Se ve venir el
resultado final de las cercanas elecciones generales al
poder central: el partido siempre triunfante y una formación nueva que
representa más pensamiento conservador maquillado y acicalado, se
perfilan como las fuerzas que nuevamente se llevarán el gato al agua
Jaime Richart
Me quedan poco
años para ser octogenario y ya puedo hacer balance de mi vida, en lo personal
y en mi pensamiento social. En lo personal y
en lo profesional no sólo no puedo quejarme, es que todo me ha salido a pedir
de boca. Las cosas me han ido siempre mucho mejor de lo esperado, y quienes
han tenido que valorarme me han dedicado un reconocimiento quizá por encima de
lo merecido. En suma, he tenido mucha suerte. Probablemente porque, como
decían los antiguos sabios, la suerte huye de quien la busca y sigue a quien la
desprecia. Probablemente porque, como refiere Montesquieu en uno de sus
ensayos, siempre fui como aquel ciudadano de la antigua Atenas al que se le vio
un día salir del Senado dando saltos de alegría porque había sido elegido en
su lugar otro ciudadano con más merecimientos que él... Y cuento además con un
activo patrimonial que vale más que todas las fortunas: el familiar. Mi
familia extensa contribuye poderosamente a hacerme feliz al tiempo que lo es
ella.
Esto, como digo,
es en lo personal y en lo profesional. Pero en mis aspiraciones sociales en los
primeros años de mi vida activa y luego en las políticas cuando la política
empezó a enseñorearse del país, todo ha ido siempre en dirección contraria a lo
deseado por mí.
En los tiempos del
franquismo mi forma de enfrentarme a él y a sus corruptelas se ciñó a actitudes
testimoniales en los centros donde me encontraba. No podía ni debía pasar de
ahí. Enfrentarse cuerpo a cuerpo a la dictadura me pareció siempre inútil. El
franquismo era inexpugnable por esa vía. Quienes se lanzaban al monte o se
enrolaron en células activistas, pese a ser plausible y cosa de valientes,
calcularon mal. Y un mal cálculo en táctica y estrategia es mala señal de inteligencia.
Llegó lo que
empezó a llamarse democracia, y fueron las facciones falangistas las que
urdieron la transición de la dictadura a otro régimen de incierta y confusa
naturaleza. E inmediatamente un personaje clave del franquismo, un ministro del
dictador, su albacea testamentario, se encargó de hacer cumplir su voluntad
post mortem. Con otros seis elegidos más o menos por él cocina a renglón
seguido una constitución política que contenía la pieza clave del sistema: la
monarquía. El pueblo, que sentía sobre sus nucas el cañón de los fusiles de un
ejército más franquista que el tirano que acababa de morir y ante el temor a
un golpe de Estado que significaba la continuidad de lo mismo, firmó el contrato
social viciado votando lo que le pusieron delante con visible mezcla de
ilusión y de miedo bajo ostensible coacción.
Pasado el periodo
de transición abrochada por un simulacro de golpe de estado para reforzar al
monarca, una ley electoral perfecta para evitar el verdadero pluralismo partidista
permite la irrupción de dos partidos políticos precedidos de connotaciones
históricas revolucionarias atemperados por el eufemismo y el mimetismo que
propician el lenguaje y la praxis política: el eurocomunismo, un remedo del
comunismo sin futuro, y la socialdemocracia del pesoísmo: un remedo del
socialismo, que funcionó en la medida que, gracia a esa ley electoral, se ha
venido repartiendo más o menos discretamente el poder durante más de treinta
años con las vivas fuerzas conservadoras de los apellidos y de las clases
sociales y estamentales procedentes del franquismo. Y todo ello con los
resultados sociales de todos conocidos: corrupción, cooptación, enriquecimiento
ilícito, puertas giratorias, poder judicial esclerotizado por el poder
político y neutralizado por el poder financiero. Y todo bajo la atenta
observación de un periodismo intensificado en los medios televisivos que, sin
pudor y dando una de cal y otra de arena en los planteamientos y eligiendo los
tiempos para arrimar el ascua a su sardina de sus rentas, apuesta
visiblemente desde los despachos de los dueños de los medios por una nueva
transición suave y sin los grandes cambios que 12 millones de ciudadanos y
ciudadanas españolas en el umbral de la pobreza demandan para alcanzar la
dignidad perdida o la que nunca han llegado a tener.
Mis condiciones de
augur de medio pelo provienen de la experiencia y del conocimiento, tanto de
la naturaleza de las cosas como de la repetición de los fenómenos sociales como
del carácter español en su conjunto (carácter, por cierto, fácilmente evaluable
si comparamos el desarrollo y las huellas dejadas por el español en los
países de habla hispana del continente suramericano, y el desarrollo y huellas
dejadas por anglosajones y francos en América del norte).
Pues bien, los
resultados de las elecciones andaluzas han terminado por centrar mi posición
mental acerca del futuro que se nos viene encima en España, siguiendo las
constantes históricas del predominio y hegemonía de los "fuertes".
Pues cuando se suponía que millones de andaluces iban a volcarse a favor de los
mesías del cambio: esos dispuestos a enfrentarse sin disimulo ni tapujos a la
injusticia social, esos que luchan pacíficamente contra los desahucios y
contra tantos abusos del poder político, bancario y financiero, comprobamos que el miedo, la pusilanimidad y
la indiferencia han vuelto a decidir. Andalucía no es toda España, pero si una
referencia poderosa de lo que representa el talante de lo que llamamos "lo
español". Y ahora, inminente otro proceso electoral, se ve venir el
resultado final que espera a este país en las cercanas elecciones generales al
poder central: el partido siempre triunfante y una formación nueva que
representa más pensamiento conservador maquillado y acicalado, parece que se
perfilan como las fuerzas que nuevamente se llevarán el gato al agua. El falso
socialismo, el falso comunismo y el verdadero espíritu revolucionario quedarán
nuevamente postergados. Y la buena voluntad de quienes abanderan los
propósitos y decisiones que requiere la transformación real de la sociedad
española y su protagonismo volverán a arrastrarse ante la voluntad de poder
de los de siempre... o tendrán que estallar.
El poder judicial,
la banca, las empresas del Ibex35, las policías, las puertas giratorias en sus
diversas modalidades, las grandes y medias fortunas, los obispos y arzobispos,
los apellidos sonoros... seguirán gobernando en este país. Harán aquellos algunas concesiones más a los perdedores de
la guerra civil y a los desheredados tradicionales de toda fortuna, eso sí,
pero estos seguirán siendo alimentados y cobijados por las organizaciones de
salvación caritativas y filantrópicas, y las mejoras sociales volverán a ser
otro espejismo más.
No habrá cambios
significativos más allá de los triunfalismos y fanfarrias que los medios de
comunicación afines a los poderes reinantes estén dispuestos a divulgar para
el bien de sus cuentas de resultados, para el bien de sus accionistas y para el
"bien" del concepto eterno de "la patria". El patriotismo
español seguirá siendo el refugio de los pícaros. Y aunque haya lavados de
cara y acicalamientos varios con novedades provinientes de la corrupción del
lenguaje principalmente, apenas serán irrelevantes.
Esta visión pesimista es la que se me aparece en la bola de cristal que tiene
en la cabecera de su cama todo septuagenario de inteligencia y sensibilidad
media. Ahora bien, jamás me habré alegrado más si la lectura de mi bola de
cristal fuera errónea y de punta a cabo me hubiera equivocado...
DdA, XII/2975
No hay comentarios:
Publicar un comentario