Antonio Aramayona
A veces el amor se hace especialmente
doloroso. Parece socavar las paredes más profundas del ánimo y cada recoveco
del pasado o del presente nos escuece sin remedio. El mundo amanece cada día
como una herida cósmica en carne viva: duele hasta el mínimo detalle y parece
hundirnos en abismos de sufrimiento.
A veces el ser amado o el ser perdido duele
hasta el tuétano mismo de cada uno de los huesos. El aire se enrarece, apenas
nos sentimos ya capaces de tomar aliento. Nos sentimos absortos en nada. Cada
minuto inocula nueva tristeza y refuerza la sensación de marasmo.
Entonces, especialmente entonces, se hace
heroico el amor. Llevo días así presenciando el ciclópeo heroísmo de no pocas
personas que me son tan queridas. Entre ellas, mis seres más queridos, mi
sombra, mi sombra…
A veces el amor es sólo silencio, calla para
siempre. Daríamos cuanto se nos pidiera por una sola de sus palabras, por disfrutar
del último al menos de sus mensajes. Mas el universo ha quedado vacío y los
oídos duelen de tanto no oírlo ya, y los ojos duelen de tanto no verlo ya y las
manos duelen de tanto no poder acariciarlo ya...
A veces ya no queda la posibilidad de amar más
que su ausencia. La vida entera se transforma en un descomunal, pavoroso duelo.
“Herida cósmica”, dejó escrito mi
buen amigo de hace muchos años, Pedro, el jerezano. Es otra dura lección que
algunos seres queridos deben aprender: convivir con el duelo. Sobrevivir al
duelo. Sobrevivir, sí, sobrevivir: empresa difícil cuando el ser amado ha formado
parte de la entraña más cálida y auténtica de una vida.
Neruda lo describe bien en unos de sus más
conocidos poemas (Puedo escribir los
versos más tristes esta noche..., en
"20 poemas de amor...” ):
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
(…)
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
Y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Neruda transmite en este poema una gran
melancolía, una enorme pesadumbre. Sin embargo, sus versos no son los más
tristes. Ciertamente, declara poder escribirlos esa noche, pero la propia
tristeza lo paraliza. Cuando el amor duele hasta el paroxismo, resulta
indescriptible. Duelen el recuerdo y el olvido. Duelen la presencia y la
ausencia. Duele el amor por cada uno de sus poros. El amor es nada, ausencia,
que tritura dolorosamente el espíritu.
Pedro Salinas lo describe también con
sobriedad en uno de sus maravillosos poemas y, al mismo tiempo, con precisión
de cirujano:
¡Qué paseo de noche
con tu ausencia a mi lado!
Me acompaña el sentir
que no vienes conmigo.
Y Salinas canta a gritos en otro poema, que
convertí en cambión en mis años jóvenes, la soledad del dolor, la voluntad de
que el amor permanezca al menos como duelo. La vida se agarra como última
estela del amor perdido, como última esperanza de que aún no todo está
definitivamente acabado. El dolor demuestra aún que se está vivo, y en ese
dolor pervive de algún modo el ser perdido, como prueba de que a la pesadilla
actual le han precedido tiempos y brisas de vida. Todo, incluido el dolor insoportable,
es preferible al desamor, como un último homenaje al aliento íntimo que sigue
morando en cada corazón dolorido.
No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería:
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
DdA, XIII/3310
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