Creo que van a ser muy interesantes los artículos que Cuarto Poder va a dedicar a lo que ese medio califica como Entorno Prisa. El primero lo suscribe hoy Carlos Fernández Liria, profesor de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro En defensa del populismo. Precisamente sobre el artículo Populismo bueno, del que es autor Javier Cercas y que fue publicado en el el diario El País, escribe hoy Fernández Liria:
A los que defendemos que haya más patriotismo
constitucional y menos dictadura, se nos llama populistas, afirma el autor. Y los que,
desde sus imperios mediáticos, se alinean con la dictadura económica y
el terrorismo financiero (llegando a aplaudir, como Savater, golpes de
Estado financieros como el que no ha dejado de perpetrarse en Grecia),
se reservan para sí la etiqueta de patriotas constitucionales. En su
delirio paranoico basta, por lo visto, con defender el patriotismo
constitucional para que de verdad lo haya. Es gente que, como dios, crea
el mundo con sus palabras.
Carlos Fernández Liria *
Pero qué fácil es tener razón! Esto es lo que le viene a uno a la cabeza tras la lectura del artículo Populismo bueno de Javier Cercas.
Es un fenómeno habitual en lo que podría llamarse el “entorno PRISA”
que, por más que cambie de propietarios y de jefes, continúa siempre en
la misma línea desde los tiempos de Felipe González:
poniendo siempre el dedo en la llaga, exhibiendo una madura ecuanimidad
progresista cargada de razón. Estos intelectuales se informan de lo que
es el populismo leyendo El País y luego lo refutan. Es inevitable recordar lo que decía Chesterton
en un famoso texto: es muy mala idea identificar la locura con la
pérdida de la razón, porque el loco, precisamente, es más bien quien lo
ha perdido todo, excepto, precisamente, la razón. Los locos no razonan
nada mal. Hay ciertos delirios psicóticos que construyen razonamientos
intachables y minuciosos, verdaderas catedrales metafísicas
invulnerables a cualquier objeción. A eso se le llama,
psiquiátricamente, paranoia. El loco no ha perdido la razón, ha perdido
el juicio.
La diferencia entre razón y juicio hizo a Kant escribir una nueva e inesperada crítica, la Crítica de la Facultad de Juzgar, para sustentar el negocio racional diseccionado en la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica.
Una cosa es saber razonar -y un loco sabe razonar- y otra cosa es saber
juzgar. Pongamos un ejemplo: una cosa es razonar que robar está mal,
porque nadie tiene derecho a apropiarse de lo que no es suyo, y otra es
juzgar si, por ejemplo, Robin Hood es un ladrón o es, más bien, el
precursor del sistema de impuestos progresivos para las rentas más
altas. O si Blesa o Rodrigo Rato son más bien ladrones descomunales o,
sencillamente, banqueros. O si, en realidad, un banquero es un ladrón
por el mero hecho de serlo, un usurero que la Iglesia condenó en otros
tiempos, o es más bien un sujeto que cumple una función social
imprescindible. De la pretensión de meter en el mismo saco lingüístico,
bajo el término “ladrón”, al yonqui que roba un yogur en un supermercado
y al banquero que blanquea dinero en un paraíso fiscal es algo de lo
que no puede dar cuenta la razón, sino el juicio. Se puede razonar que
molestar a los vecinos con la música alta está muy mal, pero la cosa
cambia si juzgamos que unos lo hacen en nochevieja y otros los domingos
por la noche cuando al día siguiente hay que ir a trabajar. En un caso
se está “celebrando una fiesta”, en otro caso se está “cometiendo un
delito”. Pero entonces hay que saber “identificar los casos”, y para
eso, la razón es una facultad muy insuficiente.
