El pequeño Omran con su hermana
en la ambulancia que los recogió. Foto / AFP.
en la ambulancia que los recogió. Foto / AFP.
Luis García Oliveira
La imagen era estremecedora, capaz de demoler la más sólida entereza
anímica de cualquiera; la encarnaba un niño sirio de tres o cuatro años
de edad, Omran, harapiento y envuelto en el denso poso polvoriento que
dejan las bombas tras explosionar. Con contusiones y heridas repartidas a
flor de piel por todo su pequeño cuerpo, miraba con profundidad
infinita a los reporteros que le estaba retratando. Una imagen de
derrota que te abría humanamente en canal con tan solo enfrentarle la
mirada.
Se trataba de uno de los innumerables niños que ya no lloran en esas
castigadas tierras, que ya han derramado todas sus lágrimas y que sufren
en soledad hasta extremos inimaginables las atroces consecuencias de un
conflicto armado en cuya trastienda se dirimen los más ilegítimos y
vergonzosos intereses entre los criminales de uno y otro bando que
atizan el conflicto un día tras otro.
¿Cómo soportar con aplomo los falsos alegatos de los
intervencionistas armados mientras se retiene en mente la imagen de ese
niño? No faltarán entre ellos quienes, aparentemente dolidos, esgriman
con fría mecánica los ya manidos “daños colaterales”, cuando lo que
realmente se está protagonizando en las zonas de conflicto no es otra
cosa que el más sanguinario terrorismo de Estado.
El saqueo y el expolio de los recursos naturales vendrán después, una
vez que el control de las zonas geoestratégicas esté en manos de los
“embajadores de la democracia y la libertad” procedentes de un mundo
supuestamente civilizado: EE.UU, Francia, Inglaterra… sin olvidar a
Rusia y a cuantos asienten indolentes ante la barbarie mientras miran
para otro lado.
Es cuando menos insultante que bajo el falso paraguas de unas excusas
tan peregrinas se pretenda amparar los bombardeos y los asaltos armados
sobre hospitales y escuelas. Hoy día, los medios tecnológicos
existentes en el ámbito armamentístico están tan sumamente desarrollados
que los impactos teledirigidos desde cualquier lugar contra cualquier
objetivo son ejecutados con precisión milimétrica, sin el menor margen
de error sobre las coordenadas de destino. Si las de hospitales y
escuelas son sobradamente conocidas por todos, además de inamovibles,
¿cómo se pueden justificar los reiterados bombardeos sobre esos
enclaves?
Indudablemente, quienes conocen de primera mano los verdaderos
propósitos que se esconden tras esos actos terroristas sobre niños y
personas hospitalizadas –los mismos desalmados que se apresuran a
disfrazarlos de “errores operativos” – no los van a confesar, ya que el
cinismo, la mentira y la hipocresía más descarada son los instrumentos
argumentales más profusamente utilizados por los portavoces oficiales de
quienes siempre sacan beneficio de cualquier conflicto armado.
Pero los embajadores del terror occidental no están solos en la
labor, ya que espoleados por la más ciega codicia llevan ya décadas
provocando el “terrorismo oficial”; ese en el que se integran fanáticos
de todo pelaje y procedencia que poco o nada tienen que perder además de
sus vidas y que, en realidad, tan bien les vienen a los primeros para
justificar sus innumerables abusos, los ya conocidos y los muchos más
que son cuidadosamente velados a la opinión pública.
No fueron pocos los que con la llegada de Obama a la presidencia de
los Estados Unidos, hace ya ocho años, creyeron de buena fe que el
imperialismo y el intrusismo bélico de ese país en casi todos los
conflictos armados repartidos por el mundo serían rebajados a niveles
mínimamente defendibles.
La realidad fue muy distinta de lo que se esperaba y ni aquella
apresurada entrega-exprés del Nobel de la Paz al nuevo presidente hizo
variar para bien ni lo más mínimo de la política exterior
norteamericana. Muy al contrario, la presencia armada de ese país allí
donde podía rentabilizar sus intervenciones se ha multiplicado en ese
periodo.
Lo que ni los más pesimistas esperaban es que bajo el mandato de
Obama se fuese a rebasar, con creces, el nivel de indecencia en la
política exterior propiciado por su descerebrado predecesor. Cuesta
admitirlo, pero a pesar de todo es muy posible que el actual presidente
–un personaje político llegado al cargo con una flor hendida en el
trasero– pueda quedar en el imaginario popular como un adalid del
progresismo; logro en el que, de alcanzarse, también tendría mucho que
ver un cavernícola llamado Donald Trump, si es que éste llega a la
presidencia de su país.
En consecuencia, nada hace esperar que en un futuro próximo los
Estados Unidos y todo su coro de incondicionales palmeros dejen de ser
el más potente factor desestabilizador para la paz mundial y para
aquellos países subdesarrollados que tengan algo deseable para los
primeros, bien sea de carácter material o geoestratégico.
Mientras, en los países occidentales seguiremos mirándonos el
ombligo, pasivos e indiferentes ante las terribles consecuencias de
tantas masacres fríamente planificadas.
No, los niños sirios no necesitarán con qué enjugar unas lágrimas que
ya no corren por sus mejillas, que se han secado bajo todo el horror
que les hemos llevado, a ellos y sus familias, hasta sus casas, escuelas
y hospitales. No nos extrañemos si, al cabo de un tiempo, algunos de
los que sobrevivan nos devuelven alguna de tantas visitas y parte del
sufrimiento que se les ha hecho padecer.
Atlántica XXII/ DdA, XIII/3356
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