
Jaime Richart
Ni Goethe, semidiós del pensamiento,
al afirmar “prefiero la injusticia al desorden” tuvo en cuenta, como tampoco
las cabezas pensantes que se suben al carro de tan sospechosa idea, que los
juegos de palabras en política, y sobre todo en estos tiempos de lucidez popular,
son tan despreciables para la inteligencia simple como peligrosas
las bombas de relojería.
Porque no hay quien con la cabeza en
su sitio pueda pensar que el desorden sólo existe cuando es visible, manifiesto
y tangible. Porque, hoy es imposible que pueda haber algún bien pensante que
no repare en lo siguiente: no hay mayor desorden en una colectividad que cuando
está en ella instituida la injusticia social, y la justicia formal está
prostituida al no reparar los jueces y tribunales el injusto cometido por las
clases sociales superiores... Lo mismo que no hay quien no
"entienda" que faltaría más que tanto el Goethe Canciller de la
República de Weimar, que quería la paz en las calles a cualquier precio, como
luego y siempre todos los turiferarios y beneficiarios máximos del sistema
ultracapitalista no quieran la protesta ruidosa, la denuncia peligrosa, la
algarada, la revuelta, y con mayor motivo la revolución. Y digo faltaría más,
porque sencillamente todos ellos, quienes forman parte del poder financiero,
del político, del religioso y del mediático viven opíparamente, justo de los
privilegios, canonjías y prebendas que aporta la calma absoluta en la calle y
en los despachos, aunque la vida en cada hogar del montón sea insoportable.
En España, en estos momentos de su
historia en que se hace balance de las tropelías, fechorías y desvalijamientos
de las arcas públicas por parte de gobernantes y políticos durante casi dos
décadas, la repulsa popular más extrema ya ha traspasado hace tiempo los
niveles iniciales de indignación que acompañan a cada escándalo conocido, para
situarse en el escalón superior de la impotencia. Y esa impotencia se hace
sentir en grado sumo al ir presenciando la población año tras año, que la
justicia dedica todos sus recursos a la investigación e instrucción de cada
caso, pero pasan los años y no se conoce todavía ninguno de envergadura que
haya pasado a la siguiente fase del juicio oral, es decir al juicio público
propiamente dicho.
Siendo así que lo mismo que cualquiera
hoy día está al cabo de la calle de lo que digo al principio: que no hay mayor
desorden que la injusticia, también lo está de que, técnicamente, hay indicios
y pruebas suficientes de los obtenidos en muchos de los procesos abiertos en
los que el fraude, la prevaricación, el cohecho y la apropiación de caudales
públicos alcanzan una gravedad extraordinaria, como para haber pasado el
proceso al trámite plenario, al juicio oral. Ello, con independencia de que
más adelante y a medida que puedan acumularse más delitos cometidos por las
mismas personas, se abran nuevo procesos.
Son demasiados años los dedicados a la
investigación como para no pensar y sentir que el encallamiento de los casos en
una instrucción que parece pretender ser exhaustiva, no hace más que extender
la sensación general de que la propia Justicia contribuye a la impunidad
extrema y por consiguiente a la injusticia. Que, en definitiva, el centro de
gravedad del mayor desorden de un país se encuentra precisamente en la falta
de voluntad de hacer justicia, cuando los imputados por delitos públicos
gravísimos pertenecen a la clase gobernante o política, o sencillamente a las clases sociales
superiores.
DdA, XIII/3368
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