¿Cómo se puede aguantar en una
negociación en la que te digan que un israelita vale por diez palestinos sin
levantarte de la mesa y nombrarle la familia a quien tal disparate dijo?
Pedro Luis Angosto
A
lo largo de casi cuatro décadas de democracia borbónica han sido muchos
los pactos, trasiegos y transacciones firmados por partidos que nada
tenían que ver entre sí, unas veces bajo el paraguas de la
gobernabilidad, otras por lo delicado de una coyuntura, las más de las
veces para la consolidación del “modus vivendi”. Es cierto que a menudo
los pactos son necesarios para salvar escollos de gran calibre que
supongan amenaza de catástrofe inminente, pero difícilmente se pueden
justificar determinados acuerdos que obligan contra las propias ideas.
Cuando en 1977 el Partido Comunista de España –al que tantísimo debemos
por su lucha contra la dictadura- firmó los Pactos de la Moncloa en una
situación gravísima en todos los aspectos, se sumó a quienes defendían
medidas políticas y económicas de derechas en aras de la
“gobernabilidad”, esperando que su sacrificio fuese entendido después
por los electores con la recompensa del voto. No fue así, y en las
sucesivas elecciones el Partido Comunista se fue diluyendo entre las
disensiones internas provocadas por un exceso de pragmatismo que dejó
huérfanos a muchos de sus seguidores. ¿Qué decir del Partido Socialista
Obrero Español también firmante de aquellos pactos, promotor de la
reconversión industrial y de la entrada en la OTAN? Al contrario que las
derechas –que conservan en su seno lo más reaccionario, incluso con
orgullo las páginas más abyectas de su historia-, las izquierdas siempre
que han pactado con sus enemigos se han dejado jirones de su ideología y
de su historia, adaptándose de forma camaleónica a parte del ideario
contrario, aceptando como suyas propuestas que socavaban el futuro del
grupo aunque no el del individuo o líder. De ese modo, las izquierdas,
quizá en un principio con buena intención, había que arrimar el hombro
para los nuevos tiempos, fueron perdiendo militancia hasta dejar de ser
partidos de masas y convertirse en organizaciones de cuadros más o menos
preparados en cuyas bases ya no quedaba nadie para presionar sino
grupos de nostálgicos que se reunían de vez en cuando para recordar
tiempos pasados y que decían sí a cualquier nueva vuelta de tuerca
emitida como consigna desde el Comité Federal o Central, llegando al
momento actual en que, ante la carencia de vivero propio, se habla de
fichajes como si de un equipo de fútbol se tratase.
Lo ocurrido la semana pasada con las CUP no es más que otro penoso
capítulo a añadir al grotesco sainete en que se ha convertido la
política española de los últimos tiempos, al menos desde que José María
Aznar consiguió, por increíble que parezca, la mayoría absoluta. Es más,
estoy convencido de que todo lo que está ocurriendo en Catalunya desde
que el Partido Popular le declaró el boicot –igual que a todos los
cambios positivos nacidos de los primeros años de Zapatero-, no es más
que una representación excelsa de una tragicomedia de corte y espada en
la más pura tradición castiza. Un señor que se llevaba el dinero fuera
de Cataluña y de España por su origen oscuro y para no pagar impuestos,
moldea a su imagen y semejanza al país que gobernó durante más de veinte
años utilizando para ellos todos los medios a su alcance. Al irse
nombra sustituto, la crisis de agudiza mientras los escándalos de
corrupción se generalizan en todo el país sin que ninguno de los
principales artífices haya pisado todavía la cárcel. Tras varias
elecciones consecutivas en las que los convocantes no obtienen el
resultado que presumían se llega a las de Septiembre de 2015 celebradas
tras la gran manifestación independentista de Barcelona sin que tampoco
la cosa salga bien. El jefe de las CUP, Antonio Baños, declara que no
hay mayoría para la independencia y que no apoyarán a Mas. Inician
negociaciones, nada ha cambiado, los corruptos siguen viviendo del
cuento, los que se llevaron el dinero que no era suyo continúan
teniéndolo, los pobres cada día más pobres, las privatizaciones de Boi
Ruiz sin novedad y las listas de espera en los hospitales públicos a
más, hasta llegar ayer día once de enero a cerrar las urgencias del
Hospital Valle D’Ebron por colapso, por imposibilidad de asistir a los
enfermos. Un modelo de gestión. Todo parece claro, aunque el empate de
Sabadell levanta algunas dudas. Las partes se reúnen en último intento, y
tras horas y horas de debate, o lo que fuese, el sábado 9 de enero
llegan a un acuerdo en el último minuto, pero no a un acuerdo
cualquiera sino a uno que supone la mayor humillación que haya aceptado
ninguna organización a la hora de firmar un pacto, un pacto que no es
tal sino una rendición incondicional en el altar de la Patria Catalana,
algo que, como la Patria Española, siempre será de derechas. Mediante
ese Tratado de Versalles, las CUP logran sustituir a Artur Mas por Artur
Mas II en la persona de Carles Puigdemont, y a cambio entrega los
diputados que sean menester para la investidura, pide perdón por haber
sido coherentes con sus ideas, prometen propósito de enmienda y aceptan
hacer una depuración en sus filas. De tal modo qué, cautivas y
desarmadas las CUP –en las que muchos de fuera de Catalunya teníamos
depositadas muchas esperanzas-, se entrega el futuro del país a la
derecha neo-conservadora que ha robado, evadido impuestos, prevaricado y
saqueado las arcas públicas en beneficio propio. ¿Y todo ello por qué?
¿Por qué un partido con raíces municipalistas que estaba construyéndose
poco a poco desde la nada decide suicidarse de forma tan vergonzosa?
¿Por qué un partido anticapitalista decide entregarse a los más fieros
representantes del capitalismo, a quienes han recortado, reprimido y
privatizado hasta la extenuación? ¿Cómo se puede aguantar en una
negociación que te digan que un israelita vale por diez palestinos sin
levantarte de la mesa y nombrarle la familia a quien tal disparate dijo?
Sólo hay una explicación: el patriotismo, que como bien dijo el Dr.
Johnson “es el último refugio de los canallas”, la ceguera de la que tan
bien nos habló José Saramago. La claudicación de las CUP ha tenido la
maravillosa virtud de resucitar a dos cadáveres políticos que se habían
ganado tal condición a pulso, Artur Mas y Mariano Rajoy. Quizá piensen
eso tan terrible de cuanto peor, mejor, me temo que no, pero en
cualquier caso han contribuido de modo felicísimo a reforzar a las
derechas en todo el Estado. ¡¡Hip, hip, hurra!!!
DdA, XII/3183
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