia y fraternidad, por así decirlo, que fluye
entre los seres humanos y las cosas. Pero, tal vez, lo más
sorprendente, como han mostrado las investigaciones de Dirlmeier, es
que phílos empieza a trascender el cerrado espacio del
cuerpo y a proyectarse hacia los otros pero, precisamente, hacia
aquellos otros que estaban unidos por los vínculos familiares.
Philía nace, como decía, en el espacio de la
consanguinidad, de aquellos que tenían la misma sangre.
Los primeros pasos en la historia de la amistad se
dieron, pues, en el cobijo del grupo familiar. La literatura griega
está llena de testimonios que expresan esta philía syngeniké.
Es lógico que el afecto hacia los otros hubiese que aprenderlo en
los brazos de la naturaleza, que dictaba su poderosa ley, defensora y
protectora de la propia vida, en el dominio de la solidaridad y la
pervivencia. Pero pronto, las formas democráticas de la sociedad,
que se consolidan en el siglo V, ofrecen en la relación amistosa y
amorosa un cambio fundamental. Ese cambio había sido ya iniciado en
el seno mismo de la sociedad aristocrática. El nombre de «amigo»,
en los poemas homéricos, es el de «hetaíros», una amistad que no
tiene, en principio, que ver con el clan familiar ni, en
consecuencia, con la consanguinidad. La sociedad bélica que
describen esos poemas, la soledad ante el destino, el peligro y la
violencia, llevan al héroe griego a buscar en el otro -partícipe
también de una existencia acosada- ayuda y compañía. Las primeras
formas de una amistad libre, más allá de la consanguinidad y la
familia, tienen lugar en ese espacio donde van juntas la muerte y la
vida. La defensa real del cuerpo y la defensa ideal de unos
determinados valores, que la aristocracia guerrera había sublimado,
dibujan el horizonte de referencia para nuevas formas de relación
entre los hombres. Esas relaciones habían establecido una fórmula
férrea, que expresaba el primer atisbo moral en las vinculaciones
humanas: «ama al amigo y odia al enemigo». Un principio feroz como
elemento de cultura y concordia, pero que, paradójicamente, ponía
al descubierto la necesidad de la philía. En un pueblo
agarrotado por guerras continuas, como fue el pueblo griego, esa
teoría del comportamiento, donde entrechocaban los primeros
balbuceos de la justicia y la injusticia, dejaba ver no sólo la
dureza de la vida, sino la dificultad de defenderla.
La discriminación y barbarie que encerraba tal
comportamiento expresaba, sin duda, una forma de reconocer la escasez
que acosa a la existencia y confirmaba, efectivamente, la angustia de
una naturaleza que tiene que luchar para vivir. Con ello, la
naturaleza mostraba también su rostro de «maestra de la vida», y
enseñaba la salvaje lección de su pasión por defenderla. Lección
que, por cierto, ha resonado, sin apenas respiro, a lo largo de la
historia. Pero ese dictado de la fuerzas instintivas que, bajo
múltiples máscaras, nos indicaba la estrecha e inestable frontera
del persistir, empezó a ser desoído por otra fuerza de la que había
de arrancar la cultura o, con un adjetivo a veces trivializado, lo
humano, lo específicamente humano.
Uno de los primeros momentos de ese cambio aparece
ya en la filosofía griega. En la discusión sobre el fundamento y
sentido de la justicia que se lleva a cabo en el libro primero de la
República y donde se recoge el viejo apotegma de «hacer
bien a los amigos y mal a los enemigos» (332 d), se resquebraja ya
esa tesis. «Por tanto, si alguien afirma que es justo el dar a cada
uno lo debido, y entiende, por ello, que el hombre justo debe dañar
a los enemigos y beneficiar a los amigos, no fue sabio el que así
dijo» (335 e). Con tales palabras, irrumpe en la tradición
filosófica un horizonte de referencia sobre el que proyectar un
nuevo sentido para los actos humanos. Pero en esta proyección había
que construir unos principios que pudiesen sustituir o, al menos,
modificar la implacable ley de la naturaleza.
