El Parlamento europeo se apresura a condenar la existencia de presos políticos en Venezuela, pero no
ha emitido ninguna condena en nueve años desde que pidió la
regularización de la situación de los presos de Guantánamo.
Augusto Klappenbach
“Es un fanático de la moral: la tiene doble”, decía El Roto de uno de
sus personajes. Una frase que expresa el entusiasmo por la doble moral
que comparten muchos políticos, gobiernos e instituciones
internacionales. Y que corre el peligro de infiltrarse en el imaginario
colectivo.
Supongamos por un momento que el Gobierno de Venezuela (por ejemplo)
hubiera mantenido secuestrados durante varios años a cientos de enemigos
políticos acusándolos de terrorismo, sin presentar ningún cargo legal
contra ellos ni concederles el derecho de presentarse ante un juez, y
que algunos se hubieran suicidado y muchos hubieran sido salvajemente
torturados, algunos hasta la muerte. Imaginen ustedes la reacción
internacional que hubiera provocado una noticia como esta referida a
algún país de “mala conducta”, como Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia o
Irán; no habría telediario en el que no se pidiera su liberación. Como
los hechos los cometió —y reconoció— el Gobierno de los Estados Unidos,
las reacciones se limitaron a algunas críticas y artículos periodísticos
antes de que esos delitos de Guantánamo pasaran al olvido, donde ya
están cómodamente instalados. Mientras, los prisioneros secuestrados
siguen allí.
El caso de Guantánamo no es único, pero es muy significativo. Muchos creíamos, ingenuamente, que el derecho al habeas corpus
y que la condena y penalización legal y judicial de la tortura eran
temas fuera de discusión, aun cuando se siguieran violando esos derechos
en todo el mundo, ya que numerosos acuerdos y tratados internacionales
en vigor penalizan esas conductas. Sin embargo, altos funcionarios de
los Estados Unidos, exdirectores de la CIA, incluyendo al expresidente
Bush, se permiten justificarlas públicamente sin que la comunidad
internacional haya reaccionado. Y el Parlamento europeo, que se ha
apresurado a condenar la existencia de presos políticos en Venezuela, no
ha emitido ninguna condena ante esa evidente apología del delito,
aunque han pasado nueve años de silencio desde que pidió la
regularización de la situación de esos presos.
El espectáculo del Estado Islámico degollando o quemando vivos a
prisioneros delante de las cámaras es intolerable y ninguna
justificación es capaz de atenuar siquiera esa barbarie. Eso explica la
indignada y justa reacción internacional que ha provocado. Pero no se ha
producido una reacción siquiera semejante ante agresiones contra miles
de civiles, niños incluidos, que han provocado ejércitos como el israelí
en Gaza, Estados Unidos y sus aliados en Afganistán, Irak, Libia y
Siria, entre otros.
El sufrimiento y las muertes que provocan las bombas, los misiles y
las balas no tienen nada que envidiar a la crueldad de los cuchillos y
las hogueras yihadistas, aunque su uso haya sido menos mediático y sus
víctimas más numerosas. Y creo que nadie supone ya que esas agresiones
estuvieron motivadas por el propósito de lograr la paz en el mundo.
Entre otras razones, los intereses geopolíticos y el control del
petróleo ocupan un lugar preferente en sus motivaciones. A lo cual hay
que sumar la ayuda que han prestado esos ataques al crecimiento del
fundamentalismo islámico: Al Qaeda tiene mucho que agradecer a la
invasión de Afganistán y el Estado Islámico a la intervención en Siria.
Son solo dos ejemplos. A ellos habría que añadir la tolerancia que
inspiran países como Arabia Saudí, Qatar y los Emiratos Árabes —por no
hablar de China—, en los cuales no se respetan elementales derechos
humanos, se financian terrorismos y con los que se mantienen relaciones
de amistad —visitas reales incluidas— que serían denunciadas como
intolerables si se produjeran en lo que el pensamiento oficial denomina
“estados canallas”, donde no parece que la violación de esos derechos
sea mayor que la de los mencionados y algunos de los cuales —como Cuba—
sufren sanciones internacionales por esa causa.
Max Weber distinguía dos tipos de éticas. La ética de las convicciones, que pone por delante los principios éticos universales y la ética de la responsabilidad,
que mira más a los resultados que produce la acción. Según él, esta
última es la ética propia del político, que muchas veces debe sacrificar
principios morales para conseguir resultados que afectan a la sociedad
en su conjunto. Creo que el error de Max Weber consiste en atribuir al
político una ética propia, como si el equilibrio entre convicciones y
responsabilidad no afectara por igual al ciudadano común que al
gobernante, aun cuando, por supuesto, sus consecuencias sean distintas.
Cualquier decisión moral implica una negociación, no siempre fácil,
entre las propias convicciones y los resultados que se van a seguir de
nuestros actos, porque las consecuencias también dependen de los
principios. Pensar que los políticos, por el hecho de serlo, tienen una
especie de bula moral por la cual sus acciones no están sujetas a los
mismos criterios que el común de los mortales implica aceptar el
principio fundacional del autoritarismo o el totalitarismo, consecuencia
que seguramente no hubiera deseado Max Weber. Pero lo más preocupante
es que esta ética oportunista no se limita al político y termina
convenciendo a muchos ciudadanos, que consideran necesarias, o al menos
tolerables, las torturas de Guantánamo y el genocidio de Gaza mientras
se indignan —con justa razón— ante los crímenes del Estado Islámico o
los atentados de París.
Decía Kant que una manera de reconocer el valor moral de una decisión
consiste en preguntarse si su propósito es universalizable, es decir,
si podemos exigir que en las mismas circunstancias ese mandato debiera
obligar a todos. Porque la doble moral es lo que tiene: postula normas
contradictorias para situaciones equivalentes, según la conveniencia de
quien las promulga. Desaparece así cualquier criterio universal,
reemplazado por las conveniencias del momento, para lo cual se
construye un discurso ad hoc que reviste de dignidad moral al oportunismo.
Todos comprendemos perfectamente las razones por las cuales se
construyen morales a medida para dignificar comportamientos que en otro
caso descubrirían intereses menos confesables. Una de las peculiaridades
de los seres humanos, que nos diferencia de los demás animales,
consiste en la necesidad de justificar lo que hacemos, elevando nuestras
conveniencias a la categoría de normas morales. Y las relaciones
internacionales son expertas en el uso de esas artimañas. Las guerras,
en particular, han sido siempre objeto de justificaciones éticas y
heroicas, llegando incluso a revestirlas de una estética atractiva
destinada a ocultar la miseria y el dolor que constituyen su esencia.
Una sublimación que poco tiene que ver con las sórdidas intenciones de
muchos de sus promotores.
Sería de desear que esos políticos dejaran a la moral en paz y al
menos cometieran sus tropelías sin tratar de revestirlas de excelencia
ética: nos entenderíamos mejor y nuestra inteligencia se sentiría menos
insultada.
Público.es/DdA, XII/2951
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