La demolición teórica del capitalismo como modo de producción comenzó
con Karl Marx y fue creciendo a lo largo de todo el siglo XX con el
surgimiento del socialismo. Para realizar su propósito principal de
acumular riqueza de forma ilimitada, el capitalismo agilizó todas las
fuerzas productivas disponibles. Pero, desde el principio, tuvo como
consecuencia un alto costo: una perversa desigualdad social. En términos
ético-políticos, significa injusticia social y producción sistemática
de pobreza.
En los últimos decenios, la sociedad se ha ido dando cuenta también
de que no solamente existe una injusticia social, sino también una
injusticia ecológica: devastación de ecosistemas enteros, agotamiento de
los bienes naturales, y, en último término, una crisis general del
sistema-vida y del sistema-Tierra. Las fuerzas productivas se han
transformado en fuerzas destructivas. Lo que se busca directamente es
dinero. Como advirtió el Papa Francisco en pasajes ya conocidos de la
Exhortación Apostólica sobre la Ecología: «en el capitalismo quien manda
ya no es el hombre, sino el dinero y el dinero vivo. La motivación es
la ganancia… ganancia… Un sistema económico centrado en el dios-dinero
necesita saquear la naturaleza para mantener el ritmo frenético de
consumo que le es inherente».
Ahora el capitalismo ha mostrado su verdadera cara: estamos tratando
con un sistema anti-vida humana y anti-vida natural. Y se nos plantea
este dilema: o cambiamos o corremos el peligro de nuestra propia
destrucción, como alerta la Carta de la Tierra.
Sin embargo, el capitalismo persiste como el sistema dominante en
todo el globo bajo el nombre de macroeconomía neoliberal de mercado. ¿En
qué reside su permanencia y persistencia? A mi modo de ver, reside en
la cultura del capital. Eso es más que un modo de producción. Como
cultura encarna un modo de vivir, de producir, de consumir, de
relacionarse con la naturaleza y con los seres humanos, constituyendo un
sistema que consigue reproducirse continuamente, poco importa en qué
cultura venga a instalarse. Ha creado una mentalidad, una forma de
ejercer el poder y un código ético. Como enfatizó Fábio Konder Comparato
en un libro que merece ser estudiado “A civilização capitalista”
(Saraiva, 2014): «el capitalismo es la primera civilización mundial de
la historia» (p. 19). El capitalismo orgullosamente afirma: «no hay otra
alternativa».
Veamos rápidamente algunas de sus características: la finalidad de la
vida es acumular bienes materiales mediante un crecimiento ilimitado
producido por la explotación sin límites de todos los bienes naturales,
por la mercantilización de todas las cosas y por la especulación
financiera, realizado todo con la menor inversión posible, buscando
obtener mediante la eficacia el mayor lucro posible dentro del más corto
tiempo posible; el motor es la competencia impulsada por la propaganda
comercial; el beneficiario final es el individuo; la promesa es la
felicidad en un contexto de materialismo raso.
Para este propósito se apropia de todo el tiempo de vida del ser
humano, no dejando espacio a la gratuidad, a la convivencia fraternal
entre las personas y con la naturaleza, al amor, a la solidaridad y al
simple vivir como alegría de vivir. Como tales realidades no importan en
la cultura del capital, pero son ellas las que producen la felicidad
posible, el capitalismo destruye las condiciones de aquello que se
proponía: la felicidad. Y así no es sólo anti-vida sino también
anti-felicidad.
Como se deduce, estos ideales no son propiamente los más dignos para
el efímero y único paso de nuestra vida por este pequeño planeta. El ser
humano no posee solamente hambre de pan y afán de riqueza; es portador
de otras hambres como hambre de comunicación, de encantamiento, de
pasión amorosa, de belleza y arte, y de trascendencia, entre muchas
otras.
¿Pero por qué la cultura del capital se muestra así tan persistente?
Sin mayores mediaciones diría: porque ella realiza una de las
dimensiones esenciales de la existencia humana, aunque la elabora de
forma distorsionada: la necesidad de autoafirmarse, de reforzar su yo,
de lo contrario no subsiste y es absorbido por los otros o desaparece.
Biólogos e incluso cosmólogos (citemos apenas a uno de los mayores:
Brian Swimme) nos enseñan que en todos los seres del universo,
especialmente en el ser humano, prevalecen dos fuerzas que coexisten y
se tensionan: la voluntad del individuo de ser, de persistir y de
continuar dentro del proceso de la vida; para eso tiene que
autoafirmarse y fortalecer su identidad, su “yo”. La otra fuerza es la
de integración en un todo mayor, en la especie, de la cual el individuo
es un representante, constituyendo redes y sistemas de relaciones fuera
de las cuales nadie subsiste.
La primera fuerza gira alrededor del yo y del individuo y origina el
individualismo. La segunda se articula alrededor de la especie, del
nosotros y da origen a lo comunitario y a lo societario. Lo primero está
en la base del capitalismo, lo segundo, en la del socialismo.
¿Dónde reside el genio del capitalismo? En la exacerbación del yo
hasta el máximo posible, del individuo y de la autoafirmación,
desdeñando el todo mayor, la integración y el nosotros. De esta forma ha
desequilibrado toda la existencia humana, por el exceso de una de las
fuerzas, ignorando la otra.
En este dato natural reside la fuerza de perpetuación de la cultura
del capital, pues se funda en algo verdadero pero concretizado de forma
desmesuradamente unilateral y patológica.
¿Cómo superar esta situación que viene desde hace siglos?
Fundamentalmente recuperando el equilibrio de estas dos fuerzas
naturales que componen nuestra realidad. Tal vez la democracia sin fin
sea la institución que hace justicia simultáneamente al individuo (al
yo) pero insertado dentro de un todo mayor (nosotros, la sociedad) del
cual es parte. Volveremos sobre el tema.
DdA, XII/2999
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