Ana Cuevas
El día 5 de febrero a escasos
metros de donde vivo, en mi misma calle, Esther se quitó la vida unas
horas antes de que se ejecutara su desahucio. No logro ponerle cara a
esa mujer de 43 años que llevaba 30 compartiendo conmigo las calles del
zaragozano barrio de El Gancho. Seguro que nos hemos cruzado en multitud
de ocasiones. Que habremos entablado alguna charla ocasional en la
panadería o el quiosco. Incluso es posible que, en los últimos días,
nuestras miradas se encontraran sin que yo pudiera adivinar remotamente
la desesperación que le agarraba.
Apenas
ha sido una reseña en los periódicos. Una tragedia diluida en un océano
de dramas a los que la sociedad se está volviendo inmune.
Al
comienzo de la crisis fueron los griegos quienes, ardiendo a lo bonzo o
ejecutando el salto del ángel desde una azotea, pusieron en el punto de
mira mediático las desgarradoras consecuencias de la pobreza. Casi de
forma simultánea, aparecen aquí los primeros casos de suicidio
relacionados con la crisis. Una estadística negra que, pese a la falta
de transparencia en los datos, se ha dio incrementando hasta convertirlo
en la primera causa de muerte no natural en España.
La
pérdida del empleo, los desahucios, la pobreza energética y las serias
dificultades económicas transforman la vida de muchos ciudadanos en un
infierno del que solo alcanzan a ver una salida.
La
semana que Esther decidió matarse andaba yo en lucha con mis demonios
íntimos. Esas dudas que te asaltan cuando sientes que estás en medio de
fuego amigo. Cuando la ilusión con la que asumes el compromiso para
ayudar a gestar una sociedad más justa se ve empañada por la desilusión
de las luchas fratricidas. O por las consignas para elaborar discursos
templados y poco definidos que no pongan en fuga al electorado más
moderado.
En el suicidio
de Esther no hay moderación ni mesura que se precie. Ni tampoco las hay
en los de las más de tres mil personas al año que toman la misma
decisión en nuestro país. Un gran número entre ellas, empujadas por
angustiosas situaciones, similares a las de Esther, sin que por ello las
instituciones abandonen su criminal pasividad.
Según
la plataforma Stop-Desahucios, urge crear una normativa que impida los
desahucios y elaborar una política de realojo y alquiler social. Puede
que para Esther ya sea tarde. Pero desgraciadamente, son muchas las
familias que son desalojadas a diario y acaban en la calle. Sin
alternativas. Y sin moderación ni mesura por parte de quienes deberían
protegerles.
A quienes
todavía sintamos que el corazón se nos desgarra con cada suicidio que
quizás pudo evitarse, no nos queda otra que superar nuestras miserias y
arrimar el hombro.
Las
fuerzas progresistas están obligadas a entenderse para detener esta
sangría humana. Huyendo de los egos o las estrategias camaleónicas.
Manifestando sin complejos la determinación de establecer un orden más
justo que no permita la exclusión de los desfavorecidos. Puede que para
cambiar la sociedad sea necesario alcanzar el poder. Pero no todo vale
para conseguirlo porque entonces, el pretendido cambio, se habrá
sembrado en tierra yerma. Pero si al final nos derrota nuestra propia
estupidez o vanidad, acabaremos siendo cómplices de estos "crímenes" de
estado.
Y ese es un cargo de conciencia que no quiero llevar en mi mochila.
¡Que la tierra te sea leve Esther! Ya que la vida se te puso insoportable y nadie tuvo contigo moderación ni mesura.
DdA, XII/2918
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