Pondré, otro ejemplo: hace ya años Jose Luis Pardo defendió la coherencia entre dos editoriales de El País que se referían al Che Guevara
en un caso como un “idealista coherente” y en otro caso como un
“caudillo asesino”. No había aquí cambio de opinión alguno, pues se
puede demostrar que ser un idealista coherente es lo mismo que ser un
caudillo asesino. El razonamiento era intachable y muy brillante, aunque
el problema era que, al final, valía lo mismo para identificar a un
caudillo asesino como Jesucristo que a un idealista coherente como
Hitler. A veces, a la hora de juzgar si “esto es o no un gato, aunque
parezca un perro”, la razón no ayuda lo suficiente. Hay que tener, como
suele decirse, un poco de “juicio”.
Los intelectuales del tipo de Javier Cercas razonan bien, pero su
facultad de juzgar está podrida. No están equivocados, están locos.
Quizás no clínicamente hablando. Se trata, más bien, de una forma de
locura abyecta política y moral, pues su responsabilidad como
intelectuales es inmensa y su delirio a la hora de juzgar hace el juego a
las potencias económicas, políticas y mediáticas más salvajes del
neoliberalismo y del bipartidismo que le es tan funcional.
Javier Cercas, Antonio Elorza, Félix de Azúa, Fernando Savater, Félix Ovejero
o Jose Luis Pardo siempre recurren al mismo argumento contra el
supuesto “populismo” de Podemos. Hay que hablar de ciudadanos no de
pueblos. El populismo es (siempre) malo -en palabras de Cercas- “porque
apela al pueblo, que es una abstracción de trilero, y no a los
ciudadanos, que son realidades tangibles, sujetos de derechos y deberes,
hombres y mujeres responsables de su destino”. Es una idea genial y hay
que responder que, en efecto, tienen mucha razón y que qué más podría
pedirse. Pero el asunto del “populismo” reivindicado por Podemos es un
poco más complicado de lo que se puede deducir leyendo estos artículos y
los editoriales de El País.
¿Por qué, desde Podemos, hemos empezado a reivindicar una cosa tal
como el “populismo”? La cosa parte, sí, como suele decirse, del 15M,
cuando una gran parte de población (a los que se presupondrá, espero, la
“ciudadanía”) se reunió en las plazas de este país para caer en la
cuenta de un verdadero descubrimiento político: “no somos antisistema,
el sistema es antinosotros”. Esto supuso un verdadero viraje en el
pensamiento de izquierdas, un viraje que podríamos calificar de “muy
conservador”. La ciudadanía -incluso los muy jóvenes de Juventud sin
Futuro- cayeron en la cuenta de que vivían en un sistema que les había
sustraído derechos muy elementales: el derecho a una vivienda, a tener
una familia estable, a tener hijos, a tener una pensión, a protegerse
con un derecho laboral, a una sanidad y una escuela pública dignas, etc.
Era, como he dicho tantas veces, una especie de “antimayo del 68”,
cuando la gente pedía lo imposible, bajo el lema de “la imaginación al
poder”. Ahora era más bien al revés, y la cosa se hacía, podríamos
decir, a lo Gunther Anders: si había que llevar la
imaginación al poder no es por lo que esta facultad tenía de desbordante
y utópica, sino por todo lo contrario. La imaginación es una facultad
finita, que nos recuerda constantemente nuestra escuálida finitud. Es
imposible imaginar, por ejemplo,la cadena causal que liga el
movil con el que llamamos a mamá los domingos, con una guerra en el
Congo en la que han muerto diez millones de personas, causada por la
minería del coltán. Nadie puede imaginar que lleva tantos cadáveres en
el bolsillo. La complejidad de este mundo es ya, desde hace mucho,
demasiado grande para nuestra torpe imaginación. Por eso, cada vez más,
es imposible distinguir las noticias de los fakes y las bromas de los periódicos satíricos.
Ocurrió entonces algo muy importante para nuestro destino político.
La imaginación, tan reivindicada por la izquierda, lejos de sobrepasar
todas las barreras, conectaba de forma imprevista con el sentido común.
