miércoles, 13 de abril de 2016

LA REVOLUCIÓN QUE NECESITA LA POLÍTICA

Antonio Aramayona

Evitando generalizaciones, es legítimo afirmar, ateniéndonos a los hechos, que en muchos casos ética y política son realidades poco o mal avenidas. Y sin embargo, se necesitan mutuamente para conseguir su identidad: una ética que no actúe y se despliegue dentro de la sociedad, de la polis, sería solo una ética de anacoretas; una política que pretenda prescindir  de la ética equivaldría solo a una dictadura de sátrapas, en contra del interés general de la ciudadanía.
No obstante, a la política se le suele pedir sobre todo resultados, conseguir objetivos concretos. En principio, la política será  buena si y solo si consigue sus objetivos y cumple sus promesas  (aun sin olvidar el “interés general” o el “bien común”, mira habitualmente también a las expectativas de voto, las elecciones próxima, así como los intereses financieros a los que la política real está muy a menudo sometida). La ética, por el contrario,  debe regirse únicamente por la convicción personal y por la propia conciencia, pues busca obrar con independencia de sus resultados y logros. Muy al contrario, sus principios y valores mueven a la acción por sentido del deber, con independencia de si tiene utilidad inmediata. La acción ética no se pregunta por su utilidad, sino por su valor: lo que importa es la realización de los valores éticos universales (plasmados también en la Declaración Universal de los Derechos Humanos), por encima o más allá de los logros concretos que pueda obtenerse con un comportamiento ético.

De hecho, a un político no se le pide que sea éticamente virtuoso, pues eso pertenece básicamente al ámbito privado. Lo que se le debería exigir es que las medidas adoptadas vayan encaminadas siempre a la realización efectiva de los derechos humanos en la colectividad a la que vayan destinadas. La ética, en cambio, funciona primordialmente en primera persona (conciencia y responsabilidad de cada persona) y en infinita persona (=sin límite y sin condiciones).
Inquieta constatar, sin embargo, que los planteamientos éticos son cada vez más distantes del mundo de la política, donde la apelación a una supuesta ética sirve básicamente de instrumento de descalificación del adversario.  En resumidas cuentas, los valores éticos van desapareciendo cada vez más del discurso público, pues la ética “vende” primordialmente como reclamo para obtener votos y arrebatarlos al contrincante.
¿Puede existir una conciliación entre, por un lado, la política que propone valores éticos y utopías (lo óptimo, no lo imposible) y, por otro, la política que se limita a gestionar los asuntos que le van saliendo al paso? Personalmente creo que es preciso llevar a cabo una revolución interior –ética- para poder alcanzar pacífica y cívicamente una revolución/transvolución (perdón por el palabro) en el mundo, en la vida política y en la ciudadanía.
Una persona, cualquier persona, debería efectuar esa revolución interior antes de meterse entre la maleza de la política (ahí radica la diferencia entre un verdadero político y un gestor político, y esta es una de las principales razones de que hoy tenga tal descrédito la política actual de los votos y los despachos). Un político nunca podrá llevar a cabo una transvolución de la sociedad y del mundo si no cuenta con su previa revolución interior. Sin esta no es posible oponerse incondicionalmente a los poderes que conculcan los derechos humanos. Así y solo así, el amor a la utopía (lo óptimo, no lo imposible)  puede vencer al simple anhelo de cargo y de poder.
Los principios éticos pueden ser así realmente factibles y creíbles en política, la cual emana del pueblo y concierne por igual a la ciudadanía y a los políticos profesionales. Solo mediante esa revolución interior, el árbol de la política de corral cederá el lugar a la panorámica del amplio bosque en el que todos los seres humanos constituimos una sola familia universal, sujetos de los mismos derechos fundamentales, libres e iguales. 

DdA, XIII/3252

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