Sofía Castañón
Una vez escribí un poema sobre las manos de mi abuela. Se preguntará
quien ahora lea esto qué relevancia tiene para que una lo cuente hoy
aquí. Escribí un poema sobre las manos de mi güela. Omití los
surcos y las marcas que va dejando el trabajo en la tierra. Sembrar
patatas, recoger patatas. Alimentar pites, recoger huevos. Alimentar
conejos, guisar conejos. Criar hijas, cuidar nietos en una tierra de
montaña, casi vertical. Un terreno que para pisarlo tienes que saber qué
hacer con los tobillos. Omití todo y me centré en cómo ella -mujer de
campo, de pueblo en montaña, en la cuenca minera del Caudal, en
Asturies- se veía sus manos. Viejas, feas, oscuras. Como si trabajar la
tierra fuera algo que ocultar para ponerlas sobre un limpísimo teclado
de ordenador.
Escribimos sobre aquello que queremos entender. Yo
quería entender entonces esa vergüenza frente a algo que para mí sólo
era clave hermosa, significado lógico de lo que es vivir un tiempo en un
espacio. Mi güela, que trabajó la tierra y quiso que sus tres
hijas estudiaran, que sus nietos estudiaran, que estudien... Los
estudios como oposición a estar trabajando la tierra. Y al mismo tiempo,
esa frase que desde la niñez me taladraba, porque hay resortes así: un
día no querrás venir por aquí. Pero íbamos, todos los fines de semana.
Como
asturiana recién entrada en la treintena, la mayor parte de mis
compañeras, de mis amigos, están fuera de Asturies. Las leyendas
urbanas, como acuñó siendo presidente del Gobierno del Principado Vicente Álvarez Areces,
están muy vivas, y gracias a ellas tenemos alojamiento puntual en
ciudades de España, de Europa, de cualquier parte. Así que, igual que
vaticinó mi güela, un día dejé de ir tanto a la casa en la montaña.
Pero
las cosas pintan terribles y el aire en las ciudades se convierte en
una nube de polvo negro, así el cielo en Xixón. Y una huerta en el campo
-antes de que el TTIP
nos haga reclamar el derecho al alimento (igual que a la vivienda, la
educación o la sanidad) por su ausencia- parece buena idea. Estos días
tuve ocasión de hablar con mujeres valientes, decididas, que tuvieron
claro que querían estar en el medio rural, y que encontraron la
ocupación profesional a raíz del entorno. Proyectos hermosos e
inteligentes que funcionan tan bien que parece fácil. No es mal plan
esto de volver a donde una se crió y descubrió el sabor de la leche o l'aire les castañes.
Pero
antes de que ésta parezca la versión rural y autocomplaciente de un
anuncio de Ikea, diré que conocer a una mujer inteligente, trabajadora y
sensata como Laura Ibarra, me recordó que si esta historia había sido
dura para mi abuela, nada tenía por qué hacerla más sencilla para una
mujer hoy. Más si pensamos que los pueblos se vacían, y que donde apenas
quedan algunas personas mayores no hay intención de cuidar la red de
servicios. Sin tejido social, sin relevo generacional, qué compañía con
la que pelear cada día en una tierra que puede ser hermosa pero también
dura. Como si ser autónoma en una ciudad fuera sencillo. Ahora añade que
el colegio de tu hijo no está a tres manzanas andando, sino a varios
kilómetros. Que el centro de salud no está en tu barrio sino a un par de
pueblos de tu casa. Que la tribu que se necesita para un proyecto -ya
sea sacar adelante un negocio o criar a una hija- es una tribu virtual:
esto es, que no hay tribu.
Da igual que entendamos el tiempo que
nos toca como una historia de batalla o de resistencia: sabemos que no
se logrará nada en soledad. Aprendimos aquello de la tierra para quien la trabaja, pero por el camino se fue diluyendo, olvidando. Pienso en el poema que hoy querría escribirle a mi güela.
Para seguir hablando de sus manos, hablaría de cómo el cuidado hace
fértil esa tierra. Para seguir hablando de sus manos, hablaría de las de
mi hijo, escogiendo patatas todavía húmedas porque están recién
sacadas. Para describir sus manos, escribiría sobre las manos de Marta
recolectando arándanos en San Xusto, o las de Ángela colocando tomates
verdes en su puesto del mercado de Cabranes, o las de Laura recogiendo
escanda. El poema que hoy querría escribirle a mi abuela le diría que ni
invisible ni sola. Pero no hace falta un poema, porque hoy la diputada Paula Valero lee las palabras de Laura Ibarra en el Parlamento Asturiano. Porque hoy la eurodiputada Estefanía Torres
habla ante la Cámara para decir que desde Bruselas se va a trabajar
para evitar la despoblación de las zonas rurales. A veces el poema
sucede sin necesidad de que nadie lo escriba. El cambio ya ocurre como
un verso imparable.
El Huffington Post DdA, XII/3106
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