Jaime Richart
No creo ser el primer humano
sobre la tierra que escriba sobre el dinero. Pero sí pudiera ser el primero que
reflexiona sobre el dinero como la misma bagatela que pienso son la noción de dios y tantas otras ideas abstractas
que, si pudieron aportarle dicha al ser humano, también es causa de su desdicha y de grandes tribulaciones. Sin
embargo, sobre esas ideas y el dinero, se ha construido la
civilización... Todo empezó cuando el homínido dejó el gruñido, pasó al
lenguaje articulado, abandonó la vida libre salvaje y comenzó propiamente la aventura humana con la palabra elaborada y artificios como el dinero: la peripecia más excitante o quizá más absurda que quepa imaginar.
Pronto, alrededor del siglo VII a.C., se acuña el
dinero como instrumento de cambio y medida de valor, desplazando al trueque. A
partir de entonces, el impulso de acapararlo en provecho propio es difícilmente resistible y
domina la escena de la historia. El deseo de poseerlo y la guerra para conseguirlo son las claves de la
evolución y de la involución social, en un movimiento pendular a su vez
determinante del destino de pueblos y naciones. Nada hay
que pueda neutralizar ese deseo, como no lo hay para el depredador que huele a
sangre. Sólo un severo correctivo a quien se apropie de él
desordenadamente y una educación temprana sobre su manejo son los remedios
caseros capaces de atemperar al ser humano.
Ya en nuestros tiempos, en la mayoría de los
casos la tibia reacción que pueda producirse contra el ansia del vil metal, queda sofocada
pronto por la siguiente consideración que a sí mismo se hace quien se encuentra en el trance ilícito de adueñarse del dinero, o una vez se ha apoderado de
él: que cualquiera que tuviese acceso aprovecharía la ocasión si cree que no será
descubierto; y si el trance es lícito, que el dinero sólo cobra sentido
si de él se hace motor de actividad. Es cierto que el impulso altruista y la posible tentación de repartirlo entre quienes
han colaborado en la ganancia puede llegar, pero suele llegar tarde y en todo
caso siempre después del impulso de apropiarse de él y poseerlo. Nadie, salvo el bandolero que
robaba al rico para darle lo robado al pobre y sospechosas cuestaciones de
cuyo control se sabe muy poco, se afana en conseguir dinero para otros, es
norma que sólo para sí.
Y como, voluntariamente, sin compulsión ajena a él, es muy raro que el poseedor de dinero se mueva a contribuir al sostenimiento
digno de otros similar al suyo, es al Estado al que la sociedad encomienda la
tarea de repartirlo. Pero el reparto propiamente
dicho depende de los gobiernos, los cuales a su vez se deben a una ideología
que en este tiempo se desdobla en dos: la que sobrevalora al individuo que posee ya el dinero
acumulado (generalmente por cualquier método excepto el ahorro), relegando la
importancia del papel de quienes trabajan para él, por un
lado, y la que confía al Estado, a empresas públicas o mixtas la protección
del individuo proporcionándole los servicios básicos, por otro.
Privado, pues, frente a público; individualismo frente a colectivismo: las
dos ideas motrices de toda la política de occidente
acerca de la propiedad y el dinero, sobre las que ha girado la historia en la última centuria y sigue girando con inusitado
vértigo.
En todo caso, el dinero ha
llegado a cobrar una importancia exagerada frente a la importancia que el
humanismo y otras filosofías asignan a los valores del ser humano como
principio y fin de los desvelos de la sociedad por cuidarse de sí misma y para el desenvolvimiento y desarrollo integral del
individuo. En todo caso, el dinero empezó siendo un potenciador de felicidad confundida con placer y lleva camino de ser
un resorte de perdición para la sociedad humana.
Porque el dinero, en tanto que objeto de deseo, desplazó enseguida a todos lo
demás, incluso al sexo ya la propia vida. Pero hoy, superadas las ideologías y las teologías, superados los opuestos
burguesía y proletariado, rico y pobre, trabajador y rentista, ocioso y
laborioso, empleado y desempleado, desocupado y preocupado, lo que
verdaderamente importa en el mundo dominado por el dinero es la división entre defensores de lo privado y de privatizar, que son los que por ahora
ganan, y defensores de lo público y de socializar; al fin y al cabo, egoístas superlativos, por un
lado, y altruistas de una casta humana en el fondo superior aunque por ahora pierdan, por otro. Y todo girando en torno a un invento reducido hoy a la quintaesencia del apunte
contable y del crédito, que el humano del milenio que vivimos está a punto de descubrir que no se
come; un invento ideado para suicidarse al final de los tiempos, como el compromiso
conyugal fue ideado para gozar más al incumplirlo, o como el
amor fue ideado para mejor comprender a un Dios en el que el ser humano ya no
cree...
DdA, XIV/3464
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