III
El instrumento para esa construcción habría de ser
la philía, un impulso que, modificado como deseo del bien
hacia el otro, deseaba el bien para sí mismo. En su democratización
y apertura, la philía va a ser el mejor camino de
sociabilidad y concordia. No es extraño, pues, que Platón y, sobre
todo, Aristóteles, entendiesen que las posibilidades ocultas en el
universo afectivo de la amistad, constituían el inicio de una
revolución en los condicionamientos que organizan el obrar humano.
Un conocido fragmento de Epicuro a quien, tal vez, llegaron ecos de
los planteamientos éticos de Aristóteles, sintetiza, con una imagen
muy certera, esa inmensa democratización del principio universal de
la amistad: «Philía hace su ronda alrededor del mundo y,
como un heraldo, nos convoca a todos a que nos despertemos para
colaborar en la mutua felicidad» (G. V. 52).
No es extraño, pues, que el libro VIII de la Ética
Nicomaquea, donde Aristóteles comienza su larga reflexión
sobre la amistad, se abra con una impresionante afirmación: «La
amistad es lo más necesario para la vida» (anankaiótaton eis
ton bíon). Muchas veces me he preguntado por el sentido de esta
necesidad y he buscado en los textos clásicos los matices de este
adjetivo, anankaíon. En la Metafísica (V. 5, 1015
a2o ss.) explica Aristóteles que «lo necesario es aquello sin lo
cual no se puede vivir, por ejemplo, el respirar, o la alimentación».
Entre los diversos sentidos de esta palabra, en el texto
aristotélico, no aparece uno que creo que es importante para el
significado de la necesidad de la philía . La necesidad,
como la amistad, corre también por los canales del parentesco. Los
miembros de una familia son los anankaíoi (necessarii: los
parientes de la misma sangre). Platón ( República, IX, 574
c) hablará de una madre como la amiga necesaria y es muy probable
que la expresión aristotélica volviese, a través de la
consanguinidad, a recoger el engarce con la naturaleza de la amistad,
congregando e identificando a los individuos.
Esta amistad, necesaria para la vida, que encuentra
en las páginas de la Ética Nicomaquea uno de los análisis
más detenidos y certeros en toda la historia de la filosofía, va a
enraizar su necesidad en un espacio distinto de aquél que configura
el clan familiar. Precisamente porque se trata ya de levantar una
teoría democrática de la amistad, las referencias familiares -el
amor de los padres a los hijos, por ejemplo- tendrán un papel
secundario. La amistad nace, sin duda, desde ese modelo natural que
determina y crea las relaciones paterno-filiales; pero esto es, como
decía, el modelo de la naturaleza. Una sociedad nueva, sobre
vínculos mucho más abiertos, no podía aceptar sólo los afectos
que proclamaban la defensa del clan.
Una de las primeras lecciones de esta amistad
democrática dictaba su sabiduría bajo la forma de otro de los
conceptos esenciales de la, también, nueva ética: el concepto de
«elección» - proaíresis-. Porque las identidades de la
tribu o la familia se alimentaban de tajantes principios de exclusión
y de discriminación. El individuo discriminado, por muy excelente
que sea, jamás podrá pasar, aunque se esfuerce, la barrera que los
otros le han levantado. El «no eres de los nuestros», no sólo fija
una fórmula de exclusión y rechazo sino, en el peor de los casos,
de condena. El valor del individuo, su victoria democrática que, con
la educación, tiende a encontrar la igualdad y la libertad entre los
seres humanos, choca contra ese principio discriminador que ya no se
funda en el ser, en la elección, en la honestidad, en la
inteligencia, y la cultura, sino en el pasivo estar dentro de la
muralla infranqueable de los distintos, de los «mejores», de los
que han llegado a creerse mejores. La philía era, pues, la
posibilidad de romper con esa ideología de la exclusión al
pretender, con la posibilidad de una elección voluntaria y libre,
limpiar la asfixia y la irracionalidad que producían los intereses
egoístas del clan.
