lunes, 19 de diciembre de 2016

CRISTINA DE BORBÓN Y LOS ESPAÑOLES QUE HAN TENIDO QUE IRSE POR NECESIDAD


Joaquín Pérez Azaústre

Qué ganas tengo de que acabe esto para no tener que volver a pisar este país», parece ser que ha dicho Cristina de Borbón antes de abandonar la sala de la Audiencia de Palma, en la que se celebró el juicio del caso Nóos. La declaración de la infanta, de ser cierta, sostiene y representa todo un artículo en sí misma, que podemos desentrañar hasta en los espacios en blanco, un poco a lo Mallarmé, pero sin poesía pura. La frase parece un puñetazo en mitad de nuestro castigado estómago legal, una especie de puntapié fustigado bajo la mesa, un calambrazo de hastío y real cabreo por tener que asumir que la justicia, con sus sombras cambiantes, de una forma u otra, nos iguala a todos, incluso en sus errores más filibusteros. Qué ganas tengo de que acabe esto, ha dicho Cristina de Borbón. Es más que probable que su hermano Felipe también lo esté deseando: porque cada vez que el caso Nóos aparece en la prensa, tiene el mismo efecto sobre la monarquía que veinte toneladas de elefantes matados en Botswana. A la gente no le gusta que se tirotee a los elefantes como subterfugio soterrado, o como desahogo, del propio ahogo viril -nadie me puede quitar de la cabeza esa simbología machista y tontorrona de un escopetón para abatir la auténtica grandeza, ofreciéndola luego como un trofeo, a tus pies-, pero gusta mucho menos que se mercadee públicamente con una red de influencias que se beneficia del poder real, que como mucho es un arbitraje. Precisamente por eso, por muchas ganas que Cristina guarde dentro el pecho de que todo termine, nadie lo deseará más, mientras se ha establecido un océano de distancia entre ellos, que el nuevo matrimonio regio, porque las actuaciones públicas de la propia familia, inmediata o política, son losas difíciles de asumir, los bocados amargos que te fuerzan a tragar deprisa. Desde que estalló todo este escándalo, incluso los monárquicos más o menos furibundos están mirando hacia otra parte de la realidad, repescando el fantasma fugaz del 23-F y remarcando la estupenda educación que ha recibido el nuevo Rey para justificar lo indefendible: que, en el siglo XXI, y después de cuarenta años de vida democrática, la jefatura del Estado continúe siendo hereditaria, con el consabido mercadeo de favores y sus fangos más o menos aledaños, limítrofes con la putrefacción jurídica y el desapego social. Porque, para cada vez más gente, la monarquía era esto.
Lo primero que hay que hacer es desvincular la palabra república, res publica, de su significación en la sangre ancestral. La única diferencia es que la jefatura del Estado se sometería a una votación. España es siempre un pulso tenaz entre contrarios, y quizá ese papel se ha desempeñado bien hasta hace poco con una monarquía que resolvió el problema de la legitimidad, o el traspaso de poder, entre la dictadura y la democracia. Pero a nadie escapa ya que el modelo de jefatura del Estado, aunque quizá no represente, todavía, una urgencia política, ante las muchas otras que sufrimos, antes o después se tendrá que revisar, porque lo que sirvió hace 40 años puede no resultar tan útil hoy, sometiendo a la democracia a un desgaste silente, erosionado y duro, ya verbalizado en sus palabras: «Qué ganas tengo de que todo esto acabe para no tener que volver a pisar este país». Un país que, al contrario de lo que sucede con la gran mayoría de nosotros, le ha dado no únicamente todo lo que tiene, sino también todo cuanto es.
No hace falta que nadie me recuerde la presunción de inocencia de Cristina de Borbón, de Iñaki Urdangarín y el último recadero escurridizo por su red de influencias. Pero es que estas palabras, su resto de ponzoña y de soberbia, es una bofetada en plena cara para los que, gracias a las gentes que han dejado España en bancarrota, han tenido que marcharse de «este país» para buscarse la vida lejos: pero no por gusto, ni por esa ridícula movilidad exterior que se inventó Fátima Báñez, ni tampoco como un resto soberbio de privilegios regios envilecidos por la realidad. No: la gente que se ha ido, esta gente tan joven, una generación desperdigada por el mapa de Europa, pero también en Asia y en América, esa gente española que volverá, por unos días, o no podrá volver, querría trabajar honradamente aquí, cerca de los suyos, sin tener que marcharse, lo que no sufrirá nuestra sobreprotegida y subvencionada prole regia. Esta mujer insulta a una generación que querría poder volver y pisar, para siempre, este país, y se está haciendo adulta en tierra extraña.

Córdoba DdA, XIII/3416

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