jueves, 16 de julio de 2015

TRILOGÍA: (1) LA DUDOSA FELICIDAD DEL RICO

 Las decisiones acordadas en los despachos basadas en el amiguismo, en la habilidad o en la debilidad de una de las partes del acuerdo tienen mucha más fuerza que los dictados del mercado puro.
Jaime Richart
  
La sociedad humana materialmente más adelantada se está dando cuenta -ya era hora- de que la felicidad no consiste en tener o en poseer más. Por los sinuosos recovecos que provie­nen de las experiencias reiteradas, la sociedad mundial com­prende que la felicidad, sensible o espiritual, está en el repartir y en el compartir. Era fácil comprenderlo, pero la terrible ti­ranía del innato egotismo exacerbado ha necesitado millones de años para aflojar un poco.

Empiezo a sospechar que si hay alguna posibilidad de que cam­bien el mundo y en especial la sociedad occidental, esa posibili­dad habrá de llegar por el descrédito radical de la ri­queza y por el sentimiento de vergūenza de ser rico. Aunque parezca mentira porque hasta ahora la condición humana pa­recía   sojuzgada por el ansia de riqueza, creo ver señales de honda transformación en el asunto. Porque empieza a vislum­brarse que lo que verdaderamente allega prosperidad, indivi­dual y colectiva, no es la ambición propiamente dicha sino la imaginación y la creatividad que en todas sus manifestaciones la excluyen. Es más, la ambición, tal como es entendida en el imaginario economicista y productivo, dificulta la imaginación y entorpece la creatividad de la riqueza útil. Confiemos en que esta especie de iluminación no llegue demasiado tarde.

La conciencia colectiva, aunque precisa de mucho más tiempo para el cambio que la individual, no es ni invariable ni es es­tanca. Los cambios, tanto de la una como de la otra, a lo largo de la historia es notorio que se producen, pero las leves modifica­ciones de la conciencia colectiva necesita siglos y se mide en siglos. Me relevo de la fatigosa tarea de mencionarlos. Pero bástenos ahora pensar, por ejemplo, en la conciencia de sociedades enteras occidentales, cristianas y avanzadas que asumían la esclavitud como algo "normal" en la relación entre seres humanos, o la miserable consideración que tuvo la mujer para el hombre prácticamente hasta ayer y más cercanamente entre españoles. Y comparemos luego ambos asuntos con el modo de verlos cien o doscientos años después.

En cualquier caso, es otro hecho incontestable que los huma­nos y la sociedad a que pertenecen en ámbitos más o menos exten­sos están intelectual, espiritual y psicológicamente atrapa­dos en su época. Lo que, de uno en uno o por separado, de algún modo les disculpa o les redime de culpa cuando incurren en actos, conciben ideas o adoptan actitudes que cadas o si­glos des­pués se revelan como sinsentidos, absurdos o atrocidades. Y del mismo modo este pronóstico de la transforma­ción que me aventuro a hacer ahora, apunta a un remontarse por encima de sí mismas, la conciencia individual y la colectiva, esclerotiza­das por la inercia y por hábitos instinti­vos en el hacer y en el pensar.

Porque los cambios respecto a la riqueza, a los ricos y a la condi­ción de rico empiezan a ser ya un hecho. La prueba está en que hay sociedades muy avanzadas, como las nórdicas, donde los "ricos" prácticamente no existen o son "desconoci­dos", aunque naturalmente pueda haber alguna excepción. Y esto ocurre mientras otras no demasiado distantes, reúnen a ricos en tanta abundancia que han terminado por ser un oprobio para toda la sociedad en su conjunto. El tremendo desequilibrio que existe entre unos cuantos puñados de ellos y el número de los desposeídos o despojados lo es. En España, por ejemplo, desde que se declaró la crisis se calcula que existe un 40 por ciento más de ricos súbitos que antes de declararse. (Se consi­dera rico al poseedor de más de un millón de euros). Es más, ¿cuántos "inversores", grandes o pequeños, hay en este mismo país? ¿cuántos se lanzan de la cama por la mañana para verifi­car los vaivenes de cotización de las empresas del Ibex 35? Pese a haber tantos en comparación con los países del norte citados y sea cual sea la cifra, ha de ser irrisoria al lado de los millones y millones ajenos a ellas y a la Bolsa. Aducir que so­bre el soporte de la riqueza de los ricos se levanta la economía de un país es un falacia, una trampa y un pretexto para justifi­car tan hiriente desigualdad. Pero la economía es mucho más que Bolsa, inversiones, especulación y crecimiento asimétrico y artificial. Pues, lejos de gravitar en torno a leyes económicas, a las veleidades bursátiles y a las recién inventadas primas de riesgo según se enseña en las academias y universidades, la economía depende muchísimo más de la política y de las decisio­nes sobre prioridades de gasto elegidas por los políticos, que del mérito de los ricos, de los emprendedores y de su capaci­dad para desempeñar el oficio. Las decisiones acordadas en los despachos basadas en el amiguismo, en la habilidad o en la debilidad de una de las partes del acuerdo tienen mucha más fuerza que los dictados del mercado puro. Sobre todo cuando estamos ante operaciones gigantescas.

DdA, XII/3028

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