«Sin amigos, nadie elegiría la vida» (Ética
Nicomaquea, VIII, 1155 a 5). La vida se elige, se sueña y se
construye ante el horizonte amplísimo de la amistad. Y esto es lo
que le presta su dramatismo y su interés. El poder elegir es el
fundamento de la existencia y el principio esencial de una cultura
democrática. Por eso la sociedad humana que, de verdad, pretenda
seguir una vía de progreso -a pesar de lo deteriorado que pueda
parecer el término- tiene que mantener viva esa posibilidad de
elección. Porque no sólo elegimos desde una siempre clara y jugosa
racionalidad. Elegimos desde el conglomerado de razón y sentimientos
que, a veces, manipulados por las informaciones que nos hacen llegar,
coagulan y paralizan nuestra facultad de pensar. Nuestra mente,
nuestra personalidad, se convierte, así, en un esperpento
ideológico, en un amasijo de reflejos condicionados, de
tergiversaciones inconscientemente asumidas, que nos impiden vivir.
La sociedad democrática tiene que luchar contra
esos fantasmas que la oprimen, y que producen un efecto devastador en
la inteligencia y la sensibilidad de los individuos. La filosofía
política de la modernidad inventó un término muy expresivo para
señalar este hecho, el término de alienación que, entre otras
cosas, manifestaba la pérdida total de consciencia de sí, de
reconocimiento, de sustancia personal.
La deliberación, como momento previo a la elección,
sólo es posible si la mente alcanza, de hecho, a reflexionar; si es
capaz de mirar, de descubrir, de pensar, fuera de esos cauces que han
construido la sinrazón y la arbitrariedad. Por eso tiene sentido la
elección. «Lo elegible es, necesariamente, algo que depende de
nosotros», dice Aristóteles (Ética Eudemia II, 10, 1225 b
36-37). Y esta dependencia implica, en primer lugar, libertad.
Elegimos porque somos libres, porque el mundo se nos ofrece como el
territorio de una posibilidad que la elección determina y realiza.
Para ejercitar esa libertad, necesitamos poder elegir. Y esa
posibilidad no es algo exterior a nosotros mismos. La posibilidad es
forma también del tiempo, que es nuestra posibilidad suprema. El
blando horizonte de lo porvenir tiene que acompañar, en los
«posibles» cauces con que se nos aproxima, a otra más
imperceptible forma de posibilidad «interior». El universo de la
intimidad -esa palabra tan problemática para la filosofía
contemporánea- es, sin embargo, un microcosmos que conserva, de
hecho, su libertad - forma singular de posibilidad humanizada- si
mantiene alerta el delicado mecanismo de la elección.
La philía constituye una de las grandes
manifestaciones de esa elección humanizada porque es, esencialmente,
una manera de acercarse, desde nuestro mundo personal, al mundo
exterior y, en él, sobre todo, a los otros seres personales. La
forma de aproximación que la philía implica es, tal vez,
tan compleja como la del logos, del lenguaje, la otra gran
forma universal de aproximación entre los hombres. Su complejidad
consiste en que el código referencial, para expresarnos hacia el
otro, es aún más directo e inmediato que los códigos lingüísticos.
En el lenguaje que comunica dos consciencias, hay siempre un universo
significativo, fuera de los sujetos que lo utilizan, que apoya y da
sentido a las palabras. Un triángulo, pues, donde el vértice
referencial del lenguaje preexistente a cualquiera de los dos
posibles interlocutores de un diálogo, sobrevuela determina y ciñe
la elección de lo que decimos. Pero la philía carece de
ese código referencial, aunque tantas veces pueda reflejar, en
palabras, sus sentimientos y deseos. La philía percibe la
comunicación con el otro, a través del fenómeno universal de la
sympátheia , esa percepción afectiva en la que vivimos la
alteridad, en el ámbito de lo propio, de lo personal. En este
ámbito, el lenguaje es, por supuesto, un camino donde se manifiesta
la philía, pero ésta se nutre, además, de otros signos
que nacen de la mirada, de las manos, de los gestos, del lento ser
consciente de nuestra propia sensibilidad (Cfr. Nietzsche: Die
fröhliche Wissenschaft, V, 354, -Schlechta, II, 22).
