Félix Población
Cuentan quienes
vivieron ese tiempo de silencio, con todas las insuficiencias propias de las
circunstancias, que aquel recipiente era indispensable entre el mobiliario de
uso de los locales públicos. Me refiero a las escupideras de la inclemente
posguerra, cuando entre otras admoniciones de obligado cumplimiento figuraba la
de no escupir en el suelo y no blasfemar contra el cielo. Tal prohibición era
indicio sin duda de que el gargajo no estaba ni mucho menos desterrado de las
malas costumbres de esos desventurados años, sino muy a tono con aquellos
bacines de loza ubicados discretamente en las esquinas.
Escupir en la
calle es una costumbre que todavía no ha desaparecido de las prácticas guarras
visibles en nuestras aceras. Tampoco de los campos de fútbol, donde jugadores
de mucha o poca ficha abusan tanto del salivazo como de lo que un amigo mío
llamaba gargajo en cerbatana, esto es, el que se desaloja sobre el césped a
golpe de nariz, cerrando con un dedo uno de sus orificios y dejando el otro
franco para la rauda excreción. En ningún otro deporte, que yo sepa, se da el
caso de que semejantes deposiciones mocosas sean televisadas en directo, a
veces en primer plano, sin que se consigne entre los cronistas el asco que
provocan.
Otro vicio muy
afincado en los barrios húmedos y/o históricos de nuestras ciudades, aquellos
que suelen ser más pródigos en bebederos, es el de la meada al aire, contra el
que se han empezado a ejercer medidas dignas de inmediata aplicación allí donde
sea menester. Ya lo han puesto en marcha
una serie de ayuntamientos del norte de España, sobre todo tras la celebración
de las fiestas locales, que en el caso de los sanfermines pamplonicas le supuso
al municipio un ahorro de 10.000 euros en el presupuesto de limpieza. Se trata de un repelente, ubicado en aquellos lugares
donde más habitual sea la práctica mingitoria, que actúa contra quien orine con
un rebote del pis sobre sí mismo, de modo que le impregne zapatos, pantalones y
hasta la misma camisa, no sé si la jeta.
He llegado a
pensar que esto de las perdurables taras del gargajo y la meada callejeras,
como contravención a las más mínimas normas de higiene y respeto a los demás y
a la ciudad donde se habita, no deben de ser muy ajenas a otras lacras que nos
caracterizan en nuestras relaciones de convivencia y que se mantienen por
encima del paso del tiempo y los supuestos avances en educación y cultura. Por referirme
a la que no debería admitir ninguna duda en ese sentido, por su relación con
las expuestas, señalo la que sitúa a España a la cabeza de la Unión Europea como
nación más desconsiderada con el medio ambiente. El dato lo suministró la Dirección General de
Medio Ambiente de la Comisión Europea, avalado por el número de procedimientos
contra nuestro país por infracciones o incumplimientos de la normativa
ambiental comunitaria, un número que duplicaba los de Italia e Irlanda, países
por detrás del nuestro en encabezar esa nada honrosa relación.
Parece hasta
cierto punto lógico que, dándose en España una tal sobreabundancia de tipos tan
nauseabundos como los familiarizados con la guarrería de excretar sus flemas y
orines a ojos vista, tengamos ganado ese primer puesto en el grado de
desprecio, indiferencia y desidia hacia el tratamiento de las aguas residuales,
la eliminación de los residuos y la conservación y protección de nuestro
hábitat.
Como en el caso de
los repelentes contra quienes orinan en la vía pública, es de temer que el
hecho de liderar tan bochornoso ranking esté repercutiendo ya sobre nosotros
mismos y pueda hacerlo con mucha mayor gravedad en el porvenir. La pena es que
la toxicidad de la contaminación de todo tipo que arrostramos -sin descartar la
derivada de la corrupción y la necedad política- no recaiga sobre sus máximos
responsables, con el mismo grado de eficacia con el que actúa el repelente
sobre quienes mean con la bragueta aireada
en nuestras calles. Es decir, que la mierda propia no castigue de modo
tan directo e inequívoco a quien la excreta.
*Artículo publicado en el número de septiembre de la revista Atlántica XXII.
DdA, XIII/3363
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