Como mi estimada María Jesús Casals, profesora de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, yo también seguía las reflexiones de mi amigo virtural Ignacio Carrión a través de FB. Como ella, tampoco tuve la oportunidad de conocerle, pero comparto con María Jesús la honda impresión que me procuraban sus textos mientras se despedía de la vida. Intensos, desnudos, sabios, inteligentes, sutiles. Supongo que escribía como era, que es la forma más cabal de ser auténtico con la palabra. El haber leído esos soliloquios día tras día, me impulsó en una ocasión a escribirle, pero no le mandé el texto. Al lado de sus palabras, las mías me resultaron superficiales, inútiles, por más que quisiera expresarle y participarle el sentimiento con el que le leía. Dejé pasar así una fecha tras otra, hasta llegar a la última, el pasado sábado, en la que posiblemente su esposa Charo Duato nos dio noticia del punto final a la vida que compartió con la suya desde hace más de veinte años. Carrión se nos fue en paz. No es raro, María Jesús, que sintamos su muerte aunque no hayamos tenido la oportunidad de conocer a nuestro colega. Se nos hizo muy próximo en estas últimas jornadas confesando su declive. Y eso de mantener en alto la palabra hasta el último aliento, siempre nos ha de conmover a los del oficio. O, al menos, a quienes lo respetamos por encima de cuantos lo ensucian y adulteran. También a mí me hubiera gustado darle un abrazo a Carrión. Alguien que nos quiere nos hará memoria -escribió, en efecto-. Y nosotros lo escucharemos". No hay mejor ni más viva memoria. Esto escribió Ignacio Carrión "A escasos pasos de la muerte":
A escasos pasos de la muerte
Gustav
Mahler desaparece en cuanto abandona al espectador de cualquiera de sus
partituras. No esperas que haga otra cosa quien en ese instante puede
estar viendo y oyendo las notas de una próxima sinfonía.
¿Qué ruidos que llegan a los oídos de un compositor genial, por ejemplo
los del motor de un taxi, tienen la fuerza suficiente para arrebatar los
sonidos que produce el cerebro de un músico de la talla excepcional de
Mahler?
No lo sabremos nunca. Una nota aparecida milagrosamente en el pentagrama
mental del artista y retenida allí durante un tiempo es lo que
importaría preservar, aunque resulte imposible intentarlo.
A diferencia del escritor (un gran poeta puede escribir un gran poema
bajo un gran y atronador bombardeo), un gran músico queda
instantáneamente paralizado en esas circunstancias. Sucumbe. Y hasta que
se recupera es poco lo que puede hacer. ¿Sacar lustre a su batuta que
ahora observa desesperado y compasivo?
No sé si Gustav Mahler –autor de la Sexta Sinfonía- pertenecía a esta
última variedad. Tampoco sé si su pesimismo palpable en la Sexta
Sinfonía guardaba relación con el hecho de su reciente boda. Con todo
lo que comporta, una boda es pasto del olvido. En cambio, una obra de
arte verdadera es ignífuga por naturaleza. Los años pasan sobre ella sin
hacerse notar. Las llamas no la devoran. El tiempo la respeta. Como
aquel tipo que sortea un charco camino de la horca, escena tan bien
descrita por George Orwell, la música de un genio acierta a esquivar el
charco para realzar la dignidad humana con ese gesto digno y pulcro que
sólo él se exige a sí mismo. Nos alecciona una vez más el escritor de
1984. Lo hace al estilo de uno de los animales mas humildes de su
Granja. Lo que mejor sabe hacer. El charco y la horca se saludan. La
vida y el artilugio que la quita se reconocen. Para qué más palabras
(literatura) y para qué más explicaciones a escasos pasos de la muerte.
DdA, XIII/3358
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