La necesidad de la amistad para la vida deja ver ese
orden íntimo del individuo, que se siente parte de un organismo
afectivo donde se encuentra con el fenómeno de la alteridad como
solidaridad. Pero de la misma manera que el logos, el
lenguaje que somos, puede atrofiarse y convertirse en un monótono
círculo de estructuras autoreferentes, incapaces ya de entender más
cosas que el grumo impenetrable de su fabricada ideología, la philía
puede también diluirse en el inconcreto paisaje donde un
miserable entorno utilitario nos acosa y acapara. Es verdad que el
principio de la utilidad alimenta, en parte, el espacio de la
amistad, y lo que nos beneficia marca un territorio donde alienta
alguna de sus formas. Pero esta relación utilitaria, que arranca de
la necesidad para la vida y modula, en ella, los deseos, es sólo un
momento inicial, o una compañía marginal en el inmenso dominio de
los afectos.
Aristóteles, en su certero análisis de los
elementos que constituyen la philía, pretende llegar al
fondo de este sentimiento y descubrir qué es aquello en lo que se
funda. En la revolución terminológica que lleva a cabo, crea varias
palabras que expresan la estructura de esa realidad que se nos
presenta como armada o querida. En el neutro del adjetivo philetós
levanta una perspectiva teórica que le permite descubrir, en
aquello que queremos, la cualidad que justifica nuestro apego. Ese
fundamento ideal sería, pues, lo «amable», en un sentido fuerte de
la expresión: aquella cualidad objetiva que despierta nuestro deseo.
«Parece, en efecto, que no todo puede ser objeto de predilección,
sino lo que es amable, y esto es o bueno o agradable o útil» (E. N.
VIII, 2, 1155 b 18-19).
Estos son los tres ámbitos en que se asienta la
philía y alguna de estas tres características tienen que
poseer los seres que queremos. Por encima de lo útil parece situarse
lo bueno y lo agradable aunque, en algún momento, estos conceptos
pudieran confundirse. Pero los términos que fijan un cierto
horizonte semántico, estructurador de preferencias, reclaman la
presencia de otra palabra, la phílesis, que se refiere al
acto concreto en el que vivimos nuestra predilección. El sutil hilo
que enhebra estas expresiones, con las que Aristóteles describía un
fenómeno de la sensibilidad y de la consciencia que la refleja,
dejaba ver la fragilidad y, al mismo tiempo, la condición singular e
histórica de esta aventura afectiva. Porque en el mismo capítulo
donde habla de estos componentes que llaman a nuestro deseo, presenta
Aristóteles lo que constituye una de las aportaciones más vivas y
actuales a la filosofía práctica: «Parece que cada uno ama lo que
es bueno para él, y que aunque, en general, lo bueno sea amable,
para cada uno lo es el bien de cada uno; no tanto lo que es bueno
para él, sino lo que se lo parece.; queremos, pues, lo que nos
parece querible» (E. N. VIII, 2, 1155 b 24-26).
Este concepto de «bien aparente», al comienzo de
los libros sobre la philía, sitúa la supuesta objetividad
del bien, en el centro mismo de la subjetividad. Es cierto que, en
abstracto, se puede afirmar que aquello a lo que llamamos bien es el
fin de la apetencia y el deseo de los seres humanos. La Ética
Nicomaquea se abre, como sabemos, con una tesis radical: «El
bien es aquello hacia lo que todo tiende». (I, 1, lo94 a 3). Pero
este bien universal, impulsor de la vida y en el que se recogen ecos
del platonismo, encuentra en Aristóteles un cierto correctivo
histórico. El bien queda diluido en las múltiples formas bajo las
que se presenta. Esta multiformidad permite entrever un mundo
intermedio, que traza su frontera entre la subjetividad y la
objetividad. El supuesto carácter objetivo del bien queda reclinado
sobre el lado de la apariencia y, en cierto sentido, construido desde
ella. Ese fluido universo de apetencias y deseos a los que tiende el
hombre queda, pues, supeditado al contenido mismo de su propia
tensión. «Si se dice que el bien aparente, o sea lo que a cada uno
se le presenta como tal, es aquello que queremos, tenemos que deducir
que no hay un objeto natural de esa querencia, sino que para cada uno
es el bien lo que se le presenta como tal. Y para el hombre bueno lo
que, de verdad, lo es. porque en lo que se distingue el hombre bueno
es en ver la verdad en todas las cosas, siendo, por decirlo así, el
canon y la medida de todas ellas». (E. N, III, 4, 1113 a 18-32).
