Hasta el 20-D la “unidad de España”, 
“el imperio de la Ley”, “España no es negociable”, etc. van a ser un 
fecundo semillero de posibles votos para los partidos que encarnen tal 
postura.
Antonio Aramayona
Quizás sea una prueba de la torpeza de la clase política española y 
catalana (especialmente, Mariano Rajoy, su gabinete y su Partido) para 
tender puentes y ofrecer diálogo real, aceptando un hecho diferencial 
innegable: desde hace más de un siglo, una parte considerable de 
catalanes y catalanas no se sienten españoles ni quieren pertenecer bajo
 ningún concepto al país denominado España.
Sin embargo, paralelamente el hecho catalán representa el gordo de la
 lotería para la clase política cada vez más consolidada cara al 20-D 
(PP, PSOE y C’s): hasta las elecciones generales la “unidad de España”, 
“el imperio de la Ley”, “España no es negociable”, etc. van a ser un 
fecundo semillero de posibles votos para los partidos que encarnen tal 
postura, mientras que los grupos políticos que no se adhieran 
ardientemente a la causa española serán ipso facto sospechosos de 
antipatriotismo o de imperdonable tibieza ante la indisolubilidad de la 
nación española.
En efecto, en el aire parecen pulular mensajes subconscientemente 
guerracivilistas, que dividen a la ciudadanía, de hecho, en tres bandos:
 uno (Mas, CUP, Junts pel Si…) que comete el sacrílego delito de 
saltarse las leyes y desobedecer las instituciones del Estado español, 
principalmente el Tribunal Constitucional; otro, que se autodefine y 
autoproclama defensor de la ley y de la democracia, así como “cumplidor 
de las reglas de juego democráticas” (PP, PSOE, C’s); por último, los 
que, abrazando públicamente la causa de la unidad de España, piden un 
referéndum o alguna vía inequívocamente democrática para dilucidar sin 
lugar a dudas la voluntad mayoritaria del pueblo catalán (Podemos, IU y 
algún que otro partido más).
Jamás he escuchado tan a menudo como ahora la apelación a “la Ley” y 
“las Leyes” (especialmente la Constitución española). La Ley, sin 
embargo, no es más que el proyecto o esbozo, sometido al tiempo y a la 
mutación constante de las circunstancias sociales, culturales, políticas
 y económicas, de la realización efectiva y permanente de unas 
instancias aún más fundamentales y constitutivas de la ciudadanía y del 
país donde esta habita: los derechos humanos, plasmados en la Carta 
Universal de Naciones Unidas y en la Constitución Española de 1978.
Una ley adquiere su razón de ser por su conexión con y su plasmación 
de los derechos humanos fundamentales, de tal forma que una ley no es 
legítima y una autoridad se deslegitima en la medida en que se aleja del
 cumplimiento efectivo de los derechos humanos (piénsese, por ejemplo, 
en las leyes nazis antijudías o en los Principios del Movimiento 
Nacional franquista). Ley y democracia coinciden en la medida en que 
ambos desembocan en el establecimiento de los derechos humanos 
fundamentales. El ser humano adquiere su dignidad y su humanidad en sus 
derechos fundamentales (vivienda, salud, educación, trabajo, etc.), de 
tal forma que recortar tales derechos equivale a deshumanizar a los 
seres humanos privados o mermados de tales derechos.
La apelación a la Ley por parte de los líderes y partidos más 
consolidados y sostenidos por la votación popular y también por los 
poderes fácticos, no resuelve la cuestión catalana (mucho menos la 
cuestión, de momento larvada, vasca) desde el mismo momento en que la 
Ley sacrosanta no deja resquicio alguno para declararse independiente. 
Repitieron y repitieron hace años a la sociedad vasca (principalmente a 
los miembros de ETA) que la violencia no es nunca el camino para 
reivindicar la independencia de un pueblo. Sin embargo, analizando las 
leyes y la Ley existentes en España, no existe hoy por hoy el menor 
resquicio democrático contemplado en y por la Ley para obtener la 
independencia de un territorio. “La Ley” es, en realidad, un círculo 
vicioso: a) deja la violencia y reclama por vía democrática la 
independencia de tu tierra; b) pero eso es imposible porque lo prohíbe 
el artículo 2 de la Constitución española: “La Constitución
 se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria 
común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el 
derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y
 la solidaridad entre todas ellas”.
Catalunya no me hiere o lesiona mis derechos, sino que los enriquece.
 Con o sin independencia, estaré siempre tan unido al pueblo catalán, 
como al andaluz, gallego, vasco, taustano o riojano, como al francés, 
galés, malasio, chileno o neozelandés. Las fórmulas políticas 
institucionalizadas son convenciones del poder para que sus intereses 
económicos estén garantizados frente a los del vecino. Un día se habló 
de los Estados Unidos de Europa. ¿Por qué no plantearnos ahora los 
Estados Unidos de Iberia (con el permiso, o con la inclusión, si así lo 
decide, de Portugal)?
DdA, XII/3126 
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