Joaquín Pérez Azaústre
Qué ganas tengo de que acabe esto para no tener que volver a pisar
este país», parece ser que ha dicho Cristina de Borbón antes de
abandonar la sala de la Audiencia de Palma, en la que se celebró el
juicio del caso Nóos. La declaración de la infanta, de ser cierta,
sostiene y representa todo un artículo en sí misma, que podemos
desentrañar hasta en los espacios en blanco, un poco a lo Mallarmé, pero
sin poesía pura. La frase parece un puñetazo en mitad de nuestro
castigado estómago legal, una especie de puntapié fustigado bajo la
mesa, un calambrazo de hastío y real cabreo por tener que asumir que la
justicia, con sus sombras cambiantes, de una forma u otra, nos iguala a
todos, incluso en sus errores más filibusteros. Qué ganas tengo de que
acabe esto, ha dicho Cristina de Borbón. Es más que probable que su
hermano Felipe también lo esté deseando: porque cada vez que el caso
Nóos aparece en la prensa, tiene el mismo efecto sobre la monarquía que
veinte toneladas de elefantes matados en Botswana. A la gente no le
gusta que se tirotee a los elefantes como subterfugio soterrado, o como
desahogo, del propio ahogo viril -nadie me puede quitar de la cabeza esa
simbología machista y tontorrona de un escopetón para abatir la
auténtica grandeza, ofreciéndola luego como un trofeo, a tus pies-, pero
gusta mucho menos que se mercadee públicamente con una red de
influencias que se beneficia del poder real, que como mucho es un
arbitraje. Precisamente por eso, por muchas ganas que Cristina guarde
dentro el pecho de que todo termine, nadie lo deseará más, mientras se
ha establecido un océano de distancia entre ellos, que el nuevo
matrimonio regio, porque las actuaciones públicas de la propia familia,
inmediata o política, son losas difíciles de asumir, los bocados amargos
que te fuerzan a tragar deprisa. Desde que estalló todo este escándalo,
incluso los monárquicos más o menos furibundos están mirando hacia otra
parte de la realidad, repescando el fantasma fugaz del 23-F y
remarcando la estupenda educación que ha recibido el nuevo Rey para
justificar lo indefendible: que, en el siglo XXI, y después de cuarenta
años de vida democrática, la jefatura del Estado continúe siendo
hereditaria, con el consabido mercadeo de favores y sus fangos más o
menos aledaños, limítrofes con la putrefacción jurídica y el desapego
social. Porque, para cada vez más gente, la monarquía era esto.
Lo primero que hay que hacer es desvincular la palabra república, res
publica, de su significación en la sangre ancestral. La única
diferencia es que la jefatura del Estado se sometería a una votación.
España es siempre un pulso tenaz entre contrarios, y quizá ese papel se
ha desempeñado bien hasta hace poco con una monarquía que resolvió el
problema de la legitimidad, o el traspaso de poder, entre la dictadura y
la democracia. Pero a nadie escapa ya que el modelo de jefatura del
Estado, aunque quizá no represente, todavía, una urgencia política, ante
las muchas otras que sufrimos, antes o después se tendrá que revisar,
porque lo que sirvió hace 40 años puede no resultar tan útil hoy,
sometiendo a la democracia a un desgaste silente, erosionado y duro, ya
verbalizado en sus palabras: «Qué ganas tengo de que todo esto acabe
para no tener que volver a pisar este país». Un país que, al contrario
de lo que sucede con la gran mayoría de nosotros, le ha dado no
únicamente todo lo que tiene, sino también todo cuanto es.
No hace falta que nadie me recuerde la presunción de inocencia de
Cristina de Borbón, de Iñaki Urdangarín y el último recadero escurridizo
por su red de influencias. Pero es que estas palabras, su resto de
ponzoña y de soberbia, es una bofetada en plena cara para los que,
gracias a las gentes que han dejado España en bancarrota, han tenido que
marcharse de «este país» para buscarse la vida lejos: pero no por
gusto, ni por esa ridícula movilidad exterior que se inventó Fátima
Báñez, ni tampoco como un resto soberbio de privilegios regios
envilecidos por la realidad. No: la gente que se ha ido, esta gente tan
joven, una generación desperdigada por el mapa de Europa, pero también
en Asia y en América, esa gente española que volverá, por unos días, o
no podrá volver, querría trabajar honradamente aquí, cerca de los suyos,
sin tener que marcharse, lo que no sufrirá nuestra sobreprotegida y
subvencionada prole regia. Esta mujer insulta a una generación que
querría poder volver y pisar, para siempre, este país, y se está
haciendo adulta en tierra extraña.
Córdoba DdA, XIII/3416
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