Al descubrir textos como este, escrito hace
veinticuatro siglos, no podemos por menos que entender por qué la
literatura, la filosofía, el arte griego, siguen estando presentes
en nuestro tiempo. De la misma manera que esa belleza y perfección
de las esculturas griegas siguen llenando y asombrando nuestros ojos
por los museos del mundo, muchas páginas de sus filósofos siguen
dialogando con nosotros, a veces con tanta o mayor intensidad que los
escritos de algunos contemporáneos.
El bien aparente, el phainómenos agathón,
relativiza nuestra capacidad de vivir, al dejar a la responsabilidad
humana la fundamentación de la bondad. Porque la apariencia no es
sino la perspectiva personal, con que irradiamos, sobre las cosas y
sus posibles significados, las formas ideales por medio de las que
hemos aprendido a querer y a entender. El gran problema que se
plantea desde esa subjetividad que inventa, en el mundo objetivo,
parte del universo de sus apariencias, de sus «presentaciones»,
consiste, sin embargo, en que la libertad con que podemos elegir o
pensar, es una libertad condicionada. Nuestra voluntad o inteligencia
no es manifestación de una voluntad o inteligencia pura, que actuase
desde una facultad neutral o incontaminada. La subjetividad está
sometida, partiendo ya del mismo lenguaje que nos clasifica y enseña
el mundo, a las presiones de quienes nos lo administran, nos lo
interpretan y, en algunos casos, nos lo imponen. La construcción del
bien aparente sale del espacio de esa mismidad originaria que, sin
embargo, está comprometida en su imposible inocencia por la
alteridad de aquellas estructuras sociales que, más o menos
inconscientemente, la han ocupado y, muchas veces, avasallado.
La teoría del bien aparente es una de las más
sugestivas aportaciones de Aristóteles porque, en ella, se nos hace
presente, además, el fenómeno global de nuestro tiempo: la
maravillosa visualización del mundo; pero, a la par, la terrible
amenaza de su global manipulación y falsificación. Ese bien que
queda supeditado «a lo que a cada uno le parece» nos permite
descubrir el desgarro de esa pretendida unidad del individuo. El
«uno» que ve la apariencia de bien y que, en esa visión,
contribuye a la constitución de lo deseable, está compuesto por una
amalgama de tensiones e informaciones que podrían, por un lado,
estimular el contenido de ese bien armonizando y enriqueciendo las
consciencias que reflexiona y elige o, por el contrario, podrían
atrofiarla y disolverla.
Por ello, en el texto aristotélico aparece,
sorprendentemente, el hombre bueno, como principio y medida de ese
bien, en una jugosa variante de la fórmula de Protágoras: «el
hombre es la medida de todas las cosas». En el texto de la Ética
Nicomaquea , se indica, además, una característica esencial
que nos permite descubrir en qué consiste esa bondad: «lo que más
distingue al hombre bueno es el ver la verdad en todas las cosas»
(1113 a 28-31). Juzgar rectamente y ver la verdad son partes
constitutivas de la bondad. Estas cualidades que acentúan el aspecto
intelectual de los seres humanos no son sólo manifestación de un
predominio exclusivamente cognoscitivo. Juzgar y descubrir la verdad
tienen una vertiente moral, porque es en la inteligencia y en su
capacidad de elegir donde radica, sobre todo, la capacidad de ser.
