jueves, 14 de abril de 2016

LAS SOCIEDADES A GOLPE DE PREJUICIO CIERRAN LA LIBERTAD DEL CIUDADANO

Jaime Richart

He pasado la mayor parte de mi vida intelectual a la caza del sen­tido que pueda haber en lo apodíctico y en lo dogmático, en elpico y en el prejuicio. Detrás de todas las culturas está el pre­jui­cio, pero como vivo en la española es en el pensamiento es­pañol en general en el que a los prejuicios por así decir autócto­nos se suman otros de procedencia anglosajona sin apenas resistencia. En otras épocas fueron la cultura y la educa­ción fran­cesas las que influyeron poderosamente en Europa y en Es­paña. Hoy y desde hace más de medio siglo, éstas han desapare­cido casi por completo eclipsadas por lo anglosajón en cuanto a hábitos y al modo de enfocar la eco­nomía principal­mente. Véase si no, de dónde pro­cede la ideología neoliberal y con ella la privatiza­ción sal­vaje...

Allport (1979) y otros definen el prejuicio como actitud de re­celo u hostil hacia una persona que pertenece a un grupo, por el simple hecho de pertenecer a dicho grupo, y a la que, a partir de esta perte­nencia, se le presumen las mismas cualidades negati­vas que se ads­criben a todo el grupo. También podríamos defi­nirlo como juicio ge­neralmente negativo que se forma inmotivada­mente de ante­mano y sin el conocimiento necesario imbuido desde edades muy tempranas.

Pero yo prefiero atenerme a la definición académica: "opinión pre­via y te­naz gene­ralmente desfavorable, acerca de algo que se co­noce mal".  Pues ésta es, a mi juicio, la que mejor sirve al fin que me pro­pongo: alumbrar prejuicios incrustados en el sentir y en la opinión más ex­tendidos.

  Sea como fuere España es uno de esos países que, por la fluctua­ción e inestabilidad de la noción res publica a la que se ha opuesto el dogma y el pensar católicos, más necesita­do está de contestar a sus atavismos y de complementar sus pre­juicios (ordinariamente re­forzados por el poder raramente no absoluto), con otros traídos desde fuera. Y en estos tiempos de la postmodernidad se va in­trodu­ciendo en la mentalidad a través de ideas repetidas hasta la sa­ciedad por la pedagogía dominante y por la propaganda pe­riodís­tica, ambas infectadas a su vez por los mantras anglosajo­nes que na­die combate ni contesta.

Siendo así que el prejuicio automatiza y bloquea el pensa­miento y el espíritu crítico, la homofobia, el racismo, la xenofobia y la discri­mina­ción que les acompañan responden con precisión a la idea del prejuicio de All­port.  Pero el prejuicio no sólo se encapsula en esos prefabri­cados de diseño. También en otros aspectos es mani­fiesto, y ello con conse­cuencias varias aunque pa­sen casi des­apercibidos. La reiteración de un modo preconcebido de conside­rar la reali­dad hace de trac­ción intelectiva e invade gran­des áreas de la vida cotidiana. Casi to­dos los prejuicios estereoti­pa­dos como los re­lacionados con ra­cismo, xenofobia u homofo­bia están casi plena­mente identificados cuando alguien habla o es­cribe, y en cierta me­dida también ya debi­litados. Sin embargo, hay otros acuñados por potentes grupos sociales y centros de po­der divulga­dos desde los tri­bunales periodís­ticos mediáticos, que arrastran sote­rradamente a la socie­dad a posicionamientos menta­les insensa­tos.

Prejuicios, tan torpes unos como otros, son: que el comunismo es indeseable y pernicioso; que quien no sabe de leyes no puede discer­nir sobre lo justo y lo injusto; que quien no es médico, no puede entender de su propia salud; que quien no es economista, no puede manejar ni sus cuentas ni las públicas; que el tiempo es oro, cuando si algo le sobra al ser humano es tiempo; que un país no puede desarrollarse si no se endeuda por la Deuda sobe­rana; que quien no viste la indumentaria de los últimos cien años, no puede desempeñar un cargo público; que el rumano y el gitano son ladro­nes; que la categoría del coche o la vivienda equi­valen a la cate­goría personal del conductor o del vecino; que quien tiene buena memoria es también inteligente; que el libro electrónico es ene­migo del libro impreso; que el ateo y el no cre­yente no son respeta­bles; que el político o charlatán, la misma cosa, son solo quienes pueden gobernar a un país; que la austeri­dad es indeseable; que el no consumir es malo para la sociedad; que no tener una vivienda en propiedad es indigno... Y otros de factura similar en este país, unos traídos en volandas por las ideas religiosas a lo largo de los siglos y otros llegados arteramente desde una corta tradición de lo que hemos de enten­der inexcusablemente por progreso...

Es cierto que en el prejuicio (como en el tópico o el refrán) puede haber cierto fundamento. Pero una cosa es eso y otra que anule cual­quier otra verdad. Es más -y no me refiero sólo a los que respon­den a la definición de Allport-, puede llegar a encerrar tal grado de error o estupidez, que un prejuicio religioso, ide­ológico o común han po­dido por sí mismos desencadenar el crimen o la guerra. Pero en tanto esto no sucede, lo más triste para las sociedades que se mue­ven ostensiblemente a golpe de prejuicio es que el prejui­cio cierra el camino al pleno desarrollo de la personali­dad y coarta el pensamiento y el espíritu que hacen grandes a cada ciudadano.

DdA, XIII/3253

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