Ana Cuevas
He
descubierto que existe una nueva tendencia ideológica en auge en
algunos países occidentales como EEUU o Gran Bretaña. Se llama Transhumanismo y
su estrategia parece ser valerse de la política para conseguir la vida
eterna. Así como suena más o menos. Pero la cosa no se queda ahí. Los
transhumanistas sostienen que si la inteligencia artificial no deja de
avanzar, amenazará en un futuro la supervivencia de la raza humana
(teoría que defiende el propio Hawking). Y para evitarlo, proponen una
especie de fusión con la tecnología que, de tacada, nos proporcionará la
inmortalidad.
Es decir,
la especie humana evolucionaría a la especie transhumana. Pasaríamos a
ser algo así como un cíborg que, gracias a un tuneado biónico de alta
gama, superaría las enfermedades y el envejecimiento. Incluso se
eliminarían los prejuicios por cuestiones raciales, por el sexo o por la
apariencia física (argumentan entusiasmados sus seguidores), puesto que
se podría modificar el aspecto a conveniencia con algún dispositivo de
nanotecnología que llevaríamos incorporado de serie.
Por
supuesto, ese mundo feliz libre de artrosis, patas de gallo y
sepulturas será optativo, conceden los transhumanistas. Optativo y solo
accesible a quienes tengan bien forrados sus biológicos riñones. Porque
esa hipotética simbiosis con las máquinas no saldrá de balde. Lo que me
hace sospechar que esta tendencia, de llegar a extenderse, solo
redundaría en que los ricos, amén de ser más poderosos, serían
inmortales. Hasta ahora, a los parias de la tierra nos quedaba el
consuelo de saber que los banqueros y otros tiburones financieros
también acabarían siendo pasto de gusanos. Dentro de poco, ni eso. Ya
existe un candidato transhumanista a la presidencia estadounidense que
ofrece la vida eterna a cambio del apoyo a su campaña- ¿Quieres morir?
Pues en caso de que la respuesta sea negativa, vótame.
Por
muy tentador que pueda parecer a priori lo que oferta esta gente, a
servidora se le han puesto los pelos como escarpias. He sufrido una
regresión a la infancia. Para ser más concretos, a un hecho traumático
que padecí a los siete años. Sucedió en la clase de religión que nos
impartía sor Sebastiana (una religiosa cuyo fervor solo era superado por
la contundencia de sus collejas).
Mientras
entraba en un estado de levitativo éxtasis teresiano, la buena mujer
trataba de explicar a la clase de párvulas la importancia de ser buenas
para alcanzar la vida eterna. Recuerdo que entonces, sin saber muy bien
por qué, vencí mi timidez congénita para lanzar una pregunta a mi
maestra: ¿Y qué se hace en la vida eterna? Hay situaciones que, pese a
las décadas y las amnesias de la vida, se te quedan grabadas para
siempre. Una de ellas para mí es la cara de Sor Sebatiana balbuceando
improvisadas y piadosas contestaciones a mi impertinente pregunta. Cosas
como: tocar el harpa y alabar al creador. ¿Pero todo el tiempo?-
Insistí yo tozuda.- ¡Vaya rollo! Aquí fue cuando mi exasperada
preceptora espiritual decidió administrarme un pedagógico cogotazo que
zanjara definitivamente mis inquietudes sobre las bondades de la
eternidad.
La sensación
es similar con los transhumanistas. Su punto de partida es combatir el
riesgo de una superinteligencia artificial y sacar el máximo provecho de
ella. Las religiones llevan haciéndolo desde que andábamos dándonos con
un garrote. Aunque ellas, en su totalidad manifiesta, son más de
combatir el riesgo que tiene la inteligencia humana.
La
vida eterna es un cebo muy goloso para casi todo el mundo. Cuánto no
más para psicópatas y megalómanos. Puede triunfar presidiendo un
programa electoral. O incitar a guerras santas que manden al paraíso a
millones de almas.A mí me pasa lo mismo que cuando era cría. La eternidad me da mucha pereza. Es demasiado tiempo para inquietos y culos de mal asiento. Me conformo con vivir con dignidad lo que me quede de vida. Con eso tengo bastante.
DdA, XII/3021
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