El bien que le aparece al ser humano, el bien que
ve, es parte, en cierto sentido, de sí mismo. El bien con el que se
enfrenta es, por consiguiente, el bien que hace, desde ese juicio
recto y desde esa visión de la verdad. Un bien que brota entre las
estructuras de sus propios juicios y de su aproximación a lo
verdadero. Para que esa visión de la verdad sea posible, la mente
tiene que estar libre de esa amalgama ideológica que imposibilita el
contacto con ella. Porque la verdad, a su vez, consiste, por muy
utópico que pudiera parecernos, en la capacidad de entender el mundo
y a los seres humanos, sobre un territorio de libertad, de progreso,
de lucha por la solidaridad y la racionalidad.
IV
El ejercicio de la areté, de la excelencia
humana, descubre en el núcleo originador de la philautía,
del amor a sí mismo, el amor a los otros. «Las relaciones amistosas
con los otros y las características por las que se define la amistad
parecen derivarse de los sentimientos que tenemos para con nosotros
mismos. En efecto, se dice que el amigo es el que quiere y hace el
bien o lo que al bien se le parece, por causa del otro, o como el que
quiere que el amigo exista y viva, por amor del amigo mismo» (E. N.
IX, 1166 a 1-5).
Este texto nos deja ver un giro fundamental en la
teoría del bien y la amistad al enlazar, en la energía de la
existencia, ambos conceptos. El amor a sí mismo no es ya una
derivación de aquel vínculo familiar que originaba la primera
manifestación afectiva de nuestra relación con los otros. Al
establecerse la bondad en ese dominio personal donde se ejercita el
entendimiento y el juicio, el ser humano empieza a construir aquella
mitad ausente que el mito del Banquete narraba. La
existencia se transforma, así, en un peregrinaje en busca de aquella
mitad perdida que alienta en el fondo de cada persona a medida que
ejercitamos, a lo largo de nuestro tiempo, la areté , la
excelencia, que sólo es posible en la práctica de nuestro vivir.
«Las cosas que hay que aprender para hacerlas, las aprendemos
haciéndolas. Por ejemplo, nos hacemos constructores construyendo
casas, y citaristas tocando la cítara. Así también, practicando la
justicia, nos hacemos justos» (E. N. II, 1, 11º 3 a 32-34).
En el centro de toda la ética encontramos ese «amor
a sí mismo», que supera cualquier tentación de egoismo, porque se
funda en el reconocimiento y aceptación del yo que construimos. Y
ese edificio está levantado sobre un fundamento de bondad que no es
sino el cuidado por la facultad de juzgar y de entender. De esta
manera, el hombre de bien, que elige la inteligencia y la verdad como
el fin del vivir, encuentra, en esa mirada hacia sí mismo, la
necesidad de dirigirla hacia los otros.
La mirada hacia sí mismo se nutre de memoria. El yo
que vislumbramos es el resultado de una continuada reminiscencia, en
la que aparecen los destellos de nuestra historia personal. El «sí
mismo» entrevisto a través de los latidos del tiempo presente es el
reflejo que conserva los restos de una biografía y, en ella,
asumimos aquello que quisiéramos poder entregar en la amistad.
Porque los sentimientos afectivos hacia esa propia mismidad no son,
en el fondo, manifestación de los instintos que fuerzan a permanecer
en el propio ser. El «sí mismo» es una expresión mucho más
compleja, en la que se sintetiza el recorrido por el tiempo de cada
persona. Ese recorrido pasa por los senderos más o menos azarosos de
la vida; pero también por aquellos múltiples momentos, que quizá
ya no recordamos, y que han ido fraguando, desde nuestras posibles
elecciones, el sentido de cada inmediato porvenir. Mirarse a sí
mismo es el paso previo a toda verdadera amistad. En ella entregamos
al amigo lo que somos, porque ese ser, forjado en nuestro interior, y
que se enlaza en la relación amistosa, no es sino el rostro, la
persona que hemos sabido formar, desde la lucha por ser libres en
nuestras elecciones, y desde el ejercicio de la suprema idea de
solidaridad que es la inteligencia.
