Ahora mismo, habida
cuenta la dificultad de los señores del país
para seguir haciendo de su capa un sayo, se perfila otro cercano avatar
electoral. Y un nuevo recuento de votos se perfila amenazado por el truco. Lo
que aconseja ir pensando en la presencia de observadores internacionales.
Jaime Richart
Para analizar
cualquier asunto de España, histórico o de actualidad, es conveniente partir de estas
tres premisas: la primera es que la península (y sus islas) es naturalmente
maravillosa; la segunda es que sus gentes son un prodigio de afabilidad, de
vivacidad y de ingenio (prueba de ello es el número de españoles que han triunfado
y triunfan por el mundo por su mente despejada); y la tercera es que España
está repleta de pícaros, de tahúres y de tramposos. Este dato es crucial para
entender su historia y su presente histórico de cuatro decenios.
Desde que se liquida
formalmente la dictadura, empieza el engranaje tramposo. Primera fase: un
ministro del dictador, atendiendo a la voluntad post mortem de éste, pone en
marcha un proceso de democratización trucado. Siete personas elegidas secretamente
por él urden la constitución y entronizan la monarquía, de acuerdo a las
previsiones del propio dictador y de la ley de sucesión (1947) que él había
promulgado 31 años antes. Contaba para ello con una circunstancia psicológica
fundamental: el pueblo aprobaría cualquier documento político con tal de
sacudirse de encima el temor a un ejército, que conservaba intacto, más bien
potenciado, el espíritu dictatorial. Segunda fase: otro montaje, el golpe de
estado. Si la monarquía había sido introducida por la puerta trasera de la
política, había que robustecerla a cualquier precio. Y la mejor manera era convertir
en héroe al propio monarca haciéndole aparecer ante el pueblo como el salvador
de los golpistas, que no podían ser si no cómplices, unos voluntarios y otros
ignorantes, de la propia trama. Tercera fase, tercera maquinación: asentada
en el imaginario del pueblo la figura del rey que el dictador había preparado
al efecto durante prácticamente toda su satrapía, comienzan las clases
superiores -aristocracia y clase alta- a ir a volverse a adueñar del poder
político, del poder económico, del poder judicial y del poder religioso que
hasta entonces habían detentado y por tanto nunca habían perdido, dotándole
de legitimidad democrática. La clave estaba en ir dando entrada por vía
política a figuras procedentes del pueblo llano, a través de los dos partidos
políticos que representaban a una progresía amaestrada. Y hasta hoy.
Así las cosas, y como el mundo
puede comprobar, el país entero sigue en manos virtuales y reales de los que
siempre fueron sus dueños. Para ello eran, y son, precisas incrustaciones
de falsos o débiles "progres",
que facilitan los manejos del poder de
facto a cambio de unos cuantos platos de lentejas para otros tantos cabecillas
de la política y de los sindicatos, de antes y de ahora legislaturas.
Y cuando llega un momento en que sus viejos
dueños ven peligrar ese poder, casi omnímodo, estos, para conservarlo, no
tienen más remedio que recurrir a la
novedosa y al tiempo vetusta manipulación del escrutinio. Ahora mismo, habida
cuenta la dificultad de los señores del país
para seguir haciendo de su capa un sayo, se perfila otro cercano avatar
electoral. Y un nuevo recuento de votos se perfila amenazado por el truco. Lo
que aconseja ir pensando en la presencia de observadores internacionales.
Pues así, década tras década,
centuria tras centuria, se escribe la historia
de este país de devotos, de conversos y de pícaros, siempre basculando entre
el absolutismo, la tiranía y la trampa.
DdA, XIII/3415
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