Es necesario volver a amar a las palabras para volver a amar a
las personas”. ¿Qué piensa de las personas una política que consiente la
pérdida de valor de la palabra?
Laura Casielles
Estoy sentada en mi despacho, mirando
alternativamente los mensajes que se suceden frenéticos en la pantalla
del ordenador y la escena que transcurre sin prisas en la pantalla de
televisión. La plaquita colgada junto a la puerta de este cuarto pequeño
que he ido poco a poco haciendo mío dice: “Grupo Parlamentario
Confederal Unidos Podemos – En Comú Podem – En Marea – PRENSA”. Así que
debe ser a eso a lo que respondo. Es jueves 27 de octubre, por la
mañana, y es la primera sesión del segundo debate de investidura que
hemos vivido en este año.
Escena primera: En la pantalla de la
televisión, el portavoz de la segunda fuerza política de mi país, un
partido histórico en declive, está haciendo su discurso. Se opone
fervorosamente al discurso anterior, pronunciado, a saber, por el
portavoz de la primera fuerza política de mi país, un partido que nos ha
hecho mucho daño y sin embargo se reafirma cada vez que votamos. Dice:
“no, no, no”. Y esto resulta profundamente perturbador. Porque todo el
mundo sabe que está mintiendo. Todo el mundo conoce la hoja de ruta,
sabe que este “no” es solo un paripé consuetudinario, y que mutará en
“sí” solo dos días más tarde. Sabemos cómo ocurrirá todo, pero asistimos
al espectáculo.
Giro la cabeza hacia la pantalla del
ordenador y escribo un mensaje a una amiga. Le digo: “Aquí, asistiendo a
la total pérdida de valor de la palabra”.
“Esto es lo que peor llevo de todo lo que hemos vivido los últimos dos años”, me responde.
“Esto es lo que peor llevo de todo lo que hemos vivido los últimos dos años”, me responde.
Sí: en los dos años que llevo viviendo
la política desde el estómago de la ballena, he aprendido muchas cosas
sobre lo que suponen la táctica y la estrategia. Yo que soy, en efecto,
una de esas “ciudadanas normales que han empezado a hacer política”,
ahora me dedico full time a trabajar en cómo deben sonar las
palabras de otros en los titulares y la televisión. Así, he ido
comprendiendo qué significan las concesiones, de qué modo hay que
dosificar lo que se sabe y hasta qué punto a veces es necesario
disfrazar la verdad para que pueda entenderse. He ido aprendiendo que,
en este universo, casi cualquier cosa significa en realidad al menos
dos, y que toda lectura tiene que atender a varios planos.
Todo eso acarrea contradicciones que suponen un reto.
Pero la pérdida de valor de la palabra,
la pérdida de valor de la palabra supone un desconcierto con el que no
sé cómo moverme. Como respondía mi amiga, es quizá lo que peor llevo de
todo lo que hemos vivido en este viaje.
Escena segunda: en esa misma sesión, el
que será muy pronto presidente de mi país acusa a quienes me representan
con una especie de frase-boomerang velada, apuntando a algo que ocurre,
con todo el peso de lo cierto, en la calle. “¿Y si yo hubiera convocado
una manifestación contra ustedes?”, pregunta. “Pero nosotros no hemos
convocado nada”, respondemos. “Yo no he dicho eso”, ríe el
ya-casi-presidente, “he dicho que qué pasaría si la hubiera convocado
yo”.
Recuerdo un episodio hace unos meses: discutía por teléfono con una
periodista que había publicado una información falsa sobre la vida
privada de una compañera. Yo apelaba a su deontología, a la verdad, a
quién sabe qué principios y valores. Ella me respondió: “No puedes
hacerme nada, lo he escrito todo en condicional”.
La pérdida de valor de la palabra: da igual qué sea lo real, porque lo dicho en el lugar legítimo pasa a ser lo real.
En el patio de la Sala Mirador, en
Lavapiés, una pintada dice: “Cuando el Parlamento es un teatro, los
teatros deben ser Parlamentos”. Tal vez por eso, en la noche intermedia
entre las dos sesiones de investidura, un grupo de amigas nos acercamos a
ver Lo que no te digo. En esta obra, Nur Levi interpreta a una
mujer obsesionada por la perversión del lenguaje, por la desquiciante
incomunicación que implica el que, en realidad, todo, siempre, parezca
estarnos mintiendo.
Yo miraba a la actriz y pensaba en la sesión de investidura.
Me sentía casi mareada.
Me sentía casi mareada.
“Aprendimos el lenguaje para decir otras
cosas”, se escucha en un momento de la obra. En la poesía, en el
teatro, lo sentimos: el lenguaje es más lenguaje cuando intenta señalar
lo vivo, lo real. Cuando intenta decir – como apunta Adrienne Rich – “el
daño causado y los tesoros que perduran”.
Se acabó el tiempo de las campañas: ya
tenemos presidente. Ha sido investido gracias a la pérdida de valor de
la palabra. Ha sido investido porque “no” significa “sí”, porque el
condicional se instaura en condición legítima, porque las lágrimas de
cocodrilo anegan la negociación.
Se dice en un momento de la obra de Nur
Levi: “Es necesario volver a amar a las palabras para volver a amar a
las personas”. ¿Qué piensa de las personas una política que consiente la
pérdida de valor de la palabra?
Escena tercera: sábado por la tarde,
segunda sesión del segundo debate de investidura que vivimos este año.
Ya sabemos lo que va a pasar y, sin embargo, en una extraña sorpresa
luminosa, los portavoces de las fuerzas de oposición hacen sonar en la
Cámara palabras que retumban, precisamente, por decir otra cosa.
“Delincuente” significa “delincuente”.
“Muerto” significa muerto”. Nombrar la memoria es nombrar la memoria.
Nombrar el futuro es querer habitarlo.
Con la farsa culminada, la palabra intenta, débil, volver a irrumpir.
“El daño causado y los tesoros que perduran” no es sólo el eje de una poética: bien podría ser también el de una política.
La Tribu DdA, XIII/3377
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