martes, 1 de septiembre de 2015

EL TREN DEL ALAMBRE Y LAS FRONTERAS ALAMBRADAS


Félix Población

Leyendo hoy, tal como normalmente acostumbro, el artículo de Isaac Rosa en ElDiario.es, me entero de que se necesitarían 7.721 kilómetros de alambre para cercar el llamado Espacio Schengen ante las sucesivas oleadas de refugiados y emigrantes que nos llegan de los países acosados por la guerra, el hambre y el fanatismo homicida. Ayer Merkel advirtió a Rajoy de que sin un reparto equitativo  de desplazados entre los países de la Unión Europea, muchos pondrán en cuestión Schengen, el acuerdo por el que varias naciones del viejo continente han suprimido los controles en las fronteras interiores. Estamos, posiblemente, ante el más grave conflicto en potencia que se haya vivido en Europa desde la segunda guerra mundial, de cuyo inicio se cumplen hoy 75 años. 

El asunto del alambre me ha recordado la Fábrica de Moreda de Gijón, el lugar donde mi abuelo materno quemó literalmente su vida. Ubicada en la aldea de La Braña, muy próxima a la ciudad, la siderúrgica de Moreda fue un punto clave de referencia en la industrialización de Asturias a partir de 1879. Dicen que se caracterizó tanto por la calidad de sus productos como por la mucha mano de obra empleada.

Situada cerca del puerto y al lado del ferrocarril de Langreo, la llamada Sociedad de las Minas y Fábrica de Moreda y Gijón perteneció en principio a una firma francesa radicada en París y más tarde la Sociedad Industrial Asturiana Santa Bárbara, a partir del último decenio del siglo XIX. En la primavera de 1881 –leo en un folleto conmemorativo de su septuagésimo quinto aniversario-, salió del puerto de El Musel el primer barco cargado con lingotes de la fábrica y comenzó a funcionar el tren de laminado para trefilar alambre. 

En ese taller trabajó mi abuelo José Bernardo. Me contaron quienes pudieron conocer el testimonio de los obreros de aquellos años, sembrados de reivindicaciones y conflictos sociales, que casi nadie de entre aquellos trabajadores llegaba a la edad de la jubilación. Tampoco mi abuelo, que falleció a los 59 años, no sin dejar levantada con sus manos la muy modesta casa que ilustra este artículo. En esa humilde vivienda, en pie desde hace un siglo, dio vida con mi abuela Mariana a seis hijos. Desde la puerta de casa avisté de niño las chimeneas de la fábrica y los fogonazos del fuego de los hornos iluminando la noche. Los identificaba, por haberme dejado sin conocer al abuelo José, con las calderas de Pedro Botero.

Hace muchos años que ha dejado de existir la vieja fábrica y una de las contadas casas de aquel tiempo que permanece en La Braña tal cual estaba es la de mis abuelos, abrazada cada vez vez más estrechamente por el matorral y la hiedra, con sus dos higueras centenarias, su pozo y su cuadra. El otro día, al visitarla, recordé el tren del alambre y las imágenes de los refugiados abriéndose paso entre las alambradas en la frontera de Hungría para buscar pan y trabajo. Eso mismo hizo mi abuelo hace más de cien años. No hay recuerdo más vivo que esa casa muerta para darme a entender las penalidades de quienes llaman a nuestras fronteras.

DdA, XII/3066

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