La izquierda se encontraba así frente a un experimento insólito. De
pronto, se perfilaba, sí, un “ellos” y un “nosotros”, pero, por primera
vez en la historia de los movimientos anticapitalistas, de una forma
invertida. Ahora resultaba que “ellos” eran los revolucionarios
antisistema, los partidarios del salvajismo neoliberal que está
socavando todas las instituciones democráticas de nuestro orden
constitucional. Y “nosotros”, los que antaño éramos los anarcoides
antisistema, nos convertíamos en los guardianes del orden
constitucional, en los defensores de esa consistencia política a la que
hacemos bien en llamar, como Javier Cercas y compañía, “ciudadanía”.
¿Javier Cercas o Jose Luis Pardo han escuchado muchos discursos de Pablo Iglesias o de Ada Colau
reivindicando las ancestrales y oscuras densidades de un pueblo
imaginario? Yo no. Más bien, habría que decir que, mucho antes que con Ernesto Laclau o Chantal Mouffe
(que luego veremos a cuento de qué vienen, en la segunda parte de este
artículo), lo que define al discurso habitual de Podemos es lo que Habermas
llamó “patriotismo constitucional”. Pensemos, por ejemplo, en el
discurso con el que Pablo Iglesias no ha parado de machacar en todo
momento, la reivindicación de la palabra “patria”. Defender la patria no
es llevar una banderita española en la correa de tu perro, es no evadir
impuestos. Defender la patria es defender la escuela pública, la
sanidad pública. Defender la patria es defender un sistema fiscal que
funcione sin paraísos fiscales, sin franjas de impunidad legal para el
dinero. Defender la patria es defender el derecho laboral de este país,
para que la ciudadanía -sí, la “ciudadanía”- no tenga que emigrar lejos
de su país para buscarse la vida con todos sus títulos universitarios en
la maleta. Defender la patria es defender la división de poderes, la
autonomía del poder legislativo, en lugar de vender el parlamento
nacional a los dictados del Eurogrupo. Defender la patria es defender a
nuestros abuelos, sí, pero para no matarles de hambre, para defender el
sistema de pensiones y no porque sean el receptáculo de una atávica
sabiduría ancestral que nos conecta con el “pueblo” (no sé si esto es lo
que piensan que pensamos Javier Cercas y compañía). Hay aquí un largo
etcétera acorde con el patriotismo constitucional. Esto es Habermas, no
Laclau. Y esto representa el 99% de las reivindicaciones de Podemos. Lo
de Laclau y el populismo tiene mucho sentido, como vamos a ver, pero no
tiene ninguno si no se empieza por aquí. Y si se critica el populismo de
Podemos sin tener en cuenta que el punto de partida es puro
“patriotismo constitucional” se podrá tener, desde luego, mucha razón,
pero en el interior de un delirio paranoico (por otra parte muy bien
recompensado mediáticamente).
La razón siempre defiende el patriotismo constitucional, lo mismo en los discursos de Podemos que en los editoriales de El País.
Lo que pasa es que luego hay que identificar cuánto de patria y de
constitución hay en la cruda realidad y esto es una cuestión de juicio,
no de razón. Algunos contemplan el panorama europeo y ven mucho
patriotismo constitucional, otros vemos ahí mucha dictadura de los
poderes financieros y un patriotismo constitucional herido de gravedad y
amenazado por una más que probable reacción populista de derechas
cercana al fascismo. Lo sorprendente son los efectos paradójicos de esta
discrepancia. A los que defendemos que haya más patriotismo
constitucional y menos dictadura, se nos llama populistas. Y los que,
desde sus imperios mediáticos, se alinean con la dictadura económica y
el terrorismo financiero (llegando a aplaudir, como Savater, golpes de
Estado financieros como el que no ha dejado de perpetrarse en Grecia),
se reservan para sí la etiqueta de patriotas constitucionales. En su
delirio paranoico, basta, por lo visto con defender el patriotismo
constitucional para que de verdad lo haya. Es gente que, como dios, crea
el mundo con sus palabras.
Cuarto Poder DdA, XIII/3352
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