Gracias a la magnífica revista bimestral asturiana Atlántica XXII, dirigida por ese no menos reputado periodista que se llama Xuan Cándano y que muchos de sus colegas y paisanos desearíamos al menos con periodicidad mensual, tengo referencia de otra excelente profesional, Lucía Suárez Naveros, autora de un libro muy recomendable: Carmela ya no vive aquí. La mencionada publicación de Cándano daba a conocer hace unos meses una entrevista con Lucía para hablar de ese libro, puesto en la calle por Ediciones Nobel. En sus páginas se hace un detenido balance del dilatado y costoso tránsito que ha llevado a la mujer hasta conseguir en nuestros días metas que otrora parecían irrealizables, sin que se hayan conseguido todavía otras. Este Lazarillo ha tenido el priveligio de conocer a mujeres que fueron en su tiempo las primeras en acceder a la universidad, por ejemplo. “El feminismo español -en opinión de Suárez Naviegos- solo es tardío si se busca como movimiento sufragista, pero hubo muchos empeños en el acceso a la educación de las mujeres, con nombres como Pardo Bazán o Arenal”. A la periodista, poeta y escritora asturiana le interesa mucho -según sus propias palabras- la hipersexualización de nuestra cultura, "que tiene que ver con el proceso que describe Federicci, de objetulización de las mujeres, en este caso, como objetos de deseo”. Aconsejo leer tanto la entrevista realizada por Jara Cosculluela, otra competente profesional del excelente equipo de colaboradores de Atlántica XXI, como el perspicaz artículo que sigue: Aseaditas y tiorras.
Lucía S. Naveros
Las mujeres que han entrado en la política española en esto que se ha dado en llamar, a falta de algo mejor, “segunda transición”, se han encontrado con que el corazón misógino de España sigue pétreo, congelado bajo nuestros pies, como un mamut de Siberia. Y se han visto violentamente definidas desde fuera (como tantas mujeres antes, ay) para colocarlas en su lugar de cuerpos que existen para el disfrute (o al menos el juicio) masculino. Así, tras un mitin de Inés Arrimadas oí calificar a la dirigente de Ciudadanos en el Parlament catalán como una mujer “aseadita”.
A mí Inés Arrimadas me parece una politica que domina el discurso, que ha sido hábil para defender su relato en un medio hostil. Además, es abiertamente guapa y tiene un aspecto completamente ortodoxo, integrado al milimetro en los cánones de belleza occidental. Tuve el placer de entrevistarla y me encontré con una mujer despierta, rápida en las contestaciones, y con don de gentes, dentro del estresante enredo que es una campaña electoral. Sin embargo, para alguno de mis compañeros de profesión era solo “aseadita”. Cuando escuché este comentario, en horario de cierre y con una página entera por escribir, no me paré a dar una réplica, pero quedó en mi cabeza como un molesto moscardón. ¿Qué significa “aseadita”, señoras y señores, para calificar a una mujer de pelo impecable, delgada, joven, líder en su profesión, vestida con sobriedad con unos vaqueros, una americana y discretos tacones? Todos esos dones la hacen “aseadita”, ni siquiera “aseada”. La hacen limpia en diminutivo, un poquito limpia, dentro de la suciedad en la que, al parecer, estamos sumergidas el resto de las mujeres, que no alcanzamos ni de coña el estándar mínimo de limpieza al que tiene derecho Inés Arrimadas. Ella, tras escalar la montaña, emerge al olimpo de las “aseaditas”, mientras el resto de las españolas seguimos sumergidas en la suciedad, además voluntaria, ya que si quisiéramos (si no fuéramos tan vagas y tan guarras) nos asearíamos, pues asearse alude a un acto voluntario. Así que depílate, levántate una hora antes para lavarte y plancharte el pelo, pintate con discreción pero con resultados, entacónate, vístete como una ejecutiva discreta (no vayas a ser catalogada de “puta”), mantente en una talla 38, y a lo mejor, solo a lo mejor (si consigues además elevarte sobre el resto de tus compañeros a la hora de hablar en la tribuna, de expresar con contundencia y claridad tus convicciones, de vadear todas las trampas internas que atesora un partido político), te regalaré la categoría de “aseadita”, una mujer pequeñita que ha conseguido dejar de ser sucia.
Esto se dice con naturalidad de Inés Arrimadas, que ya fue retratada en un periódico de tirada nacional a cuerpo entero, pero sin cabeza. La foto que ilustró esa entrevista, para la que los editores no eligieron un gesto, una mirada, sino un cuerpo descabezado, ha dado lugar a ríos de tinta sobre lo que nos depara a las mujeres el mundo público, donde el machismo resucita día a día de sus presuntas cenizas, auténtico ave fénix que se repite como los chorizos a la sidra. Esa sensación de regurgitación y acidez de estómago, de resacón del franquismo, me invade cuando miro al otro lado del arco político catalán, donde no anidan las “aseaditas” y viven las “tiorras”. Antonio Burgos lo dijo con todas las letras en ABC, juzgado a las dirigentes de la CUP, ese engendro que une el anticapitalismo al independentismo, una auténtica “bicha” de la politica española. En un artículo en el que hablaba de las “flequis”, Burgos (ese efebo rubio semejante a Antinoo que se atreve a señalar al resto del mundo lo que es o no bello) resume su juicio sobre las politicas de la CUP y Bildu: son tiorras, y además condenadamente feas. Las hace así herederas directas de otra mujer que causó horror y encarnó a la bruja politica por excelencia, Dolores Ibárruri, La Pasionaria, la “tiorra roja” que a la que tan bien glosó Vázquez Montalbán en su “Pasionaria y los siete enanitos”. Las “tiorras” fueron una construcción cultural esencial en el franquismo, que justificó las mayores violencias contra estas mujeres que se negaban a plegarse a los mandatos del Régimen. Reencontrar a la tiorra en los periodicos españoles es inquietante. A las tiorras se les afeitaba la cabeza, se les daba aceite de ricino, se las metía a la fuerza en psiquiátricos (las “patronatas”, ingresadas en manicomios por mandato del Patronato de Protecc ión a la Mujer). Hay tiorras españolas que llevan décadas buscando, sin éxito, a los hijos que les robó el franquismo. Si no fuera todo tan espantoso, daría la risa.
DdA, XII/3199
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