Para ser de izquierdas no hay que abrazar necesariamente una ideología. Basta tener conciencia social. Ser de izquierdas es ser profundamente, no superficialmente, crítico con el poder establecido, instituido o no, manifiesto, solapado u oculto. Ser de izquierdas es no ser conformista porque la vida nos va bien y hemos tenido la suerte de poder asegurarla. Ser de izquierdas es no ser de derechas; principalmente no ser de derechas porque el poder nos arropa, nos consiente o nos privilegia. Ser de izquierdas, en fin, es ser un ser cabal que piensa en los demás y es beligerante ante el hecho de que alguien sufra penuria y calamidades porque no alcanza a costearse las necesidades básicas dentro del marco del tiempo que vivimos.
Pues bien, aunque la realidad es que en occidente siempre ha
dominado el talante conservador, ese de los que se concertaban para ejercer el
poder que habían conquistado de modo cuanto menos sospechoso, fuese teocrático, absolutista, dictatorial o democrático, en los tiempos
actuales la derecha adquiere forma de hidra neoliberal. Me refiero a esa teoría que apoya una amplia liberalización de la
economía, el libre comercio en general, una drástica
reducción del gasto público y de la
intervención del Estado en la economía en favor del sector privado, que pasa a desempeñar las competencias
tradicionalmente asumidas por el Estado hasta convertir a países como el
nuestro, en España, Sociedad Anónima. Un modo de actuar, si se mira bien, sin
pensamiento racional. A menos que consideremos pensamiento empobrecer lo que es
de todos pasando lo público a manos privadas; a menos que tenga
justificación maniobrar para aplicar la
ley del más fuerte, del más
astuto, del más tramposo y también del más ladrón. En eso consiste el neoliberalismo, una ideología llevada tan lejos
en la mayoría de países y desde luego en España, que la fuerza devastadora de lo público ha arrastrado a la propia
izquierda institucional que se ve incapaz frente a semejante despropósito. Eso,
cuando no participa activamente del desmán, privatizando ella misma también
cuando le toca.
Y el caso es que los lacayos de este tipo de mentalidad encapsulada en una teoría económica son muchos. Muchos, respaldados siempre por su riqueza o por la
ambición sin límites de poseerla. Pero ninguno destacado precisamente por una
notable inteligencia humanística, pues la inteligencia que trata de potenciar a los individuos aislados a costa de la robustez de la manada es una inteligencia
depravada. No de otra manera puede considerarse a todo aquel o todo aquello que
alentando el individualismo, atenta contra la especie, en este caso la especie
humana, enriqueciéndose al tiempo que esquilma la Naturaleza con los efectos
universales espantosos a que estamos asistiendo.
Lo cierto es que, parafraseando a Robert Pirsig, el recientemente fallecido autor de “Zen y el arte del mantenimiento
de la motocicleta”, el cual decía que “cuando una persona sufre delirios,
lo llamamos locura, cuando
muchas personas sufren un delirio, lo llamamos religión”, cuando el delirio economicista es
individual lo llamamos egoísmo, pero cuando es grupuscular lo
llamamos neoliberalismo. Pues las consecuencias que produce el neoliberalismo
en el individuo, en la colectividad y en el planeta son tan severos y sus contradicciones tan flagrantes, que mueven a
sublevación. Por ejemplo, dicen los neoliberales que quieren librarnos del
Leviathan, del Estado opresor mientras lo saquean, y que debilitando al Estado nos brindan más libertad. Sin embargo, en aras
de una libertad que sólo disfrutan a manos llenas unos
puñados de desalmados, nos echan en brazos de la
tortuosidad y nos hacen presos de la ansiedad, de la incertidumbre, de las
enfermedades nerviosas y de la enajenación, aparte de promover una cada vez más odiosa desigualdad en lugar de
contribuir a aminorarla. Fabrican proclamas ampulosas sobre
derechos y libertades individuales en las constituciones, que luego no cumplen;
promulgan leyes que contienen mecanismos deliberados para abrir rendijas a las
clases superiores y facilitar con ello el permanente
incumplimiento de las leyes restrictivas sobre el medio ambiente y las penales que les afectan, en la misma medida que hacen
estrictas otras que oprimen
al débil. Debilitan la personalidad hasta el
extremo de autoinculparse el individuo por un fracaso que
casi siempre es sólo imputable al sistema, y la
entumecen con la publicidad y otras prácticas de mentalismo. Desde las
variopintas manipulaciones de la voluntad del individuo que va y viene allá donde le llevan los intereses creados por grupos societarios,
monipolios y oligopolios, hasta la merma del criterio propio promovida por las
corrientes de opinión de los medios impresos y
audiovisuales, hacen desaparecer de la vida pública a los intelectuales, suplidos por periodistas que por su persistencia en la vida pública y proyección de su imagen (en España al menos) secuestran el criterio particular acerca de la política, como sobre la moral antaño lo secuestraban los sacerdotes y
antes los chamanes.
El ser de izquierdas ha de asumir
que rara vez no es perdedor en un clima profundamente aburguesado, pero
contesta a la injusticia y reacciona frente a ella, frente al abuso, frente a
la prepotencia... aunque el autor de esas lacras sea también de izquierdas. El ser de izquierdas es ser también conservador;
conservador fiel de los valores humanos.
Convengamos, en fin, que es posible
que el liberalismo nos libre de la indolencia y de la pasividad que
presuntamente generan los totalitarismos y los socialismos agudos. Pero esa
supuesta liberación tampoco sería gratuita, pues a cambio de la ilusión de libertad y de una
inexistente expansión de la riqueza para todos, en los países donde no
gobiernan las izquierdas se enseñorean de la población cada vez más reductos de miseria, de embrutecimiento,
de infantilismo,
de materialismo y de contracultura.
DdA, XIV/3610
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