La mala noticia es cómo premiamos en
este país la honradez. Y no hablo ya de los que mandan. Hablo de
nosotros, de los ciudadanos de a pie, que queriendo o sin querer
seguimos haciendo la vista gorda ante los trapis cotidianos que nos pasan por delante.
Jordi Évole
José Juan vivía en mi barrio. Un chaval muy majo. A pesar de
tener 10 años más que nosotros, se paraba a echar unos toques cuando nos
pilllaba en el callejón donde jugábamos a fútbol. Era buenísimo. Pero
no hizo carrera de futbolista. José Juan era guardia civil y
estaba destinado en el puerto. Se decía que aquel era un destino
tentador. Se ve que en aquella época era relativamente fácil corromperse
en un lugar así (seguro que ahora no pasa). Las mercancías ilegales
acababan entrando gracias a suculentas propinas que se llevaban algunos
beneméritos agentes. Eran como complementos salariales -sobresueldos en
B, ¿saben?- que la costumbre había convertido en «casi» legales. Es lo
que tienen las costumbres. A veces los complementos no eran en metálico,
si no en especies: productos decomisados en el puerto con los que
algunos agentes hacían negocio.
Pero José Juan nunca sucumbió. José Juan nunca aceptó un sobresueldo. José Juan nunca se llevó nada que no fuera suyo. Miento. Una vez, en el decomiso de un barco lleno de cocacolas, su superior invitó a José Juan a llevarse algunas para su casa. Aquel día, José Juan cedió. Algunos compañeros llenaron de latas sus maleteros, con los asientos abatidos. José Juan llegó a su casa con un pack
de... cuatro latas. Hasta su madre le dijo que para eso mejor que no
hubiese traído nada. Pronto en el barrio se corrió la voz del
comportamiento de José Juan. Y también pronto se corrió la voz de que José Juan era tonto. Igual tenemos más José Juanes
de los que nos creemos. Ojalá. La mala noticia es cómo premiamos en
este país la honradez. Y no hablo ya de los que mandan. Hablo de
nosotros, de los ciudadanos de a pie, que queriendo o sin querer
seguimos haciendo la vista gorda ante los trapis cotidianos que nos pasan por delante.
No
estamos acostumbrados a recriminarle a nuestro compañero que copie en
un examen, o a nuestro cuñado que no pague el IVA en el dentista, o a
nuestro primo que lo hayan enchufado en el ayuntamieto porque tiene
buena relación con el secretario de organización del partido que ganó
las elecciones. Es más, muchas veces añadimos a estos comportamientos el
latiguillo «es que yo en su lugar haría lo mismo». ¿Y cómo se arregla
esto? No tengo ni idea. ¿Es una cuestión de ADN, ese clavo ardiendo al
que nos agarramos llamado «picaresca española»? No creo en ADN patrios.
Me da que en realidad el problema está en cómo nos educamos. En ver
desde pequeñitos que el trapicheo debe formar parte de nuestras vidas.
Es verdad que el ejemplo que nos llega desde las élites no es muy
edificante. Seguramente ver el Telediario no anima a ir luego al
dentista y pedirle que nos haga la factura con IVA. «Yo no soy tonto»...
pero mientras sigamos pensando que José Juan sí lo es, seguiremos alimentando ese país que ahora parece que a muchos nos repugna.
El Periódico de Catalunya DdA, XII/3214
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