Félix Población
Leyendo hoy, tal como normalmente acostumbro, el artículo de
Isaac Rosa en ElDiario.es, me entero de
que se necesitarían 7.721 kilómetros de alambre para cercar el llamado Espacio Schengen ante las sucesivas oleadas de refugiados y emigrantes que
nos llegan de los países acosados por la guerra, el hambre y el fanatismo homicida. Ayer Merkel advirtió a Rajoy
de que sin un reparto equitativo de desplazados entre los países de la Unión
Europea, muchos pondrán en cuestión Schengen, el acuerdo por el que varias naciones
del viejo continente han suprimido los controles en las fronteras interiores. Estamos,
posiblemente, ante el más grave conflicto en potencia que se haya vivido en
Europa desde la segunda guerra mundial, de cuyo inicio se cumplen hoy 75 años.
El asunto del alambre me ha recordado la Fábrica de Moreda de
Gijón, el lugar donde mi abuelo materno quemó literalmente su vida. Ubicada en la aldea de
La Braña, muy próxima a la ciudad, la siderúrgica de Moreda fue un punto clave
de referencia en la industrialización de Asturias a partir de 1879. Dicen que
se caracterizó tanto por la calidad de sus productos como por la mucha mano de
obra empleada.
Situada cerca del puerto y al lado del ferrocarril de
Langreo, la llamada Sociedad de las Minas y Fábrica de Moreda y Gijón
perteneció en principio a una firma francesa radicada en París y más tarde la
Sociedad Industrial Asturiana Santa Bárbara, a partir del último decenio del
siglo XIX. En la primavera de 1881 –leo en un folleto conmemorativo de su
septuagésimo quinto aniversario-, salió del puerto de El Musel el primer barco
cargado con lingotes de la fábrica y comenzó a funcionar el tren de laminado
para trefilar alambre.
En ese taller trabajó mi abuelo José Bernardo. Me contaron
quienes pudieron conocer el testimonio de los obreros de aquellos años,
sembrados de reivindicaciones y conflictos sociales, que casi nadie de entre aquellos
trabajadores llegaba a la edad de la jubilación. Tampoco mi abuelo, que
falleció a los 59 años, no sin dejar levantada con sus manos la muy modesta casa que
ilustra este artículo. En esa humilde vivienda, en pie desde hace un siglo, dio
vida con mi abuela Mariana a seis hijos. Desde la puerta de casa avisté de niño
las chimeneas de la fábrica y los fogonazos del fuego de los hornos iluminando
la noche. Los identificaba, por haberme dejado sin conocer al abuelo José, con las calderas de Pedro Botero.
Hace muchos años que ha dejado de existir la vieja fábrica y una de las contadas casas de aquel tiempo que permanece en La Braña tal cual estaba es la de mis
abuelos, abrazada cada vez vez más estrechamente por el matorral y la hiedra, con sus dos higueras
centenarias, su pozo y su cuadra. El otro día, al visitarla, recordé el tren
del alambre y las imágenes de los refugiados abriéndose paso entre las
alambradas en la frontera de Hungría para buscar pan y trabajo. Eso mismo hizo mi abuelo hace más de cien años. No hay recuerdo más vivo que esa casa muerta para darme a entender las penalidades de quienes llaman a nuestras fronteras.
DdA, XII/3066
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