La amistad es la forma más intensa de nuestro
encuentro con los otros, que es, al mismo tiempo, la forma más
enriquecedora de encontrarnos con nosotros mismos. Pero precisamente
porque ese encuentro hace real la presencia del bien, del bien
construido en esa imprecisa frontera a la que, anteriormente, me
había referido, la amistad, como la inteligencia, se educan.
En una sociedad como la nuestra, acosada y
acogotada, en buena parte por principios utilitarios y agresivos,
donde la nueva ideología insiste en los aspectos económicos, como
exclusivo fundamento de una globalización desinflada y sin
sustancia, hay que esforzarse en globalizar -por seguir con tan
desagradable y desafortunada palabra- la inteligencia y la amistad.
Sé que no es fácil, y que muchos de estos deseos pueden quedar en
el etéreo dominio de las jaculatorias más o menos piadosas. Pero
si, a pesar de todos los miserables principios de la pragmacia
imperante, somos capaces de idealizar y de soñar, estaremos
apuntando a un horizonte posible de desarrollo y de futuro. Por eso
es tan importante mimar la educación, crear escuelas, sostener
universidades donde se forme la inteligencia y los sentimientos de
los que en ellas trabajen, e inventar nuevas formas de una cultura
moral: idear cauces por donde discurra la philía, la
amistad, hacia el saber, hacia el lenguaje que nos abre la puerta de
nuestra visión del mundo, hacia ese ser humano, nacido en la
indigencia, pero también en la posibilidad del conocimiento y del
amor.
Es ésta una responsabilidad de la política, de la
amistad política, a la que se refería Aristóteles. Es verdad que
la lucha y la guerra son el padre de todas las cosas. Pero el viejo
dicho de Heráclito añadía que a unos les hace dioses y a otros
hombres, a unos esclavos y a otros libres. La guerra de los seres
esclavos es la guerra del dolor y la destrucción. La guerra, en
cambio, por la memoria y la amistad es la que tensa el deseo de los
hombres libres. De la maravillosa memoria de la cultura, de la lucha
por el conocimiento, del recuerdo de los mil ideales que han surgido
en los seres humanos, nace una amistad que nos ayudará a construir
esa forma de bien inventado desde una inteligencia en lucha por la
sabiduría y la concordia.
No me queda sino agradecer con toda mi alma -la
expresión es aristotélica- esta generosa prueba de amistad, con la
que me ha honrado la Universidad de las Islas Baleares, al elegirme
doctor honoris causa de ella. Mi vinculación a esta Universidad
viene ya desde mis primeros años como catedrático de Historia de la
Filosofía de la Universidad de Barcelona, cátedra que, con D.
Joaquín Carreras Artau de quien fui sucesor, estuvo estrechamente
unida al Estudio General Luliano. Pero entre mis lazos con esta isla
y con sus instituciones docentes, hay todavía uno aún más
personal. Toda la teoría aristotélica de la amistad y la memoria,
de la que aquí he expuesto sólo alguno de sus aspectos, habrían
sido, para mí, gris teoría, si no hubiese sabido, a través de uno
de los seres más extraordinarios que he conocido en mi vida, lo que
es la verdadera amistad. Permítanme que lo evoque, también, con un
texto aristotélico: «Cuando queremos contemplar nuestro rostro, lo
vemos mirándonos en un espejo. De la misma manera, cuando queremos
conocernos a nosotros mismos, nos miramos en el amigo, porque, como
decimos, el amigo es otro yo» (Magna Moralia II, 1213 a
20-25). Esta identidad es una forma de inmortalizarnos en la memoria
de la philía. A esa memoria, a su recuerdo incesante, a
Alberto Saoner, quiero dedicar mis palabras.
DdA, XIV/3625
1 comentario:
Pocos quedan ya que hayan recibido el legado de la Institución Libre de Enseñanza, no se si alguno, pero Lledó es una figura intelectual de primer magnitud. Agradezco la publicación de este texto que desconocía.
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